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El plano improvisado sobre la mesa del comedor acogía una docena más de diminutas casas. «Todos los caminos conducen a Roma —pensó Emily—, pero todavía no le encuentro un sentido. Tiene que haber otra respuesta».

Los álbumes de fotografías que George Lawrence le había prestado, junto con los demás recuerdos, estaban poniendo rostros a muchos de los nombres. Se vio a sí misma yendo de un lado a otro, entre referencias a personas y páginas del álbum.

Había encontrado un retrato de grupo con los nombres de los fotografiados escritos detrás. Se había ido difuminando con los años y era demasiado pequeño para ver las caras con claridad, de modo que pensaba preguntar a los policías que vendrían más tarde si el laboratorio podía hacer una ampliación.

Era un grupo numeroso. Las tres víctimas, Madeline, Letitia y Ellen, constaban en la lista del reverso, así como Douglas y Alan Carter y algunos de sus progenitores, incluido Richard Carter.

La parte trasera de su casa daba a la de la casa donde Alan Carter había vivido en la época de los asesinatos. El acebo que había ocultado la tumba se encontraba casi en la divisoria de las dos propiedades.

Douglas Carter había vivido en la acera opuesta de Hayes Avenue.

Al repasar lo que había averiguado sobre Letitia Gregg, decidió que era muy posible que la joven pensara ir a darse un chapuzón cuando desapareció. No encontraron su bañador. Su casa se hallaba en Hayes Avenue, entre la Segunda y la Tercera. Para llegar a la playa habría tenido que pasar ante las casas de Alan y Douglas Carter. ¿La habrían abordado durante el trayecto?

Pero Douglas Carter se suicidó antes de que Letitia desapareciera.

Más adelante, la familia de Alan Carter compró la propiedad donde estaba enterrado el cadáver de Letitia. Al parecer había muchas conexiones.

Sin embargo, Ellen Swain no encajaba en ese esquema. Vivía en una de las casas que daban al lago.

Emily aún estaba meditando sobre el plano cuando los detectives Duggan y Walsh llegaron. Les dio el retrato de grupo, del que prometieron ocuparse.

—Nuestros chicos son buenos —dijo Tommy Duggan—. Ampliarán y limpiarán la foto.

Walsh estaba estudiando el plano de cartulina.

—Buen trabajo —dijo en tono de admiración—. ¿Va a sacar algo en claro de esto?

—Puede —dijo Emily.

—¿Podemos ayudarla, señora Graham? —preguntó Tommy Duggan—. Se lo diré de otra forma. ¿Puede ayudarnos? ¿Algo de lo que ha descubierto nos sirve de algo?

—No —contestó Emily—. Aún no. Pero gracias por traer las copias de los informes antiguos.

—Creo que al jefe no le hizo demasiada gracia —dijo Pete—, así que ojalá sean útiles. Tengo la sensación de que nos va a caer un buen rapapolvo por pasárselos.

Cuando los detectives se marcharon, Emily preparó un bocadillo y una taza de té, los puso en una bandeja y se los llevó al estudio. Dejó la bandeja sobre el sofá, se acomodó en una butaca confortable y empezó a leer los informes de la policía, empezando por la primera página del expediente de Madeline Shapley.

7 de septiembre de 1891: llamada telefónica del señor Louis Shapley, Hayes Avenue, 100, Spring Lake, a las 19.30 horas, informando de que su hija de diecinueve años, Madeline, ha desaparecido. La señorita Shapley estaba en el porche de la casa familiar, esperando a que su prometido, el señor Douglas Carter, Hayes Avenue, 101, regresara de Nueva York.

8 de septiembre de 1891: se sospecha de una mano criminal tras la desaparición de Madeline Shapley… La familia interrogada con minuciosidad… La madre y la hermana menor estaban en casa… Bajo la supervisión de la señora Kathleen Shapley, Catherine, de once años, estaba tomando una clase de piano con su profesora, la señorita Johanna Story. Declararon que el sonido del piano habría podido ahogar cualquier grito que la señorita Madeline Shapley hubiera podido emitir.

22 de septiembre de 1891: el señor Douglas Carter fue interrogado de nuevo acerca de la desaparición de su prometida, la señorita Madeline Shapley, el 7 de septiembre pasado. El señor Carter se reafirma en que perdió por escasos momentos el tren que salía de Manhattan y tuvo que esperar dos horas el siguiente.

Su respuesta a la declaración de un testigo, quien habló con él en la estación muy poco antes de que llegara el primer tren, es que se encontraba muy nervioso porque pensaba entregar el anillo de compromiso aquel día a la señorita Shapley y de repente sintió náuseas. Tuvo que correr al lavabo de caballeros y, cuando salió, vio que el tren ya abandonaba la estación.

El tren siguiente iba muy lleno y el señor Douglas declara que no reconoció a nadie a bordo. Ni el revisor del tren anterior ni el del posterior recuerdan haber picado su billete.

«No me extraña que resultara sospechoso —pensó Emily—. ¿Es posible que estuviera nervioso porque no quería seguir adelante con el compromiso? ¡Y yo que pensaba que era un matrimonio por amor!».

Por un instante recreó una imagen mental de la fiesta de su boda y del primer baile con Gary. Ese día él también parecía muy enamorado.

«Y yo creía que también —se dijo Emily—. No obstante, cuando lo pienso bien, me parece que siempre supe que algo fallaba. Un marido que renunciara a las demás mujeres, por ejemplo».

El timbre del teléfono interrumpió aquellos lúgubres pensamientos. Era Will Stafford.

—Quería llamarte hace días, pero ha sido una semana muy ajetreada —dijo—. Ya sé que es un poco precipitado, pero ¿te apetece cenar esta noche? Whispers es un buen restaurante.

—Con mucho gusto —dijo Emily con sinceridad—. Creo que ha llegado el momento de tomarme un descanso y volver al mundo real. He vivido en la década de 1890 toda la semana.

—¿Cómo se está allí?

—En muchos aspectos me encanta.

—Ya te imagino con miriñaque.

—Te has pasado unos cuarenta años. Los miriñaques estuvieron de moda durante la guerra civil.

—Yo qué sé. Ayudo a la gente a comprar o vender casas. ¿Te va bien a las siete?

—Estupendo.

—Hasta luego.

Emily colgó el teléfono y después, entumecida de estar sentada tanto rato, hizo unas cuantas flexiones para mover los músculos.

La cámara grabó hasta el último de sus movimientos sin hacer el menor ruido.