35

Nicholas Todd llamó a Emily a las nueve y cuarto de la mañana del domingo.

—Supongo que la cita sigue en pie —dijo.

—Por supuesto. El Old Mill sirve un brunch fabuloso, según me han dicho. He reservado una mesa para la una.

—Estupendo. Estaré en tu casa alrededor de las doce y media, si te va bien. Por cierto, espero no haberte llamado demasiado temprano. ¿Te he despertado?

—Ya he ido y vuelto de la iglesia, que está a casi dos kilómetros de distancia. ¿Responde esto a tu pregunta?

—Vaya manera de darse pisto. Dime cómo se va a tu casa.

Después de colgar, Emily decidió haraganear una o dos horas con los periódicos de la mañana. El día anterior, cuando Will Stafford la había acompañado a casa después del refrigerio de los Lawrence, había pasado el resto de la tarde y la noche con los libros que Wilcox le había prestado. Quería devolvérselos lo antes posible.

El que le hubiera dado la bolsa del Enoch College para mantener los libros juntos indicaba que al doctor Wilcox no le haría mucha gracia que los retuviera mucho tiempo.

Además, reconoció, deseaba sacar alguna conclusión de la información acumulada. Ayer le habían dicho que Phyllis Gates, la autora de Reflexiones de una niñez, creía que Douglas Carter era el asesino de Madeline.

No podía ser, pensó. Douglas Carter se suicidó antes de las desapariciones de Letitia Gregg y Ellen Swain. ¿Habría querido decir Carolyn Taylor, la pariente lejana de Phyllis Gates, que Phyllis sospechaba de Alan Carter? Era el primo que «estaba prendado de Madeline, aunque ella estuviese a punto de prometerse con Douglas».

«¿Estaría lo bastante prendado para matarla antes de que su primo se la arrebatara?», se preguntó Emily.

«Dejémoslo correr por esta mañana», se dijo mientras se llevaba café al estudio, que se estaba convirtiendo muy deprisa en su habitación favorita. Por la mañana lo inundaba el sol, y por la noche, con las persianas bajadas y la chimenea de gas encendida, proporcionaba una sensación de intimidad y bienestar.

Se sentó en la butaca, abrió el Asbury Park Press y leyó el titular: PSICÓLOGA ASESINADA EN BELMAR.

La palabra «reencarnación» en el primer párrafo del artículo llamó su atención. «La doctora Lillian Madden, residente desde hace mucho tiempo en Belmar y conocida conferenciante sobre el tema de la reencarnación, fue encontrada brutalmente estrangulada en su consulta…».

Leyó el resto del artículo con creciente horror. La última frase era: «La policía está investigando la posibilidad de una relación entre la muerte de la doctora Madden y la persona que ha sido bautizada como "el asesino en serie reencarnado de Spring Lake"».

Emily dejó el diario y pensó en la clase de parapsicología a la que había asistido mientras estudiaba derecho en la Universidad de Nueva York. El profesor había retrotraído a una de sus estudiantes, una joven tímida de veinte años, a una vida anterior. La joven se hallaba en un estado de hipnosis profunda. El profesor la hizo retroceder hasta antes de su nacimiento, a través de un «túnel confortable», y le aseguró que sería un viaje agradable. Intentaba situar a la joven en otra época, recordó Emily.

—Estamos en mayo de 1960 —le había dicho—. ¿Se forma una imagen en su mente?

La joven había susurrado un «no» apenas audible.

La regresión había causado tanta impresión a Emily que, sentada en la butaca, con el periódico en el regazo y la foto de la doctora asesinada mirándola, pudo recordar cada detalle de aquel día.

El profesor había continuado preguntando.

—Estamos en diciembre de 1952. ¿Se forma una imagen en su mente?

—No.

—Estamos en septiembre de 1941. ¿Se forma una imagen en su mente?

Y entonces, todos se quedaron impresionados, recordó Emily, cuando una voz masculina, clara y autoritaria, contestó: «¡Sí!».

Con la misma voz, el sujeto había dicho su nombre y había descrito lo que vestía.

—Soy el teniente David Richards, de la marina de Estados Unidos. Visto mi uniforme naval, señor.

—¿De dónde es usted?

—De cerca de Sioux City, Iowa.

—¿Sioux City?

—Cerca de Sioux City, señor.

—¿Dónde está ahora?

—En Pearl Harbor, señor.

