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El lunes por la mañana, Robert Frieze empezó la semana discutiendo con Natalie. El hecho de que tuviera una cita con Dominic Bonetti, el comprador en potencia de The Seasoner, precipitó su amarga disputa.

Insomne como de costumbre, salió de casa para correr a las seis y media, intentando aliviar la tensión de la inminente entrevista. Debía mostrarse muy seguro de sí mismo ante Bonetti.

Cuando regresaba del North Pavilion, divisó a su ex mujer corriendo hacia él y salió del paseo marítimo para no cruzarse con ella. Debía pagarle a fin de mes la pensión alimenticia semestral y no era el día más adecuado para preguntarse de dónde iba a sacar el dinero.

Volvió a casa todavía más tenso y descubrió disgustado que Natalie ya estaba sentada a la mesa de la cocina. Había esperado tomar una taza de café con tranquilidad y repasar las cifras recopiladas durante la noche.

—¿Es este el nuevo horario? —preguntó con brusquedad—. Durante los últimos tres días te has levantado con los pájaros. ¿Qué ha sido del sueño embellecedor que tanto proclamas necesitar?

Le irritó ver los estados de cuentas en los que había trabajado antes del amanecer esparcidos sobre la mesa.

—Es muy difícil dormir sin motivos para estar cansada —replicó ella.

El comentario era la forma que tenía Natalie de recordarle que, desde que había empezado a abrir el restaurante los domingos por la noche, pasaba esas veladas sola.

Entonces empezó a atacarle.

—Bob —dijo—, ¿quieres hacer el favor de decirme qué significan estas cifras? Sobre todo las de la última página. No pensarás vender el restaurante por esa miseria, ¿verdad? Es como si lo regalaras.

—Sería mejor regalarlo que arruinarse —repuso con frialdad Bob—. Por favor, Natalie, intento prepararme para la reunión de hoy. Con un poco de suerte cerraré el trato y me quitaré este peso de encima. Dom Bonetti me tiene entre la espada y la pared, y seguro que lo sabe. He de hacer una oferta que no pueda rechazar.

—Bien, a menos que yo no sepa sumar o restar, me parece que tu oferta nos deja casi a dos velas. Cuando te empeñaste en llevar a la práctica tu fantasía hostelera, te dije que deberías haber vendido aquellas acciones en lugar de pedir un préstamo sobre ellas. Ahora, salvo que obtengas un precio elevado por el restaurante, cosa que dudo, después de echar un rápido vistazo a estos cálculos, tendrás que vender las acciones para pagar los préstamos.

Natalie hizo una pausa y continuó con voz todavía más airada y desdeñosa.

—Confío en no tener que recordarte que las acciones han perdido la mitad del valor que tenían cuando pediste préstamos sobre ellas.

Bob sintió un nudo en el estómago y su pecho empezó a arder. Extendió una mano.

—Dame esos papeles.

—Cógelos tú mismo.

Natalie tiró los papeles al suelo y los pisó cuando salió de la cocina.

Cinco horas más tarde, Bob meneó la cabeza y miró los papeles que sujetaba. Había un agujero ovalado en uno de ellos. Entonces recordó: el tacón del zapato de Natalie lo había perforado al pisarlo.

Era lo último que recordaba: su discusión en la cocina y el ruido de la puerta del dormitorio al cerrarse con estrépito en el piso de arriba. Cerró los ojos un momento.

Los abrió lentamente y paseó la vista alrededor. Estaba en la oficina del restaurante, en el segundo piso, vestido con chaqueta azul oscuro y pantalones grises.

Consultó su reloj. Era casi la una. ¡La una en punto! El posible comprador, Dominic Bonetti, llegaría en cualquier momento. Habían acordado negociar la venta mientras comían.

Bob intentó concentrarse en las cifras recopiladas. Sonó el teléfono. Era el jefe de comedor.

—El señor Bonetti ha llegado. ¿Le acomodo en su mesa?

—Sí. Enseguida bajo.

Entró en su cuarto de baño particular y se mojó la cara. A instancias de Natalie, se había hecho cirugía estética en los ojos. Se había estirado los párpados y las bolsas que empezaban a formarse bajo los ojos habían desaparecido, pero los resultados no eran halagadores. Cuando se miró en el espejo, le pareció que la mitad superior de su cara no concordaba con la inferior. Era algo desconcertante que lo alarmó. Siempre se había enorgullecido de su apostura. Ya no era así.

No valía la pena preocuparse por eso, pensó mientras se peinaba. Se apresuró a bajar.

Era lunes y no tenía muchas mesas reservadas, pero había contado con la gente que entraba sin reserva previa para que el lugar pareciera razonablemente frecuentado. Notó que las palmas de las manos empezaban a sudarle cuando entró en el comedor y vio que solo había seis mesas ocupadas. Dominic Bonetti le estaba esperando con una libreta abierta en la mano.

¿Era una buena señal?

Había conocido a Bonetti en un partido de golf. Era un hombre corpulento, no muy alto, con una gruesa mata de pelo negro y astutos ojos oscuros. Era extrovertido y, cuando no hablaba, proyectaba un aire de serena confianza en sí mismo.

No empezaron a hablar de negocios hasta terminar el salmón a la parrilla, que estaba seco e insípido. Bob solo había logrado seguir la conversación con gran esfuerzo.

Cuando sirvieron los cafés, Bonetti fue al grano.

—Usted quiere salir de este lugar. Yo quiero entrar. No me pregunte por qué. No lo necesito. Tengo cincuenta y nueve años y más dinero del que podré gastar nunca. Pero echo de menos tener un restaurante. Lo llevo en la sangre. Y está muy bien situado.

Sin embargo, durante la media hora siguiente, Bob averiguó las deficiencias de The Seasoner.

—Sé que ha gastado una fortuna en la decoración, pero no invita a entrar. Es fría y desagradable… La cocina es ineficaz…

Natalie había elegido al cotizado diseñador de interiores. El primer chef que Bob había contratado, aquel fenómeno de Madison Avenue, dictó el funcionamiento de la cocina.

El precio que Dominic Bonetti ofrecía era medio millón de dólares inferior al precio mínimo que Bob Frieze pensaba que aceptaría.

—Es su oferta inicial —dijo con una sonrisa nerviosa—. Le haré una contraoferta.

Los modales afables de Bonetti se desvanecieron.

—Si compro este lugar, voy a gastar mucha pasta en re-modelarlo a mi gusto y en contratar a personal de primera clase —dijo con calma—. Ya le he dicho mi precio. No consideraré una contraoferta. —Se levantó con una sonrisa agradable en el rostro—. Piénselo, Bob. Es un precio justo considerando lo que hay que hacer y deshacer. Si decide no aceptar, no le guardaré rencor. A mi esposa le encantará.

Extendió la mano.

—Llámeme.

Bob esperó a que Bonetti saliera del comedor. Después atrajo la atención del camarero y alzó su copa de vino vacía.

Un momento después, el camarero llegó hasta él con una botella y un teléfono móvil.

—Una llamada urgente de la señora Frieze, señor.

Para su sorpresa, Natalie no le preguntó cómo había ido la entrevista con Bonetti.

—Acabo de enterarme de que una excavadora está levantando el patio trasero del número 15 de Ludlam Avenue. Se rumorea que andan buscando el cadáver de Carla Harper, la chica que desapareció hace dos años. ¡Dios mío, Bob, Ludlam Avenue, 15! ¿No es la casa en que vivió tu familia cuando eras pequeño?