Después de dejar a Emily, Tommy Duggan y Pete Walsh fueron a la residencia del doctor Clayton Wilcox. Su interrogatorio fue frustrante e insatisfactorio.
Wilcox se ciñó a su historia de que había dejado el pañuelo bajo el bolso de su mujer. Cuando le preguntaron sobre la doctora Lillian Madden, recordó que, hacía unos años, se había sentido algo deprimido y tal vez hubiese consultado con ella.
—O con alguien de nombre parecido.
—¿Cuánto hace de eso, doctor Wilcox? —preguntó Tommy Duggan.
—Mucho tiempo. No estoy seguro.
—¿Cinco años? ¿Tres?
—No puedo acordarme.
—Haga un esfuerzo, doctor —pidió Pete Walsh.
La única satisfacción que los policías habían obtenido de la visita era el hecho de que Wilcox se estaba desmoronando. Tenía los ojos hundidos. Cuando hablaba, no paraba de enlazar y desenlazar las manos. Gotas de sudor se formaban en su frente, aunque la temperatura en su estudio era fría, hasta extremos desagradables.
—Al menos se está poniendo nervioso —dijo Tommy a Pete.
Después, a las cuatro de la tarde, sucedieron dos cosas casi al mismo tiempo. En primer lugar, el técnico llamó desde la consulta de la doctora Madden y les dijo las fechas en que el doctor Clayton Wilcox había visitado a la psicóloga.
—La vio cuatro semanas después de que Martha Lawrence desapareciera y tres semanas después de la desaparición de Carla Harper —repitió Tommy Duggan en tono incrédulo y exaltado a la vez—. ¡Y dice que no se acuerda! Ese tipo es un mentiroso de tomo y lomo.
—Nos dijo que fue a verla porque estaba un poco deprimido. Si estranguló a esas chicas, no me extraña que lo estuviera —dijo con sarcasmo Pete Walsh.
—La secretaria, Joan Hodges, me dice que aún no han encontrado el expediente con las notas de la doctora sobre Wilcox, pero aunque consigan recuperarlo, necesitaremos una orden judicial para verlo. —La boca de Tommy Duggan se convirtió en una línea delgada e iracunda—. Sea como sea, nos haremos con él.
La segunda ración de maná caído del cielo llegó en forma de llamada telefónica del investigador desde Ohio.
—Tengo un contacto en la correduría donde Wilcox tiene su cartera de valores. Si llegara a saberse, le costaría el empleo, pero miró el expediente de Wilcox. Hace doce años, cuando se jubiló, pidió un préstamo de cien mil dólares por sus acciones. Lo retiró mediante un talón extendido a su nombre, que depositó en un banco de Ann Arbor, Michigan, en una cuenta nueva abierta por una tal Gina Fielding. En la parte inferior izquierda del talón, alguien escribió: «Escritorio y buró antiguos».
—¿Gina Fielding es marchante de antigüedades?
A juzgar por la sonrisa que iluminó el rostro de Duggan mientras escuchaba, Pete Walsh supo que las noticias eran buenas.
—Te va a encantar, Duggan. Gina Fielding era estudiante de penúltimo año en el Enoch College y dejó la universidad de la noche a la mañana, justo antes de que Wilcox dimitiera.
—¿Dónde vive ahora?
—Estamos siguiendo su rastro. Se mudó a Chicago, se casó y después se divorció. La localizaremos en uno o dos días.
Cuando Tommy Duggan colgó, miró a Pete Walsh con sombría satisfacción.
—Puede que tengamos la prueba definitiva —dijo—. Por la mañana visitaremos de nuevo al eminente ex rector del Enoch College. No me sorprendería que, antes de que terminemos, hayan retirado su nombre del edificio que le dedicaron.