Cuando Emily despertó el viernes por la mañana y consultó el reloj, se quedó sorprendida al ver que ya eran las ocho y cuarto. «Eso demuestra el poder relajante de un par de copas de vino», pensó mientras apartaba las mantas.
Sin embargo, gracias al largo sueño sin pesadillas se sentía más despejada que en toda la semana. Había sido una velada muy agradable, reflexionó durante el ritual matutino de preparar café y subirlo a su habitación para beber mientras se duchaba y se vestía.
«Will Stafford es un chico agradable», pensó mientras abría las puertas del ropero empotrado y decidía qué ponerse. Eligió tejanos blancos y una camisa de manga larga a cuadros rojos y blancos, dos de sus prendas favoritas.
La noche anterior se había puesto un traje azul marino de seda, con sutiles plisados alrededor de las mangas y los puños. Will Stafford lo había elogiado en varias ocasiones.
Había llegado a recogerla con casi media hora de antelación. «Me abotoné la chaqueta del traje mientras bajaba —recordó Emily—. Aún no me había pintado los labios ni puesto las joyas».
Le había dejado en el estudio viendo las noticias. Se alegró de haber cerrado ya las puertas del comedor. No quería que nadie más examinara su plano.
Esta mañana, mientras se ponía los tejanos, la blusa y los zapatos, pensó que la impresión que tiene un extraño de las vidas ajenas puede ser muy diferente de la verdad que encierran.
«Como Will Stafford —pensó Emily mientras empezaba a hacer la cama—. Por lo que me dijo el día que cerramos el trato, había pensado que su vida iba viento en popa».
Sin embargo, durante la cena, Will se había sincerado, y había surgido una imagen muy diferente de él.
—Como sabes, soy hijo único —empezó—. Me crié en Princeton y me mudé con mi madre a Denver después de que mis padres se separaran, cuando tenía doce años. Creo haberte dicho también que veníamos a Spring Lake cada verano a pasar dos semanas y que nos alojábamos en el Essex y Sussex. Pero eso no es todo —añadió.
Al cabo de un año de ser nombrado presidente de su empresa, su padre se divorció de su madre y contrajo matrimonio con su secretaria, la primera de tres esposas sucesivas.
—Mi madre quedó destrozada —dijo, con los ojos llenos de tristeza—. Nunca volvió a ser la misma. Amargó su carácter.
—Emily —dijo tras un instante de vacilación—, voy a decirte algo que no sabe nadie en esta ciudad. No es una historia agradable.
Intenté detenerle —recordó Emily— pero no me escuchó. Me dijo que, después de la fiesta de fin de curso de su penúltimo año de facultad en Denver, él y un amigo cogieron el coche. Los dos habían bebido mucha cerveza. Hubo un accidente y el coche quedó destrozado. El amigo, que era quien conducía, tenía dieciocho años y le suplicó que cambiara de asiento con él. «Tú aún no has cumplido los dieciséis —arguyó— no se ensañarán contigo».
—Estaba tan desconcertado, Emily, que accedí. Lo que no sabía era que no se trataba de un simple accidente. En mi estado de confusión, no me había dado cuenta de que habíamos arrollado y matado a un peatón, una chica de quince años. Cuando intenté explicar a la policía lo sucedido en realidad, no me creyeron. Mi amigo mintió en el estrado de los testigos. Mi madre me apoyó en todo momento. Sabía que estaba diciendo la verdad. Pero mi padre se lavó las manos y pasé un año en un centro de reclusión de menores.
Se le transparentaba tanto dolor cuando hablaba de esa época, recordó Emily. Luego, Will se encogió de hombros y continuó.
—Eso es todo. No hay alma en esta ciudad que sepa lo que acabo de contarte. Lo he sacado a colación porque voy a pedirte que salgamos a cenar de nuevo dentro de una o dos semanas y, si la historia te preocupa, es mejor que lo sepas cuanto antes. De una cosa estoy seguro: puedo confiar en que no se lo dirás a nadie.