—¿Por qué está ahí?

—Creemos que habrá guerra con Japón.

—Han pasado seis meses. ¿Dónde está usted, teniente?

La arrogancia había desaparecido de su voz, recordó Emily. Dijo que estaba en San Francisco. Su barco había atracado en la ciudad para ser reparado. La guerra había empezado.

A continuación el teniente David Richards describió su vida durante los tres años siguientes de guerra, y también su muerte, cuando un destructor japonés embistió su patrullera.

—¡Oh, Dios, nos han visto! —había gritado—. Dan la vuelta. Van a embestirnos.

—Teniente, es el día siguiente —le había interrumpido el profesor—. Dígame dónde está. La voz era diferente, observó entonces Emily. Tranquila, resignada. Recordó la respuesta:

—En un lugar oscuro, gris y frío. Estoy en el agua. Rodeado de restos del naufragio. Estoy muerto.

¿Era posible que durante una regresión en la consulta de la doctora Madden alguien hubiera tenido el recuerdo de haber vivido en Spring Lake en la década de 1890? ¿Una sesión de hipnosis había sido la causa de que alguien se hubiera enterado de los acontecimientos ocurridos en ese período de tiempo?

Emily tiró el periódico al suelo y se levantó.

«No seas ridícula —se dijo—. Nadie se ha puesto en contacto jamás con la mente de un asesino que vivió hace más de cien años».

A las doce y media en punto, sonó el timbre de la puerta. Cuando Emily abrió, se dio cuenta de que, desde la llamada del viernes, tenía muchas ganas de ver a Nick. Su sonrisa era cordial, su apretón de manos firme. Se alegró de ver que iba vestido de manera informal, con chaqueta, pantalones y jersey de cuello alto.

Se lo dijo al instante.

—Me prometí que, como no fuera en caso de extrema necesidad, no iba a ponerme faldas o zapatos de tacón hasta que tuviera que presentarme en el trabajo —explicó.

Llevaba tejanos de color tostado, jersey del mismo tono y una chaqueta de tweed marrón, desde hacía mucho tiempo su favorita, una especie de segunda piel.

Había empezado a recogerse el pelo, pero luego decidió llevarlo suelto.

—La ropa informal te sienta muy bien —dijo Nick—, pero llévate el carnet de identidad. Puede que el restaurante quiera comprobar tu edad antes de servirte vino. Me alegro de volver a verte, Emily. Ha pasado un mes como mínimo.

—Sí. Las últimas semanas en Albany fueron agotadoras, pero lo dejé todo arreglado. Estaba tan cansada que, camino de Spring Lake el martes por la noche, apenas pude mantener los ojos abiertos durante los últimos cien kilómetros.

—Y no has descansado gran cosa desde que compraste la casa.

—Por decirlo de una manera suave. ¿Quieres que te la enseñe? Tenemos tiempo de sobra.

—Claro, pero ya estoy impresionado. Es una casa maravillosa.

En la cocina, Nick se acercó a la ventana y miró al exterior.

—¿Dónde encontraron los restos? —preguntó.

Emily señaló la parte derecha del patio trasero.

—Allí.

—¿Estaban excavando una piscina?

—Ya habían empezado. Me asusta pensar que estuve a punto de suspender las obras y despedir al contratista.

—¿Te arrepientes de no haberlo hecho?

—No. En ese caso no los habrían encontrado. Es mejor para la familia Lawrence que todo haya terminado. Ahora que sé que mi antepasada fue asesinada, voy a descubrir quién lo hizo y cuál es su relación con el asesino de Martha Lawrence.

Nick se volvió.

—Emily, la persona que mató a Martha Lawrence, y después hizo algo tan siniestro como poner el dedo de tu pariente en su mano, tiene una mente peligrosa y retorcida. Espero que no vayas contando por ahí que intentas descubrir al asesino.

«Eso es justo lo que estoy haciendo», pensó Emily. Al notar la desaprobación de Nick, eligió las palabras con cautela.

