El lunes por la tarde, la excavadora enviada al 15 de Ludlam Avenue había removido sólo un pedazo de tierra antes de averiarse. Los forenses escucharon con resignación la noticia de que no habría otra disponible hasta el martes por la mañana.
Precintaron el patio y dejaron un policía vigilando la propiedad.
A las ocho de la mañana de aquel martes, antes incluso de que llegara la nueva excavadora, apareció la prensa. Furgonetas de los canales de televisión invadieron las silenciosas calles. Algunos helicópteros sobrevolaron la zona mientras un cámara tomaba fotos aéreas del patio. Reporteros armados con micrófonos esperaban para observar al equipo forense que examinaba cada palada de tierra.
Emily, con chándal y gafas de sol, se mezcló con la gente apostada en la acera, formando silenciosos y sombríos grupos, y escuchó sus comentarios.
Todo el mundo sabía que los investigadores estaban buscando otro cadáver. Pero ¿de quién? Casi con toda seguridad el de Carla Harper, aquella joven desaparecida hacía dos años, susurraban entre sí. La gente se había enterado de que la policía dudaba seriamente de que Carla hubiera llegado a abandonar Spring Lake.
Dos preguntas estaban en labios de todos: «¿Por qué han decidido buscar aquí?» y «¿Acaso alguien ha confesado un crimen?».
Emily escuchaba mientras una abuela de aspecto juvenil empujaba un carrito de niño con aire sombrío.
—Recemos para que lo detengan cuanto antes. Es demasiado aterrador pensar que un asesino anda suelto por la ciudad. Mi hija, la madre de este bebé, solo tiene unos años más que Martha Lawrence y Carla Harper.
Emily recordó lo que había leído en el libro de Phyllis Gates: «Mi madre se ha convertido en mi feroz guardiana y ni siquiera me deja pasear por la calle si no voy acompañada».
«Tu madre tenía razón», pensó Emily. El lunes, hasta bien pasada la medianoche, había estado preparando su plano de la ciudad, señalando las calles tal como eran en la época del primer asesinato. Sobre una cartulina había colocado en su sitio las casas del Monopoly, indicando dónde habían vivido los Shapley, los Carter, los Gregg y los Swain.
No lejos de ella, reconoció a la columnista del National Daily y dio media vuelta a toda prisa para volver a casa. «No quiero que me eche el lazo —pensó Emily—. Después de lo de la semana pasada, no quiero estar aquí si van a desenterrar más cadáveres. Ya sé todo lo que me hace falta sobre el número 15 de Ludlam Avenue».
Pero aún no veía una razón capaz de apuntar con el dedo de la culpa al asesino del siglo XIX.
Reba Ashby había visitado el lugar de los hechos el lunes y el martes. Escribía furiosamente sus impresiones. Era la historia más interesante de toda su carrera y pensaba aprovecharla al máximo.
Cerca de ella, Irene Cornell, de la radio CBS, estaba retransmitiendo su informe.
—Sorpresa e incredulidad aparecen en los rostros de todos los habitantes de esta tranquila ciudad de estilo Victoriano mientras esperan a ver si aparecerá el cadáver de otra joven desaparecida —empezó melodramática.
A las nueve y media, casi una hora y media después del inicio de los trabajos, los curiosos vieron que la excavadora se paraba con brusquedad y el equipo forense se apresuraba a mirar en el hoyo del que habían sacado la última paletada de tierra.
—¡Han encontrado algo! —gritó una persona.
Los reporteros que invadían el jardín, de espaldas a la casa, empezaron a hablar por sus micrófonos con las cámaras enfocadas en la excavadora.
Los espectadores locales, algunos aferrados a una mano amiga, aguardaban en silencio. La llegada de un coche fúnebre del depósito de cadáveres confirmó a todos que se habían encontrado restos humanos. El fiscal llegó en un coche de policía y prometió que más tarde haría una declaración.
Media hora después, Elliot Osborne avanzó hacia los micrófonos. Confirmó que habían encontrado un esqueleto completo envuelto en el mismo plástico grueso que había contenido los restos de Martha Lawrence. También habían descubierto un cráneo humano y varios huesos sueltos unos centímetros más abajo. No haría más declaraciones hasta que el médico forense hubiera hecho un examen completo y un informe de los cuerpos.
Osborne se negó a contestar a las docenas de preguntas que le gritaron. La más perentoria fue:
—¿No demuestra esto categóricamente que por las calles de esta ciudad anda suelto un asesino en serie reencarnado?
