55

—Tengo otros libros que tal vez le interesaría consultar, Emily. ¿Puedo pasarme por su casa dentro de media hora?

—No quiero causarle más molestias, doctor Wilcox. Ya pasaré yo a recogerlos.

—No me causa la menor molestia. He de salir a hacer algunos recados.

Cuando Emily colgó y consultó la hora, se sorprendió al ver que eran las cuatro. Tras la llamada de Marty Browski, se había concedido un breve descanso y después había vuelto a investigar el material que había desplegado en el comedor para intentar identificar al asesino en serie del siglo XIX.

Había casas del Monopoly colocadas en el plano, todas señaladas con el nombre de las personas que habían vivido allí en aquella época. Había añadido casas para los Mayer, los Alian, los Williams y los Nesbitt. Los nombres de sus hijas o hijos aparecían en las listas de los que solían acudir a las reuniones, fiestas, picnics y cotillones frecuentados por Madeline Shapley, Letitia Gregg, Ellen Swain, Julia Gordon y Phyllis Gates.

Había abierto una de las cajas llevadas por George Lawrence y se había emocionado al ver los diarios y cartas que contenía. Fascinada, empezó a leerlos pero luego reparó en que antes debía terminar el estudio del material del museo.

Al final llegó a un compromiso consigo misma y trabajó con ambas fuentes a la vez. A medida que las historias personales y colectivas empezaban a desplegarse, experimentó la sensación de retroceder en el tiempo y de integrarse en el mundo de la década de 1890.

Casi deseaba haber vivido en aquella época. La vida de finales del siglo XIX se le antojaba más segura y menos exigente que la suya. De repente se preguntó si estaba loca. ¿Segura?, pensó. Tres de esas amigas que habían confiado entre sí y habían compartido reuniones, picnics y bailes murieron a la edad de diecinueve, dieciocho y veinte años, respectivamente. No habían gozado de mucha seguridad.

Un fajo de cartas que parecían muy prometedoras habían sido escritas a lo largo de los años por Phyllis Gates y Julia Gordon, cuando la familia Gates regresó a Filadelfia al terminar el verano. Era evidente que Phyllis Gates las había guardado para devolverlas después a los Lawrence.

Julia se prometió con George Henry Lawrence en el otoño de 1894. En invierno, había ido a Europa en viaje de negocios con su padre, y cuando volvió, Julia escribió a su amiga:

Querida Phyllis:

Después de estos tres largos meses, George ha regresado, y soy muy feliz. La mejor manera de que comprendas la profundidad de mis sentimientos es añadir citas de la colección de cartas que he leído en fechas recientes.

Mi intento de describir mi alegría y sentimientos cuando me encontré de nuevo con mi amado es un fracaso. Pasamos una noche muy dulce y agradable.

Y ahora estamos planeando nuestra boda, que tendrá lugar en primavera. Ojalá Madeline y Letitia fueran mis damas de honor, junto contigo. ¿Qué ha sido de nuestras queridas amigas? La familia de Madeline se ha ido a otro lugar. Douglas Carter se ha quitado la vida. Edgar Newman continúa muy deprimido. Creo que quería mucho a Letitia. Hemos de continuar conservándolos a todos, a los desaparecidos y a los muertos, en nuestros pensamientos y oraciones.

Tu amiga que te quiere, Julia.

Emily releyó la carta con los ojos húmedos. No hablaba de Ellen Swain, observó, pero luego cayó en la cuenta de que Ellen no desapareció hasta transcurrido más de un año.

«Me pregunto qué habría pensado Julia si hubiera podido ver el futuro y averiguar que Martha, su descendiente, sería hallada muerta y enterrada junto con Madeline».

Dejó la carta sobre su regazo y siguió sentada en silencio. Madeline y Martha, pensó, Letitia y Carla, Ellen ¿y…?

A menos que ocurriera algo, habría otra víctima el sábado. Ahora se había convencido de que era inevitable. «Oh, Dios, ayúdanos a encontrar una forma de detenerle», rezó.

Había pensado cerrar la puerta del comedor antes de que Clayton Wilcox llegara, pero estaba tan absorta en la lectura de las cartas que, cuando sonó el timbre de la entrada, corrió a abrir sin acordarse siquiera de apagar la luz.

Cuando abrió la puerta principal, la figura voluminosa del doctor Clayton Wilcox le causó una sensación de puro pánico. «¿Qué me está pasando?», se preguntó mientras le dejaba pasar y murmuraba un saludo.

Esperaba que le entregaría la bolsa de libros y se marcharía, pero Wilcox pasó a su lado y se adentró en el vestíbulo.

—Hace mucho fresco —dijo él.

—Claro.

Emily sabía que no podía hacer otra cosa que cerrar la puerta. Se dio cuenta de que tenía las palmas húmedas de sudor.

