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—Su padre ha venido a verle, señor Stafford.

La voz de la recepcionista sonaba perpleja, como si estuviera diciendo: «Ni siquiera sabía que su padre estaba vivo».

—¡Mi padre! —Will Stafford tiró a un lado la pluma que sostenía. Irritado y consternado, esperó a estar seguro de que hablaría con voz serena—. Hágale entrar.

El pomo de la puerta giraba lentamente. «Teme verme cara a cara —pensó—, y que le eche a patadas». No se levantó; siguió sentado muy tieso ante el escritorio y procuró que cada centímetro de su cuerpo comunicara el desagrado que le causaba la intrusión.

La puerta se abrió poco a poco. El hombre que entró era una sombra del que había sido un año antes. Desde entonces, su padre había perdido veinte kilos como mínimo. Su tez era de un amarillo cerúleo y los pómulos destacaban bajo la piel tensa. La mata de pelo cano que Will recordaba, y que él había heredado, se reducía ahora a unos mechones sueltos de un gris sucio.

«Sesenta y cuatro años, y aparenta ochenta y cuatro —pensó Will—. ¿Debo sentir pena por él y echarle los brazos al cuello?».

—Cierra la puerta —ordenó.

Willard Stafford padre asintió y obedeció. Ninguno de los dos reparó en que la puerta no se cerraba por completo.

Will se levantó con parsimonia. Alzó la voz, escupiendo las palabras.

—¿Por qué no me dejas en paz? ¿No comprendes que no quiero saber nada de ti? ¿Quieres que te perdone? Bien, te perdono. Ya te puedes largar.

—Will, cometí errores, lo admito. No me queda mucho tiempo. Quiero hacer las paces contigo.

—No puedes. Ahora vete y no vuelvas.

—Tendría que haberlo comprendido. Eras un adolescente…

El hombre empezó a alzar la voz.

—¡Cállate!

En dos zancadas, Will Stafford se plantó ante su padre. Sus fuertes manos sujetaron los delgados y temblorosos hombros del anciano.

—Pagué por lo que otro hizo. No me creíste. Podrías haberte permitido el lujo de contratar a todo un bufete para que me defendiera. En cambio, te lavaste las manos y dejaste tirado a tu único hijo. Me repudiaste en público. Pero ahora ese historial juvenil está cerrado. No necesito que vengas a destruir todo lo que he construido durante los últimos veintitrés años. Lárgate de aquí. Vuelve a tu coche. Regresa a Princeton y quédate allí.

Willard Stafford padre asintió. Dio media vuelta con los ojos húmedos y tanteó en busca del pomo. Se detuvo.

—Prometo que no volveré. Solo quería verte cara a cara por última vez y pedirte perdón. Sé que te fallé. Pensé que tal vez comprenderías…

Su voz enmudeció.

Will no contestó.

Su padre suspiró y abrió la puerta.

—Es por… —murmuró más para sí que para Will— es por lo que está pasando en esta ciudad. Me refiero a la chica cuyo cadáver encontraron. Me preocupé. Ya sabes…

—¿Tienes la osadía de venir a decirme eso a mí? ¡Lárgate! ¿No me has oído? ¡Lárgate!

A Will Stafford no le importó gritar ni que Pat, la recepcionista, le escuchara. Lo único que le importaba era controlar su furia ciega antes de que rodeara con las manos la garganta esquelética del hombre que le había engendrado y la apretara hasta estrangularlo.