«Yo le tranquilicé al respecto —pensó Emily—, pero también le dije que esperara un poco antes de invitarme a cenar otra vez. No quiero que piensen que salgo de manera regular con alguien, ni en Spring Lake ni en ningún sitio».
Empezó a bajar la escalera, pero se detuvo a admirar la luz del sol que entraba a chorros por el vitral del rellano.
«La próxima vez que salga en serio con alguien, si es que hay próxima vez, voy a asegurarme muy bien de que no estoy cometiendo otra equivocación».
«Algo positivo —pensó con ironía mientras se dirigía a la cocina—, es que no he de preocuparme por enamorarme en el penúltimo año de universidad. ¡Eso solo pasa una vez en la vida, gracias a Dios!».
«Cómo ha cambiado mi vida —meditó—. Al casarme con Gary nada más salir de la facultad, terminé viviendo en Albany porque él iba a entrar en el negocio familiar. Si no me hubiera casado con Gary, habría empezado a ejercer la abogacía en Manhattan.
Pero si no hubiera vivido en Albany, no habría defendido a Eric en aquella demanda y no habría ganado diez millones de dólares cuando vendí las acciones que me regaló.
Y desde luego no estaría en esta casa», concluyó, mientras iba al comedor para coger un libro de la colección de recuerdos de los Lawrence. Era el diario escrito por Julia Gordon Lawrence después de casarse. Emily estaba ansiosa por saber lo que revelaría. Mientras comía una tostada y un pomelo, empezó a leer.
En una de las primeras entradas, Julia escribía: «La pobre señora Carter continúa su declive. Nunca se recuperará de la pérdida de Douglas. Todos la visitamos con frecuencia y le llevamos flores para alegrar su habitación o un dulce para tentar su apetito, pero parece que no sirve de nada. Habla constantemente de Douglas. «Mi único hijo», solloza cuando intentamos consolarla.
Mi suegra y yo hablamos de ello y estamos de acuerdo en que la vida se ha vuelto muy triste para la señora Carter. Fue bendecida con una gran belleza y una enorme fortuna, pero empezó a padecer reuma después del nacimiento de Douglas. Ha sido una semi-inválida durante años y ahora ya no se levanta de la cama.
Mi suegra cree que, durante mucho tiempo, en un intento de aliviar su dolor, los médicos le han estado prescribiendo dosis diarias de láudano demasiado fuertes. Ahora la señora Carter se halla en un estado de sedación que no le deja interesarse por la vida y, con el paso del tiempo, tal vez encontrar un consuelo en otras actividades. En cambio, el único desahogo de su dolor es verter copiosas lágrimas».
Emily cerró el libro. La señora Carter estaba en casa el día que Madeline desapareció, recordó. Entonces supongamos que Douglas sí cogió el primer tren, llegó y Madeline cruzó corriendo la calle para recibirle.
Si ocurrió algo entre Madeline y Douglas, ¿se habría enterado de la tragedia la señora Carter desde su habitación, sedada por el láudano?
O quizá Madeline había abandonado el porche y había encontrado a Alan Carter en el patio de Douglas. El joven estaba enamorado de ella y tal vez sabía que su primo le iba a regalar el anillo de compromiso. Tal vez se le insinuó, reflexionó Emily, y se enfureció al ser rechazado.
Ambas posibilidades eran intrigantes. «Creo sin la menor duda —pensó—, que Madeline murió aquella tarde, tan cerca de esta casa, y que Douglas o Alan Carter estuvieron implicados en su muerte».
«Si Douglas era inocente de la muerte de Madeline, Alan se convierte en el sospechoso más plausible», concluyó.
Vivía cerca de Madeline. Letitia tenía que pasar por delante de su casa para ir a la playa. En el diario, Julia había escrito que ella y sus amigas visitaban con regularidad a la madre inválida de Douglas. ¿Visitó Ellen Swain a la señora Carter el día en que desapareció? Los antiguos informes de la policía tal vez proporcionarían alguna información sobre ese punto.
Mientras Emily devolvía el diario a la colección de recuerdos de los Lawrence, se le ocurrió una nueva posibilidad: ¿se suicidó Douglas Carter o fue asesinado porque empezaba a sospechar la verdad?