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Reba Ashby, la reportera del National Daily, había reservado una habitación en el hotel The Breakers de Spring Lake para toda la semana. Era una mujer menuda y de facciones afiladas cercana a la cuarentena. Pensaba sacarle todo el jugo posible a la historia del asesino en serie reencarnado.

El lunes por la mañana, estaba desayunando con parsimonia en el comedor del hotel, al acecho de alguien con quien poder conversar. Al principio solo vio hombres de negocios a los que sería inútil interrumpir. Necesitaba encontrar a alguien que quisiera hablar de los asesinatos.

Su directora se mostraba tan contrariada como ella por no haber podido entrevistar a la doctora Lillian Madden antes de que la asesinaran. Había intentado ponerse en contacto con la doctora durante todo el viernes, pero la secretaria no había pasado las llamadas. Y aunque consiguió una entrada para la conferencia de la doctora Madden del viernes por la noche, no pudo hablar con ella en privado.

Reba creía tanto en la reencarnación como en los elefantes voladores, pero la conferencia le había parecido muy interesante, y lo que estaba pasando en Spring Lake era lo bastante peculiar como para preguntarse si podía existir un asesino en serie reencarnado.

También había observado la sorpresa de la doctora Madden cuando Chip Lucas, del New York Daily News, le preguntó si alguien le había pedido retroceder a la década de 1890. Y la doctora había puesto punto final a la sesión de ruegos y preguntas de la noche.

Aunque no había podido llegar antes de las diez y media, la doctora Madden se encontraba en su consulta cuando murió. ¿Estaría estudiando el historial de un paciente que había pedido retroceder hasta la década de 1890?, se preguntó. Al menos eso le proporcionaba un buen enfoque para otro artículo sobre el asesino en serie de Spring Lake.

Reba, aunque estaba endurecida por su trabajo, se había sentido muy impresionada por el asesinato a sangre fría de la doctora Madden. Se había enterado poco después de asistir a la misa en recuerdo de Martha Lawrence y había escrito sobre ambos acontecimientos para el siguiente número del National Daily.

Ahora quería conseguir una entrevista en exclusiva con Emily Graham. Pulsó el timbre de su casa el domingo por la tarde, pero nadie contestó. Cuando pasó de nuevo por allí una hora más tarde, vio a una mujer en el porche, agachada como si estuviera deslizando algo por debajo de la puerta.

Reba alzó la vista esperanzada cuando vio que la mesa de al lado se había vaciado y la jefa de comedor guiaba hacia ella a una mujer que aparentaba setenta y muchos años.

—La camarera la atenderá enseguida, señora Joyce —prometió la jefa de comedor.

Cinco minutos más tarde, Reba y Bernice Joyce estaban enzarzadas en una animada conversación. Que la señora Joyce fuera amiga de la familia Lawrence era un golpe de suerte, pero el hecho de que todos los invitados a la fiesta celebrada en casa de los Lawrence la noche antes de la desaparición de Martha hubieran sido interrogados en un grupo que la incluía a ella, era el tipo de coincidencia por el que rezaban los periodistas de la prensa amarilla.

Sometida al hábil interrogatorio de Reba, la señora Joyce explicó que les habían llamado de uno en uno para hablar con los dos detectives. Las preguntas eran generales, excepto cuando preguntaron si sabían de algo que se hubiera extraviado aquella noche.

—¿Se extravió algo? —preguntó Reba.

—Yo no sabía nada, pero después de hablar de uno en uno, todos fuimos interrogados en grupo. Los detectives preguntaron si alguien había reparado en el pañuelo de la señora Wilcox. Al parecer ese era el objeto perdido. Sentí lástima por el pobre doctor Wilcox. Delante de todo el grupo, Rachel se comportó con mucha brusquedad; le culpó de no haberse guardado el pañuelo en el bolsillo cuando ella se lo había pedido.

—¿Puede describir el pañuelo?

—Lo recuerdo muy bien, porque estaba al lado de Rachel cuando Martha, pobre criatura, le alabó el gusto. Era un pañuelo de raso de tono plateado, con cuentas metálicas. Bastante llamativo para Rachel, por cierto. Tiende a vestir de una forma más conservadora. Tal vez por eso se lo quitó al poco rato.

A Reba se le hizo la boca agua al pensar en su siguiente artículo. La policía había dicho que Martha había muerto por estrangulación. No se habrían interesado por el pañuelo si no hubiera sido importante.

Estaba tan ocupada imaginando el titular que no se fijó en lo silenciosa que se había quedado su compañera de la mesa de al lado.

«Estoy segura de que vi el bolso de Rachel sobre la mesa del vestíbulo —pensó Bernice—. Desde donde yo estaba sentada, lo veía. No me fijé si estaba encima de algo. Pero después, ¿puede ser que viera a alguien moviendo el bolso y cogiendo lo que había debajo?».

Estaba tratando de poner una cara a la figura.

«¿O lo estoy imaginando de tanto hablar de ello? No hay peor idiota que un idiota viejo. No voy a hablar de esto con nadie, porque no estoy segura», decidió Bernice.