Bernice Joyce había decidido pasar la semana en Spring Lake.
—Como ya sabe, vine de Florida para asistir a la misa —explicó a Reba Ashby mientras desayunaban el jueves por la mañana.
«Pensaba regresar a Palm Beach por la tarde, pero luego me di cuenta de que era una tontería, pues la semana que viene vuelvo al norte. Por lo tanto, decidí prolongar mi estancia aquí.
Estaban sentadas junto a una ventana. Bernice miró afuera.
—Es un auténtico día de primavera, ¿verdad? —dijo con voz nostálgica—. Ayer fui a dar una caminata de una hora por el paseo. Me trajo recuerdos maravillosos. Después cené con los Lawrence en casa de otra vieja amiga. ¡Recordamos tantas cosas!
Reba no se había encontrado con la señora Joyce en el hotel ni el martes ni el miércoles, y había supuesto que se había marchado. Se alegró mucho de verla en el ascensor por la mañana, camino del comedor.
En su primer encuentro, había dicho que era periodista de una revista de actualidad nacional y calló en todo momento el nombre del National Daily. Aunque habría podido hacerlo, pensó, al tiempo que componía una expresión agradable y escuchaba una anécdota sobre Spring Lake en los años treinta. Estaba segura de que Bernice Joyce nunca había leído el National Daily, si es que había oído hablar de él.
«Que ni siquiera se hable de ello entre vosotros», como san Pablo había aconsejado a los efesios. No cabía duda de que esa era la opinión de Bernice Joyce sobre los periódicos.
Reba quería informarse sobre las demás personas que habían asistido a la fiesta celebrada la noche antes de que Martha Lawrence desapareciera. También tenía la intención de seguir exprimiendo al máximo la cuestión del doctor Wilcox, aunque era posible que dijera la verdad; que hubiera dejado el pañuelo junto con el bolso de su mujer y otra persona lo hubiera sustraído.
—¿Se ha reunido con algunas de las personas que el pasado sábado fueron interrogadas por la policía, señora Joyce?
—He intercambiado impresiones con dos parejas que viven cerca de los Lawrence. A los demás no les conozco tan bien. Por ejemplo, aprecio mucho a la primera esposa de Robert Frieze, Susan. En cuanto a su segunda mujer, Natalie, me importa un bledo. Robert estaba con ella. También estaba…
Al terminar la segunda taza de café, Reba ya tenía una lista de nombres con los que trabajar.
—Quiero escribir un perfil humano de Martha Lawrence, tal como la gente la recuerda —explicó—. Lo mejor es empezar con la gente que estuvo con ella las últimas horas de su vida.
Repasó la lista.
—¿Qué le parece si le leo los nombres, a ver si están todos?
Mientras escuchaba, Bernice Joyce se dio cuenta de que estaba imaginando la sala de estar de los Lawrence. Había pensado tanto en aquella noche de la fiesta durante toda la semana que cada vez la recordaba mejor.
«El pañuelo estaba sobre aquella mesa del recibidor —pensó—. Observé que Natalie Frieze atravesaba el vestíbulo con el bolso en la mano y di por sentado que iba al tocador de señoras. Esperé a verla volver».
El rostro de otro invitado apareció en su mente. «Cada vez estoy más segura de que le vi desplazar el bolso de Rachel. El pañuelo estaba debajo».
«¿Debería hablar de esto con el detective Duggan? —se preguntó—. ¿Tengo derecho a mencionar un nombre, en el curso de una investigación policial, si no estoy absolutamente segura de que mi impresión es correcta?».
—Señora Ashby —empezó Bernice Joyce—, ¿puedo consultarle un problema? Tengo la impresión de que vi cómo cogían el pañuelo la noche de la fiesta. Estoy casi segura.
—¿Cómo dice?
Reba Ashby estaba tan sorprendida que, por un momento, perdió su compostura profesional.
Bernice volvió a mirar el mar por la ventana. «Ojalá estuviera segura al ciento por ciento», pensó.
—¿A quién vio coger el pañuelo aquella noche, Bernice, quiero decir, señora Joyce?
Bernice volvió la cabeza y miró a Reba Ashby. Los ojos de la mujer brillaban. Su lenguaje corporal sugería un tigre a punto de saltar.
Bernice comprendió de repente que había cometido un terrible error. No podía confiar en Reba Ashby.
—Creo que será mejor no seguir hablando de eso —dijo con firmeza, e hizo una señal al camarero para que le trajera la cuenta.