Ha sido una mañana muy angustiosa. Justo cuando mi plan definitivo se iba desarrollando de una manera tan hermosa, tuve que tomar una decisión radical y fatal.
He estado comprando el National Daily cada mañana. Esa insidiosa columnista, Reba Ashby, se ha hospedado en The Breakers toda la semana y está por todas partes recogiendo chismorreos.
Esta mañana me he dado cuenta de que sus conversaciones con Bernice Joyce iban a ser mi perdición o mi salvación.
La señora Joyce confesó a la Ashby que estaba prácticamente segura de saber quién había quitado el pañuelo de debajo del bolso aquella noche.
Si se lo hubiera dicho a la policía, le habrían sacado mi nombre. En ese momento habrían empezado a investigar todos los detalles de mi vida. Ya no aceptarían mi deslavazada explicación de dónde estaba y qué estaba haciendo cuando Martha desapareció.
Habrían descubierto la verdad y la vida que he elegido se terminaría.
Tuve que correr el riesgo. Me senté en un banco del paseo cerca de The Breakers, fingiendo estar abstraído en la lectura del periódico, mientras intentaba decidir cómo entrar en el hotel y localizar la habitación de la señora Joyce sin que nadie me viera y reconociera. Bajo la capucha llevaba una peluca, de modo que, en el caso de que me describieran, hablarían de alguien canoso, con el pelo caído sobre la frente. También llevaba gafas oscuras.
Era un disfraz bastante lamentable, pero sabía que, si la policía tenía la oportunidad de interrogar a la señora Joyce, revelaría mi nombre.
Y entonces apareció la oportunidad.
Hace un bonito día, soleado y de temperatura agradable.
A las siete y media, la señora Joyce salió de The Breakers a dar un paseo. Estaba sola, y la seguí a distancia, mientras pensaba en cómo podría alejarla de los demás peatones y corredores. Por suerte, los más madrugadores ya se habían ido, y todavía era demasiado temprano para la gente que pasea después de desayunar.
Tras recorrer varias manzanas, la señora Joyce se sentó en un banco de una de las extensiones del paseo dedicadas a los que desean contemplar el mar a sus anchas, sin gente que pase cada dos por tres por delante de ellos.
¡Un lugar perfecto para mis propósitos!
Estaba a punto de dirigirme hacia ella cuando el doctor Dermot O'Herlihy, un médico jubilado que cada día sale a pasear, vio a la señora Joyce y se paró a hablar. Por suerte, solo se quedó unos minutos y después continuó su camino. Sé que no me prestó la menor atención cuando pasó ante el banco donde yo estaba sentado.
Venía gente de ambas direcciones, pero no había nadie a menos de una manzana de distancia. Me senté con sigilo al lado de la señora Joyce, con la cuerda en la mano. La anciana disfrutaba del sol de la mañana con los ojos cerrados.
Los abrió cuando sintió el tirón en su cuello, volvió la cabeza, asustada y sorprendida, al tiempo que yo apretaba la cuerda, y comprendió lo que estaba pasando.
Me reconoció. Sus ojos se abrieron de par en par.
Sus últimas palabras antes de morir fueron: «Me equivoqué. No pensaba que fuera usted».