La mañana del lunes muy temprano Eric Bailey participó como invitado en el telediario del canal de televisión de Albany.
Enclenque y de estatura media, con el pelo alborotado y unas gafas sin montura que dominaban su cara enjuta, no impresionaba ni por su apariencia ni por sus modales. Hablaba con voz nerviosa y aguda.
El presentador del programa no se había alegrado al ver el nombre de Bailey en la lista de invitados.
—Siempre que ese tipo aparece ante las cámaras, oyes el sonido de todos los mandos a distancia de Albany cambiando de canal —se lamentó.
—Un montón de gente de esta zona ha invertido en su empresa. Las acciones se han cotizado a la baja desde hace un año y medio. Ahora, Bailey afirma que tiene un nuevo software que revolucionará la industria informática —replicó el responsable de la sección de economía—. Puede que hable como un capullo, pero valdrá la pena oírle.
—Gracias por el cumplido. Gracias a los dos.
Eric Bailey había entrado con sigilo en el estudio, sin que los dos hombres le oyeran acercarse.
—¿Qué les parece si aguardo en la sala de espera hasta que estén preparados para recibirme? —preguntó, con una leve sonrisa, como si disfrutara de su desconcierto.
Las cámaras de seguridad de alta tecnología que iba a instalar en la casa de Emily ya estaban empaquetadas en su furgoneta, y nada más terminar la entrevista televisada, Eric Bailey salió en dirección a Spring Lake.
Sabía que no debía conducir demasiado deprisa. La rabia combinada con la humillación le impulsaban a pisar el acelerador y a zigzaguear entre el tráfico, aterrorizando a los ocupantes de los vehículos que adelantaba.
Provocar miedo era su respuesta a los rechazos sufridos en su vida, a los desaires y al ridículo.
Había aprendido a utilizar el miedo como arma cuando tenía dieciséis años. Había invitado a tres chicas, una tras otra, a ir al baile de fin de año con él. Todas se negaron. Después empezaron las burlas, las bromas.
¿Hasta dónde debería llegar Eric Bailey para conseguir una cita?
Karen Fowler era quien hacía la mejor imitación de él tratando de invitar a una chica. Y él la había oído.
—«Karen, me gustaría mucho… quiero decir, ¿querrías…? Sería maravilloso que…». Y entonces se puso a estornudar —contaba Karen Fowler a su público, y reía con tal fuerza que casi se quedaba sin aliento—. El pobre gilipollas empezó a estornudar, ¿podéis creerlo?
Él era el mejor estudiante del instituto y ella le llamaba «pobre gilipollas».
La noche del baile había esperado con su cámara en el bar al que todo el mundo iba cuando la banda se retiraba. Cuando empezaron a beber y fumar hierba, tomó fotos a escondidas de una Karen con los ojos vidriosos, recostada contra su ligue, con el carmín corrido y el tirante del vestido sobre el brazo.
Le enseñó las fotos en el instituto al cabo de un par de días. Aún recordaba cómo había palidecido. Después lloró y suplicó que se las entregara.
—Mi padre me matará —dijo—. Por favor, Eric.
Él las guardó en el bolsillo.
—¿Quieres imitarme ahora? —preguntó con frialdad.
—Lo siento. Por favor, Eric, lo siento muchísimo.
Se había asustado tanto temiendo que una noche llamara al timbre de su casa y entregara las fotos a su padre o que las enviara por correo…
Después, siempre que se cruzaba con él en el pasillo del instituto, le dirigía una mirada suplicante y atemorizada. Y por primera vez en su vida, Eric Bailey se había sentido poderoso.
El recuerdo le calmó. Encontraría una forma de castigar a los dos que le habían humillado aquella mañana. Bastaría con pensar un poco.
En función del tráfico, llegaría a Spring Lake entre la una y las dos.
Ya conocía muy bien la ruta. Era su tercer viaje de ida y vuelta desde el miércoles.