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—El señor Stafford ha preguntado si le importaría esperar unos minutos, señora Frieze. Ha de acabar la redacción de un contrato.

Pat Glynn, de veintitrés años, la recepcionista de Will Stafford, sonrió con nerviosismo a Natalie Frieze, que la intimidaba por completo.

«Es tan encantadora —pensó Pat—. Cada vez que entra por esa puerta creo que soy un desastre».

Cuando se había vestido aquella mañana, se había sentido muy complacida con su nuevo traje pantalón de lana rojo, pero ahora ya no estaba tan segura. No admitía comparación con el diseño y la tela del traje pantalón verde oscuro de Natalie.

Y se había hecho un corte de pelo radical que apenas le cubría las orejas, algo que dos días antes le había parecido el no va más de la moda. Sin embargo, ahora, mientras contemplaba el pelo rubio largo y sedoso de Natalie Frieze, Pat se convenció a sí misma de que había cometido un error garrafal.

Daba la impresión de que Natalie no iba maquillada, pero era imposible que tuviera tan buen aspecto sin algo de ayuda, pensó Pat, esperanzada.

—Está muy guapa, señora Frieze —dijo con timidez.

—Caramba, qué amable.

Natalie sonrió. Siempre le divertía la admiración que despertaba en la sencilla secretaria de Will, pero se dio cuenta de que el cumplido la halagaba.

—Una palabra cariñosa siempre es agradable, Pat.

—¿No se encuentra bien, señora Frieze?

—La verdad es que no. Me duele mucho la muñeca.

Levantó el brazo, de manera que la manga resbaló hacia atrás y reveló un desagradable moratón.

Will Stafford salió de su despacho.

—Siento haberte hecho esperar. ¿Qué le pasa a tu muñeca?

Natalie le besó.

—Te lo contaré durante la comida. Vámonos.

Se volvió hacia la puerta, pero antes dedicó a Pat Glynn una breve sonrisa.

—Volveré dentro de una hora, Pat —dijo Will.

—Que sea hora y media —le corrigió Natalie.

Cuando salieron, Will cerró la puerta a su espalda, pero no antes de que Pat Glynn oyera decir a Natalie:

—Esta mañana Bobby me ha dado un susto de muerte, Will. Creo que se está volviendo loco.

Estaba a punto de ponerse a llorar.

—Cálmate —dijo Willy mientras subían a su coche—. Hablaremos durante la comida.

Habían reservado una mesa en la Taberna de Rob, a unos tres kilómetros de distancia, en la vecina ciudad de Sea Girt.

Cuando estuvieron sentados y la camarera tomó nota, Will miró a Natalie con curiosidad.

—Te habrás dado cuenta de que Pat debió de oír lo que dijiste de Bob. ¿Sabes que es bastante chismosa? Seguro que en este momento está informando a su madre.

Natalie se encogió de hombros.

—A estas alturas todo me da igual. Gracias por aceptar comer conmigo. Eres mi único amigo verdadero de la ciudad, Will.

—Hay mucha gente agradable aquí, Natalie. Sí, claro, a algunos no les gustó que Bob dejara plantada a Susan por ti, pero en general son gente justa. Todos saben que el matrimonio no iba a ningún sitio, aunque Susan se esforzara por tirarlo adelante. Creo que todo el mundo opina que está mejor sin él.

—Esta sí que es una buena noticia. Me alegro mucho por ella. He dado cinco años de mi vida a Bob Frieze. Cinco años importantes. Ahora no solo está a punto de arruinarse, sino que se comporta de una forma muy rara.

Will enarcó las cejas.

—¿Rara? ¿Qué quieres decir?

—Te daré un ejemplo; algo que ocurrió anoche. Sé que Bobby te ha dicho que padece insomnio y que a veces lee hasta bien entrada la noche.

Will sonrió.

—Al mirarte, yo diría que es una pena.

Natalie sonrió.

—Por eso te obligué a comer conmigo. Necesitaba oír tu lengua de oro.

—No era consciente de esa virtud.

—Claro que sí. Bien, en lo referente a anoche… Will, bajé a las dos de la mañana y me asomé al estudio de Bobby. Ni rastro de él. Miré en el garaje y el coche no estaba. No sé adonde fue, pero esta mañana encontré en su bolsillo una nota de una mujer en la que decía que la llamara. Cuando se lo dije, se quedó sorprendido. ¡Estoy convencida de que no recordaba haberse encontrado con ella! Intentó darme una excusa barata, pero creo que había perdido la memoria. Yo diría que desde hace tiempo padece pérdidas de memoria.

Estaba alzando la voz. Will observó que la pareja de ancianos de la mesa contigua estaba escuchando con descaro su conversación.

—Será mejor que hables más bajo, Natalie —sugirió.

—No sé si quiero —replicó ella, pero continuó en un tono más bajo—. Will, no paro de pensar en aquella noche de la fiesta de los Lawrence. La noche antes de que Martha desapareciera.

—¿Y?

—Es curioso, pero ¿sabes que cuando te concentras de verdad, recuerdas pequeñas cosas? No había pensado en que Bobby llevaba aquella estúpida chaqueta de corte cuadrado que en su opinión le rejuvenece…

—Caramba, cuando te da la perra, no hay quien te pare.

Natalie le dirigió una mirada de preocupación mientras la camarera les servía las jarras de cerveza.

—Hoy sí que le he sacado de quicio —admitió Natalie—. ¿Por qué he pedido cerveza?

—Va bien con el bocadillo de comed beef.

—Te juro que si Bobby tuviera un restaurante como este en lugar de ese mausoleo del Seasoner, habría ganado bastante dinero.

—Olvídalo, Natalie. ¿Insinúas que Bobby robó el pañuelo de Rachel Wilcox?

—Estoy diciendo que cuando entraba en el tocador de señoras, lo vi en una mesita auxiliar y cuando salí, ya había desaparecido.

—¿Viste a Bobby cerca de la mesa?

Una sombra de incertidumbre cruzó la cara de Natalie.

—Estoy segura de que sí.

—¿Por qué no se lo dijiste a la policía?

—Porque hasta la otra noche nadie sabía que iban a preguntar por el pañuelo. ¿Comprendes?

—Perfectamente.

—Seguiré concentrándome en recordar aquella noche. Tal vez me acuerde de algo más —concluyó Natalie, y mordió un buen trozo de bocadillo.