—Todo el mundo suponía que algo horrible le había pasado a Madeline Shapley, pero hasta hace cuatro días no había manera de demostrarlo. Se sospechaba que fue la víctima de algún conocido, pero tal vez había decidido ir a dar un corto paseo mientras esperaba a su prometido, y alguien a quien no conocía la arrastró por la fuerza hasta algún carruaje. Nick, un desconocido no la habría enterrado en su propio patio trasero. Alguien que conocía a Madeline, alguien muy cercano a ella, la enterró aquí. Intento reunir los nombres de las personas con quienes se relacionaba para ver si puedo establecer una relación entre su asesino y el hombre responsable de la muerte de Martha Lawrence, hace cuatro años y medio. En alguna parte tiene que haber una declaración escrita, incluso una confesión detallada. Es posible que alguien, cuyo antepasado fue el asesino de Madeline, la haya leído. Tal vez la encontró mientras investigaba en viejos legajos. Pero hay una relación, y tengo tiempo y ganas de descubrirla.

La desaprobación que expresaba la cara de Nick fue sustituida por otra cosa. ¿Preocupación?, pensó Emily, pero no era eso. No; parecía decepcionado. ¿Por qué?

—Terminemos la visita y vayamos al Old Mill —sugirió—. No sé tú, pero yo tengo hambre. Y estoy cansada de mis platos. —Sonrió—. Aunque soy una cocinera fabulosa.

—Eso habría que verlo —dijo Nick mientras la seguía hacia la escalera.

Su mesa del Old Mill daba a un estanque donde se deslizaban algunos cisnes. Cuando les sirvieron los bloody mary que habían pedido, la camarera trajo también la carta.

—Esperaremos unos minutos —dijo Nick.

En los tres meses transcurridos desde que Emily había aceptado el empleo en el bufete, había cenado con Nick y Walter Todd, su padre, tres o cuatro veces en Manhattan, pero nunca con Nick a solas.

Su primera impresión de él había sido contradictoria. Walter Todd y Nick habían ido a Albany para presenciar su defensa de un importante político acusado de homicidio en un accidente de tráfico.

Había ido a comer con los Todd después de que el jurado declarara a su cliente inocente de homicidio por negligencia. Todd se había extendido en alabanzas sobre su forma de llevar el caso. Nick se había mostrado reticente, y los escasos cumplidos que su padre le había arrancado fueron superficiales. En aquel momento se había preguntado si se sentía inseguro y la consideraba una rival en potencia.

Pero eso no concordaba con el hecho de que, desde que había aceptado la oferta, su actitud había sido cordial y amistosa.

Hoy le enviaba de nuevo señales contradictorias. Parecía incómodo. ¿Tenía que ver con ella o se trataba de un problema personal? Sabía que no estaba casado, pero no cabía duda de que habría alguna mujer en su vida.

—Ojalá pudiera leer tu mente, Emily. —La voz de Nick interrumpió sus fantasías—. Estás ensimismada.

Decidió sincerarse.

—Te contaré lo que estoy pensando. Hay algo de mí que te preocupa y me gustaría que te expresaras con claridad. ¿Quieres que entre en el bufete? ¿Crees que soy la persona idónea para el trabajo? Algo pasa. ¿Qué es?

—No te andas por las ramas, ¿verdad? —Nick cogió el tallo de apio de su vaso y lo mordió—. ¿Si te quiero en el bufete? ¡Por supuesto! La verdad, ojalá pudieras empezar mañana. Motivo por el cual, por cierto, estoy aquí. —Dejó el vaso en la mesa y le habló de su decisión.

Mientras le confiaba su deseo de abandonar el bufete, Emily se quedó sorprendida al darse cuenta de que los planes de Nick no le agradaban. Tenía muchas ganas de trabajar con él.

—¿Buscarás un empleo? —preguntó.

—Trabajaré en la oficina del secretario de Justicia. Es lo que realmente me interesa. Estoy seguro de que podría volver a Boston. Trabajé como ayudante del fiscal del distrito. Cuando me marché, el fiscal dijo que me recibiría con los brazos abiertos si no me gustaba la empresa privada. Preferiría quedarme en Nueva York, pero diría que no voy a poder convencerte de que empieces la semana que viene, ¿verdad?

—Temo que no. ¿Tu padre se disgustará mucho?

—Ya habrá asumido la dura y triste realidad de que me voy a marchar y es muy probable que, en este momento, me esté colgando en efigie. Cuando le diga que no podrás incorporarte hasta el 1 de mayo, tú me seguirás.

—«Todos hemos de colgar juntos, aunque lo más seguro es que…» —Emily sonrió.

—«Colgaremos por separado». Exacto. —Nick Todd cogió la carta—. Asunto concluido. ¿Qué te apetece?