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A las ocho, antes del trabajo, Pete Walsh había ido a un supermercado para comprar leche. Ante la insistencia de su esposa, había comprado un ejemplar del National Daily para ella. Mientras esperaba el cambio, echó un vistazo a los titulares. No había pasado un minuto cuando ya estaba hablando por teléfono con la comisaría de Spring Lake.

—Que alguien vaya a The Breakers —dijo—. Díganle que no abandone ni un momento a una anciana, Bernice Joyce, que se aloja en el hotel. Se afirma de ella que fue testigo ocular del robo del pañuelo en el caso del asesinato de Martha Lawrence. Puede que su vida esté en peligro.

Se olvidó de la leche y salió corriendo del supermercado en dirección a su coche. Camino de la oficina del fiscal, se puso en contacto con Duggan, que iba a trabajar.

Diez minutos más tarde se habían reunido en su vehículo especialmente equipado y se dirigían a Spring Lake.

Tommy Duggan llamó a la recepción de The Breakers. Habían visto a la señora Joyce salir en dirección al paseo, le dijeron. La policía ya la estaba buscando.

El doctor Dermot O'Herlihy caminó hacia la oficina de correos y decidió volver a casa por el paseo marítimo. Le sorprendió ver a Bernice Joyce todavía sentada en el banco. Le daba la espalda y no podía verle la cara. «Se habrá dormido», pensó. Pero, la manera en que la cabeza estaba inclinada sobre el pecho le impulsó a acelerar el paso y acercarse.

Rodeó el banco, la miró y vio la cuerda tensada alrededor de su cuello. Se agachó delante de ella, examinó los ojos saltones, la boca abierta, las gotas de sangre seca en sus labios.

Hacía más de cincuenta años que conocía a Bernice Joyce, desde que, igual que su esposa Mary y él, ella y Charlie Joyce iban todos los veranos a Spring Lake con sus hijos.

—Ay, Bernice, querida mía, ¿quién te ha hecho esto? —susurró.

El sonido de pies que corrían le hizo levantar la vista. Chris Dowling, el policía más novato de la comisaría, se acercaba corriendo por el paseo. Se plantó en el banco enseguida, se acuclilló al lado de Dermot y contempló el cuerpo sin vida.

—Llegas demasiado tarde, muchacho —le dijo Dermot mientras se erguía—. Hace una hora, como mínimo, que está muerta.