Tommy Duggan y Pete Walsh habían pensado seguir al coche fúnebre desde el lugar de los hechos hasta el depósito de cadáveres, pero se demoraron para hablar con Margo Thaler, la actual propietaria de la casa, de ochenta y dos años.
Estaba sentada en la sala de estar, muy afectada, y bebía una taza de té que una vecina le había preparado.
—No sé si podré salir al patio otra vez —dijo a Tommy—. Tenía macizos de rosas donde han encontrado el esqueleto. Me ponía de rodillas y arrancaba las malas hierbas justo encima de ese lugar.
—Señora Thaler, nos ocuparemos de que se lleven todos los restos —dijo Tommy, tranquilizador—. Podrá volver a plantar sus macizos de rosas. Me gustaría hacerle unas preguntas y luego nos iremos. ¿Desde cuándo vive aquí?
—Desde hace cuarenta años. Soy la tercera propietaria de la casa. Se la compré a Robert Frieze padre. Fue el dueño durante treinta años.
—¿El padre de Robert Frieze, el propietario de The Seasoner?
Una expresión desdeñosa cruzó el rostro de Margo Thaler.
—Sí, pero Bob no se parece en nada a su padre. ¡Se divorció de su adorable esposa para casarse con esa Natalie! Después abrió el restaurante. Mis amigas y yo fuimos una vez. Precios altos y mala comida.
«Parece que Bob Frieze no tiene muchos admiradores en esta ciudad», pensó Tommy mientras empezaba a hacer cálculos.
Durante las últimas cuatro décadas la señora Thaler había sido propietaria de la casa que había pertenecido a la familia Frieze los treinta años anteriores. Eso significaba que Bob Frieze nació diez años después de que su padre comprara la casa y vivió en ella los primeros veinte de su vida. Tommy archivó esta información en su cabeza para analizarla más tarde.
—Señora Thaler, creemos que el esqueleto corresponderá a los restos de una joven desaparecida dos años atrás, el 5 de agosto. Creo que se habría dado cuenta si alguien hubiera cavado en su jardín en esa época.
—Desde luego.
«Lo cual significa que guardaron los restos en otro sitio hasta poder enterrarlos aquí sin peligro», pensó Tommy.
—Señora Thaler, he servido en la policía de Spring Lake durante ocho años —dijo Pete Walsh.
La mujer le miró fijamente.
—Oh, claro. Perdone. Tendría que haberle reconocido.
—Creo recordar que tenía por costumbre marchar a Florida en octubre y no volver hasta mayo. ¿Aún lo hace? —preguntó Pete.
—Sí.
«Eso lo explica todo —pensó Tommy—. El asesino de Carla guardó su cadáver en otra parte, tal vez en un congelador, hasta poder enterrarlo aquí sin problemas».
Se levantó.
—Agradezco su colaboración y su amabilidad, señora Thaler.
La anciana asintió.
—Sé que habrá parecido muy egoísta preocuparme por el hecho de arrodillarme sobre una tumba. Estoy segura de que no pasará mucho tiempo antes de que mis hijos y nietos se arrodillen ante la mía. Las rosas eran bonitas. Si no sobreviven a la excavación, las sustituiré. En cierto sentido, estaban adornando la tumba de esa pobre chica.
Tommy ya se dirigía a la puerta, cuando se le ocurrió otra pregunta.
—Señora Thaler, ¿cuántos años tiene esta casa?
—Fue construida en 1874.
—¿Sabe de quién era en aquel tiempo?
—De la familia de Alan Carter. Les perteneció durante cincuenta años, hasta que la vendieron a Robert Frieze padre.
El doctor O'Brien aún estaba examinando los restos cuando Tommy Duggan y Pete Walsh llegaron al depósito de cadáveres.
Un ayudante tomaba nota, mientras O'Brien dictaba.
Tommy Duggan escuchaba los datos y recreaba en su mente la descripción de Carla Harper que había encima de su escritorio: «Un metro sesenta de estatura, cuarenta y ocho kilos, ojos azules, cabello oscuro».
La foto del expediente mostraba a una joven atractiva y vivaracha, con el pelo largo hasta los hombros. Ahora, mientras escuchaba la austera descripción del peso de los huesos y el tamaño de los dientes, Tommy pensó: «Nunca seré lo bastante duro para acostumbrarme a esta parte».
