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Cuando el teléfono sonó a las nueve y media, Clayton Wilcox estaba en el estudio con la puerta cerrada. Rachel se había mostrado intratable durante el desayuno. Una amiga que había comprado un ejemplar del sensacionalista National Daily la había telefoneado para advertirle que contenía un espeluznante artículo de primera plana sobre su pañuelo extraviado.

Descolgó con temor, convencido de que la policía quería interrogarle de nuevo.

—¿Doctor Wilcox? —La voz era sedosa.

Aunque habían pasado más de doce años desde la última vez que la había oído, Clayton Wilcox la reconoció de inmediato.

—¿Cómo estás, Gina? —preguntó en voz baja.

—Bien, doctor, pero he leído un montón de cosas sobre Spring Lake y lo que está pasando ahí. Me supo muy mal cuando me enteré de que el pañuelo de tu mujer fue utilizado para estrangular a esa pobre chica, Martha Lawrence.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de la columna de Reba Ashby de esta mañana en el National Daily. ¿No la has leído?

—He oído hablar de ella. Pura basura. No hay confirmación oficial de que el pañuelo de mi mujer fuera usado por el asesino.

—En la columna pone que tu mujer jura que te lo dio para que lo guardaras en el bolsillo.

—¿Qué quieres, Gina?

—Doctor, desde hace mucho tiempo tengo la sensación de que te salí barata, después de todo lo que me hiciste.

Clayton Wilcox intentó tragar saliva, pero los músculos de su garganta no reaccionaron.

—Gina, lo que «te hice», por emplear tu expresión, fue responder a tus insinuaciones.

—Doctor… —El tono burlón de su voz desapareció de repente—. Podría haberos demandado a ti y a la universidad, y habría sacado una buena tajada. En cambio, permití que me convencieras de aceptar la bagatela de cien mil dólares. En este momento no me iría mal un poco más de dinero. ¿Cuánto crees que pagaría el tabloide de Reba Ashby por mi historia?

—¡No harías eso!

—Ya lo creo que sí. Tengo un hijo de siete años. Estoy divorciada y mi matrimonio fracasó porque aún estaba traumatizada por lo que me pasó en Enoch. Solo tenía veinte años. Sé que es demasiado tarde para demandar a la universidad.

—¿Cuánto quieres, Gina?

—Oh, creo que otros cien mil serán suficientes.

—No puedo disponer de tanto dinero.

—La última vez pudiste. Ahora también. Pienso ir a Spring Lake el sábado, para verte a ti o a la policía. Si no me das el dinero, mi siguiente paso será averiguar cuánto pagaría el National Daily por una sabrosa historia acerca del reverenciado ex rector del Enoch College, que perdió el pañuelo de su mujer antes de que fuera utilizado para matar a una joven. Recuerda, doctor, yo también tengo el pelo largo y rubio.

—¿En el Enoch College no aprendiste el significado de la palabra «chantaje», Gina?

—Sí, y también el de otros términos, como «acoso sexual» e «insinuaciones personales indeseadas». Te llamaré el sábado por la mañana. Adiós, doctor.