—Bob, ¿qué intentas hacerme?
—No era consciente de que intentara hacerte algo.
—¿Adónde fuiste anoche?
—No podía dormir y como de costumbre bajé a leer. Terminé a las cinco, me tomé un somnífero y por una vez funcionó.
Era casi mediodía. Robert Frieze había encontrado a su mujer sentada en la sala de estar, sin duda esperándole.
—Estás muy guapa —comentó Robert—. ¿Vas a salir?
—He quedado para comer.
—Estaba pensando en invitarte.
—No te molestes. Ve a adular a tus clientes del Four Seasons, si es que encuentras alguno.
—Mi restaurante se llama The Seasoner. No es el Four Seasons.
—No, desde luego. Te doy toda la razón.
Bob Frieze miró a su bella esposa, se fijó en el cabello rubio resplandeciente, las facciones casi perfectas, los ojos de gata color turquesa. Recordó que en otro tiempo la había considerado de lo más excitante y le sorprendió sentirse cada vez más alejado de ella.
Más que alejado, comprendió. Harto. Asqueado.
Natalie vestía un traje pantalón verde oscuro hecho a medida. Obviamente nuevo. Obviamente caro. Se preguntó si encontraría sitio para él en el ropero.
—Como no voy a gozar del honor de tu compañía, me voy —dijo.
—No, no te vas. —Natalie se puso en pie de un brinco—. Lo creas o no, yo tampoco duermo muy bien. He bajado a las dos de la mañana. No estabas aquí, Bobby. Tu coche tampoco. ¿Quieres explicarme dónde has estado?
«No me lo diría si no fuera cierto —pensó Frieze muy nervioso—. No sé dónde he estado».
—Natalie, me encontraba tan cansado que lo olvidé. Fui a dar una vuelta. Quería respirar un poco de aire puro y pensar. —Buscó con cautela las palabras—. Será un revés, pero he decidido aceptar la oferta de Bonetti, aunque haya tasado el restaurante muy por debajo de su valor. Venderemos esta casa y nos trasladaremos a Manhattan; quizá tendremos que alquilar un apartamento más pequeño de lo que habíamos pensado y…
Natalie le interrumpió.
—Cuando anoche fuiste a dar una vuelta para despejar tu cabeza, por lo visto pensaste que una copa la despejaría más. Una copa con una amiga, quiero decir. Mira lo que he encontrado en tu bolsillo.
Le lanzó un trozo de papel. Él lo leyó: «Hola, guapo. Mi número es el 555-1974. No te olvides de llamar. Peggy».
—No sé cómo llegó a mi bolsillo, Natalie —dijo.
—Yo sí, Bobby. Alguien llamado Peggy lo puso ahí. Tengo noticias para ti. Vende el restaurante y esta casa. Vende tus acciones y deshazte de tus valores en cartera. Y después calcula cuánto valías el día en que me convertí en tu ruborizada esposa.
Se levantó y caminó hacia él. Acercó la cara a escasos centímetros de la suya.
—Te explicaré por qué. Porque la mitad de lo que valías aquel día es lo que pienso obtener de este matrimonio.
—Has perdido el juicio, Natalie.
—¿De veras? He pensado mucho sobre la fiesta en casa de los Lawrence, Bobby. Llevabas puesta aquella chaqueta de corte cuadrado que crees salida de las páginas de Gentleman's Quarterly. Podrías haber escondido aquel pañuelo debajo. Y a la mañana siguiente, cuando me levanté, estabas cavando en el jardín. ¿Hay alguna posibilidad de que te estuvieras desembarazando del cadáver de Martha hasta que pudieras trasladarlo al patio trasero de la casa Shapley?
—¡No puedes creer eso!
—Tal vez sí. Y tal vez no. Eres un hombre extraño, Bob. Hay veces en que me miras como si no me conocieras. Desapareces así como así, sin decirme adonde vas. Tal vez sea mi deber cívico contar al detective Duggan que me preocupa tu comportamiento. Y por tu bien, tanto como por el de las jovencitas de esta comunidad, creo que debo hacerlo.
Las venas de la frente de Robert Frieze empezaron a marcarse. Agarró la muñeca de Natalie y la apretó hasta que su mujer gritó de dolor. Su cara estaba roja de ira.
—Si le cuentas a Duggan —espetó con los dientes apretados— o a quien sea una historia como esa, ya puedes empezar a preocuparte por ti. ¿Entendido?