El doctor Wilcox sostenía la bolsa de libros mientras paseaba la vista alrededor. El arco de entrada a la sala de estar se encontraba a su derecha y mostraba una estancia en penumbra.

También había una entrada al comedor, donde una araña encendida colgaba sobre la mesa e iluminaba el tablero de dibujar con las casas del Monopoly. La mesa y las sillas atestadas de libros y papeles estaban a plena vista del doctor Wilcox.

—Veo que está trabajando —dijo—. ¿Qué le parece si dejo estos libros con los demás?

Antes de que pudiera imaginar una forma de impedírselo, el hombre ya se había plantado en el comedor, dejando la bolsa del Enoch College en el suelo, y estaba estudiando con detenimiento el tablero de dibujo.

—Podría ayudarla con esto —dijo—. No sé si le comenté que estoy intentando escribir una novela ambientada en Spring Lake durante los últimos veinticinco años del siglo XIX.

Señaló el número 15 de Ludlam Avenue, que ella había etiquetado con el nombre de Alan Carter.

—Está en lo cierto —dijo—. Aquí es donde vivió la familia Carter durante muchos años, desde 1893.

Sacó una casa de la caja y la colocó detrás de la de Emily.

—¿Alan vivía justo detrás de esta casa? —preguntó Emily, asombrada.

—En aquella época, estaba a nombre de su abuela materna. La familia vivía con ella. Cuando la anciana murió, vendieron la casa y se trasladaron a Ludlam Avenue.

—Ha llevado a cabo una profunda investigación sobre la ciudad, doctor Wilcox.

Emily notaba la garganta seca.

—La verdad es que sí. Para mi libro, por supuesto. ¿Puedo sentarme, Emily? He de hablar con usted.

—Sí, claro.

Decidió al instante que no le invitaría a entrar en la sala de estar. No quería penetrar en aquella zona a oscuras con él pisándole los talones. Eligió a propósito la silla más cercana a la puerta que daba al vestíbulo. «Si intenta algo, correré —se dijo—. Puedo salir y pedir ayuda a gritos…».

El hombre se sentó y cruzó los brazos. Incluso sentado al otro lado de la mesa, transmitía una poderosa presencia.

Sus siguientes palabras la dejaron estupefacta.

—Emily, es usted una abogada criminalista y, por lo que tengo entendido, muy buena. Creo que me he convertido en el principal sospechoso de las muertes de Martha Lawrence y Carla Harper. Quiero que me represente.

—¿La policía le ha dicho que es usted sospechoso, doctor Wilcox? —preguntó Emily para ganar tiempo.

¿Estaba jugando con ella?, se preguntó. ¿Iba a confesarle sus crímenes para después…? Intentó no terminar el pensamiento.

—Aún no, pero van a acumular pruebas de peso contra mí. Voy a decirle por qué.

—No lo haga, doctor Wilcox, se lo ruego —le interrumpió Emily—. Jamás podría representarle. Soy una testigo en cualquier proceso legal relacionado con Martha Lawrence. No olvide que yo estaba aquí cuando su cadáver, o mejor dicho, su esqueleto fue descubierto. Por lo tanto, no me cuente nada que puedan pedirme repetir bajo juramento. Como no puedo ser su abogada, no existiría el acuerdo confidencial entre abogado y cliente.

El hombre asintió.

—No se me había ocurrido. —Se levantó poco a poco—. En tal caso no le contaré nada de las grandes dificultades a que me enfrento. —Miró el tablero—. ¿Cree en la reencarnación, Emily? —preguntó.

—No.

—¿No cree que haya vivido una existencia previa… como Madeline Shapley?

La imagen del dedo con el anillo de zafiros destelló en la mente de Emily.

—No, doctor.

—Con todo lo que se ha dicho y escrito durante esta semana sobre el tema de la reencarnación, empiezo a hacerme preguntas. ¿Viví antes en una de estas casas? ¿Elegí regresar aquí por algún motivo? ¿Qué pude hacer en una vida anterior para tener que pagar tantas deudas psíquicas ahora? —De pronto se le demudó el rostro—. Ojalá se pudiera borrar un momento de flaqueza —dijo en voz baja.

Emily se dio cuenta de que, en ese momento, el doctor Wilcox ni siquiera era consciente de su presencia.

—He de tomar una decisión muy difícil —dijo él, y suspiró—. Pero es inevitable.

Emily se estremeció cuando pasó a su lado. No le siguió hasta la puerta, sino que se levantó, dispuesta a escapar desde el comedor al porche si se revolvía contra ella.

Wilcox llegó a la puerta principal y la abrió, para alivio de Emily. Entonces, se detuvo.

—Creo que sería una buena idea cerrar con llave estas puertas durante las noches siguientes, Emily —advirtió.