El agudo sonido del timbre de la puerta fue una intrusión. Rachel había ido en coche a Rumson para comer con unas amigas, y Clayton Wilcox había conectado su ordenador para trabajar varias horas ininterrumpidas en su novela.
Desde la reunión en casa de Will Stafford, Rachel se había mostrado indignada y suspicaz por los motivos que tenía el detective Duggan para preguntar sobre su pañuelo extraviado.
«No creerás que esté relacionado con la muerte de Martha, ¿verdad, Clayton?», había preguntado varias veces. Luego, contestando a sus propias preguntas, descartó la posibilidad como ridícula.
Clayton no le había llevado la contraria. Había estado a punto de decir: «Tu pañuelo extraviado está absolutamente relacionado con la muerte de Martha, y tú me implicaste al pregonar ante todo el mundo que me habías pedido que lo guardara en mi bolsillo», pero se contuvo.
Cuando abrió la puerta, comprendió que casi había esperado ver al detective Duggan. En cambio, era una mujer desconocida, menuda, de labios apretados e inquisitivos ojos grises.
Antes de que abriera la boca, ya estaba seguro de que era periodista. Aun así, su pregunta le dejó estupefacto.
—Doctor Wilcox, el pañuelo de su mujer no ha aparecido desde la fiesta en casa de los Lawrence, la noche anterior a la desaparición de Martha. ¿Por qué hace la policía tantas preguntas sobre él?
Clayton Wilcox agarró el pomo con un movimiento convulsivo y empezó a cerrar la puerta. La mujer habló con rapidez.
—Doctor Wilcox, me llamo Reba Ashby. Trabajo para el National Daily y, antes de que escriba mi artículo sobre el pañuelo desaparecido, quizá le beneficiaría contestar a unas cuantas preguntas.
Wilcox meditó un momento y abrió la puerta un poco, pero no la invitó a entrar.
—No tengo ni idea de por qué la policía se interesó por el pañuelo de mi mujer —dijo en tono decidido—. Para ser más preciso, querían saber si se había extraviado algo la noche de la fiesta. Mi mujer se había quitado el pañuelo y me pidió que lo pusiera con su bolso, que estaba sobre una mesa auxiliar del vestíbulo.
—Tengo entendido que su mujer dijo a la policía que le pidió que lo guardara en su bolsillo —dijo Ashby.
—Mi mujer me pidió que lo guardara con su bolso, y eso fue lo que hice. —Wilcox notó gotas de sudor en su frente—. Estaba a la vista de todo el mundo y cualquiera pudo haberlo cogido en el transcurso de la velada.
Era la oportunidad que Reba esperaba.
—¿Por qué lo iba a coger alguien? ¿Insinúa que lo robaron?
—No insinúo nada. Tal vez alguien lo sacó de debajo del bolso de mi mujer.
—¿Para qué?
—No tengo ni idea. Ahora, si me permite…
Esta vez Clayton Wilcox cerró la puerta sin hacer caso de la voz de Reba.
—Doctor Wilcox, ¿conocía a la doctora Lillian Madden? —preguntó a través de la puerta.
Una vez acomodado de nuevo ante su escritorio, Wilcox contempló la pantalla. No encontró sentido a las palabras que acababa de escribir. No le cabía duda de que Reba Ashby redactaría un artículo sensacionalista sobre el pañuelo. Inevitablemente él sería el centro de una feroz publicidad. ¿Cuánto tiempo tardaría el periodicucho para el que ella escribía en escarbar en su pasado? ¿Hasta qué punto lo había investigado ya la policía?
Según los periódicos, los archivos de la consulta de la doctora Madden habían sido destruidos.
¿Todos?
¿Tendría que haber admitido que fue a su consulta?
El teléfono sonó. «Cálmate —se dijo Wilcox—, nadie ha de notar que estás nervioso».
Era Emily Graham, que le preguntaba si podía pasar a devolverle los libros.
—Por supuesto —dijo con voz plácida—. Será un placer verla de nuevo. Venga cuando quiera.
Cuando colgó el auricular, se reclinó en su butaca. Una imagen de Emily Graham cruzó por su mente.
Una nube de pelo castaño oscuro sujeto por una hebilla en la nuca, los bucles que escapaban sobre su frente y su cuello…
La nariz aguileña esculpida…
Las espesas pestañas que enmarcaban sus grandes ojos inquisitivos…
Clayton Wilcox suspiró, acercó las manos al teclado y empezó a escribir. «Su necesidad era tan inmensa que ni las indecibles consecuencias de lo que se disponía a hacer podrían detenerle».