El resumen de los hallazgos era casi idéntico al que había escuchado el jueves. El esqueleto pertenecía a una mujer joven. Causa de la muerte: estrangulación.
—Mirad esto —dijo O'Brien a Duggan y Walsh. Levantó con las manos enguantadas filamentos de material—. ¿Veis estas cuentas metálicas? Es un pedazo del mismo pañuelo encontrado alrededor del cuello de Martha Lawrence.
—¿Quieres decir que, cuando alguien robó el pañuelo en la fiesta, suponiendo que fuera así, no solo lo utilizó para matar a Martha, sino que lo cortó para poder usarlo de nuevo? —preguntó Pete Walsh con incredulidad.
Duggan le miró fijamente.
—Ve a tomar un poco el aire. No quiero que me vomites encima.
Walsh asintió con náuseas mientras salía del depósito.
—No le culpo por marearse —dijo Tommy Duggan, airado—. ¿Te das cuenta de lo que significa esto, Doc? Ese asesino está siguiendo el calendario de la década de 1890. Tal vez no haya nada personal en el hecho de haber matado a Martha Lawrence, o… —echó un vistazo a la figura tendida sobre la mesa— a Carla Harper. Fueron elegidas porque tenían más o menos la edad de las mujeres desaparecidas en la década de 1890.
—Una comparación de las fichas dentales establecerá si esta mujer es Carla Harper. —El doctor O'Brien se ajustó las gafas—. Los restos de esqueleto que encontramos llevaban enterrados mucho más tiempo que el esqueleto completo. Calculo que estaban ahí desde hace cien años o más. Reconstruiremos las facciones de la calavera, pero tardaremos bastante. De todos modos, yo diría que pertenecía a una joven de no más de veinte años.
—Carla Harper y Letitia Gregg —dijo Tommy Duggan en voz baja.
—A juzgar por los nombres escritos en la postal, parece lo más probable —admitió el doctor O'Brien—. Hay algo más que tal vez te interese.
Levantó una bolsa de plástico pequeña para que Duggan la viera.
—Creo que se trata de un par de pendientes antiguos —explicó O'Brien—. Granates montados en plata, con una perla en forma de lágrima. La abuela de mi mujer tenía unos muy parecidos.
—¿Dónde los encontraste?
—Igual que la vez anterior. Dentro de la mano del esqueleto. Supongo que el asesino no pudo conseguir un hueso de dedo, pero quería que captáramos la relación entre los dos conjuntos de restos.
—¿Crees que encontró esos pendientes en el suelo?
—Nadie puede contestar a eso. Tuvo mucha suerte si encontró los dos. De todos modos, si la chica los llevaba, seguirían intactos, porque estaban sujetos a los lóbulos, que se desintegraron hace mucho tiempo. ¿Cuándo dices que desapareció la tercera muchacha de la década de 1890?
—Ellen Swain desapareció el 31 de marzo, treinta y un meses y veintiséis días después de que Letitia Gregg desapareciera un 5 de agosto. Carla Harper desapareció un 5 de agosto. Hará treinta y un meses y veintiséis días este sábado, 31 de marzo.
Tommy sabía que estaba pensando en voz alta más que contestando a la pregunta.
—Madeline y Martha un 7 de septiembre, Letitia y Carla un 5 de agosto, y el siguiente aniversario es este sábado —dijo lentamente el doctor O'Brien—. ¿Crees que el asesino se propone elegir otra víctima y enterrarla con Ellen Swain?
Tommy Duggan se sentía muy cansado. Esa sería la pregunta que harían todos los periodistas.
—Doctor O'Brien, espero y deseo que no sea así, pero te prometo que todas las fuerzas de la ley de esta zona van a actuar sobre la premisa de que un psicópata está planeando elegir y asesinar a otra joven de esta ciudad dentro de cuatro días.
—Yo que tú también lo supondría —dijo el médico forense mientras se quitaba los guantes—. Y con todos los respetos a nuestras fuerzas de la ley, voy a enviar a mis dos hijas a Connecticut, a casa de su abuela para todo el fin de semana.
—No te culpo, doctor —dijo Tommy—. Lo entiendo muy bien.
«Y yo voy a hablar con el doctor Clayton Wilcox, cuya esposa afirma que le dio el pañuelo la noche de la fiesta de los Lawrence», pensó mientras la rabia bullía en su interior.
«Tanto Pete como yo intuimos que Wilcox nos mintió el otro día en casa de Will Stafford —se dijo—. Ahora ha llegado el momento de arrancarle la verdad».