A las tres en punto, veinticinco personas, incluidos los cinco empleados de la empresa de catering, estaban congregadas en la sala de estar de Will Stafford. Habían entrado las sillas del comedor para acomodar a los invitados. Los empleados del catering, algo inquietos y contentos de ser útiles, se habían apresurado a disponer las sillas, apartando cinco para ellos en un rincón.
Tommy Duggan estaba de pie ante la chimenea, el punto central de la sala. Miró al grupo con la imagen del cadáver de la doctora Madden en mente. Había muchas posibilidades de que el asesino estuviera en la sala, una idea que le exaltaba y asqueaba a la vez.
Contaba con una prueba tangible: el pañuelo encontrado con el cadáver de Martha Lawrence. Si tan solo una persona recordara a alguien que hubiera llevado el pañuelo plateado con cuentas metálicas aquella noche, conseguiría establecer una relación con el asesino.
—Agradezco que hayan sido tan amables de reunirse con nosotros —empezó—. El motivo de su presencia es que son las últimas personas que pasaron un rato con Martha Lawrence. Se encontraban en la fiesta celebrada en casa de los Lawrence horas antes de que la chica desapareciera y, como ya sabemos, fuera asesinada.
He hablado con todos ustedes de forma individual durante estos últimos cuatro años y medio. Les he reunido con la esperanza de que algo que observaran aquella noche y luego olvidaran les venga a la mente. Tal vez Martha habló de sus planes de reunirse con alguien aquella noche o al día siguiente.
Me gustaría que pasaran de uno en uno por el estudio de Will para contarme los detalles de lo que hablaron con Martha aquella noche y de cualquier conversación que ella tuviera con otra persona, en el caso de que la escucharan.
Hizo una pausa.
—Después repasaré con cada uno de ustedes dónde estaban a la mañana siguiente entre las seis y las nueve.
Los ojos de Tommy exploraron la sala en busca de reacciones. Era evidente que Robert Frieze estaba furioso. Sus pómulos estaban adquiriendo un tono púrpura. Sus labios formaban una línea delgada e iracunda. Había afirmado que aquella mañana estaba trabajando en sus macizos de flores. Su mujer dormía. Debido a los altos setos que rodeaban la casa, nadie habría podido verle y corroborar su coartada. El señor McGregor en su huerto de coles. Tommy pensaba siempre en el personaje de Beatrix Potter cuando imaginaba a Robert Frieze en su patio trasero. La imagen se le había quedado grabada.
Dennis e Isabelle Hugues, los vecinos de los Lawrence, tenían la frente fruncida a causa de la concentración. Los dos parecían ansiosos por colaborar. Quizá ver a todos juntos les despertara algún recuerdo.
Un empleado del catering, el ayudante del jefe, Reed Turner, siempre había sido una especie de misterio. Cuarentón y bastante atractivo, se le consideraba un mujeriego. Parecía preocupado. ¿Por qué?
El doctor Wilcox se parapetaba tras la expresión filosófica que adoptaba cada vez que Tommy le había interrogado durante los últimos cuatro años y medio. Admitía que aquella mañana había salido a dar una larga caminata, pero no por el paseo marítimo, sino por la ciudad. ¿Tal vez no era cierto?
Observó a la señora Wilcox, Brunilda. «No me gustaría cruzarme en su camino —pensó Tommy—. Tiene pinta de ser un hueso duro de roer. La expresión de su cara bastaría para parar un reloj. Me recuerda a la señora Orbach, mi profesora de quinto. Una arpía».
Will Stafford era guapo y soltero. Las mujeres se sentían atraídas por él. Natalie Frieze le había dado un beso muy cariñoso cuando entró. Delante de su marido, para colmo. ¿Se había sentido Martha Lawrence también atraída? Quizá.
Había otras cuatro parejas, y cada esposa recordaba con meridiana precisión que su marido no había salido de casa a primera hora de aquella mañana. ¿Mentirían antes que permitir que sus maridos fueran sospechosos? Quizá.
Tommy imaginaba a cualquiera de estos hombres diciendo: «Sólo porque salí temprano a dar un corto paseo, no quiero que toda la ciudad piense que he cometido un crimen. No me crucé con nadie. Digamos que no me perdiste de vista en toda la mañana».
La señora Joyce. Setenta y muchos. Vieja amiga de los Lawrence. Tras la investigación inicial, no había tenido muchas oportunidades de hablar con ella. Ya no tenía casa en Spring Lake. Se alojaba un mes en The Breakers cada verano. Había asistido a la misa.
—¿Por qué no empezamos con usted, señor Turner? —propuso Tommy, y se volvió hacia Pete Walsh—. ¿Todo preparado?
Habían decidido el método de conducir los interrogatorios. En lugar de jugar al policía bueno y el policía malo, Pete se sentaría detrás de la persona interrogada, con las notas de todas las anteriores declaraciones en la mano, y le interrumpiría siempre que comprobara una discrepancia.
Esta técnica siempre ponía nerviosa a la persona que intentaba ocultar algo.
Tommy iba a hacer dos preguntas a cada uno. La primera: «¿Recuerda si alguna de las mujeres de la fiesta llevaba un pañuelo plateado con cuentas metálicas?». La segunda: «¿Ha sido alguna vez paciente de la doctora Lillian Madden o ha estado en su consulta?».
Cuando Tommy se dirigió hacia el estudio, Robert Frieze le detuvo.
—Debo insistir en que me interrogue antes que a nadie. Soy el director de un restaurante, y los sábados por la noche siempre está lleno. Creo que se lo dije el otro día por teléfono.
—Le creo.
Tommy ardía en deseos de espetarle a Frieze: «Se trata de la investigación de un asesinato, señor Frieze. Ha sido usted la persona menos colaboradora de esta sala. ¿Tiene algo que ocultar?».
—Será un placer hablar con usted primero, señor Frieze —dijo en cambio. Hizo una pausa—. No puedo ordenar a nadie que se quede, pero es muy importante para nuestra investigación que todo el mundo permanezca en esta casa hasta que los interrogatorios hayan terminado. Es posible que queramos llamar de nuevo a algunas personas después de haber hablado con todos.
La primera hora transcurrió con lentitud. Todo el mundo se aferraba a las historias contadas durante los últimos cuatro años y medio. Nadie sabía nada de un pañuelo. Martha no había hablado de sus planes para el día siguiente. Nadie la había visto utilizar un móvil.
Entonces entró Rachel Wilcox. Cada centímetro de su formidable cuerpo transmitía su desagrado e indignación por aquella vejación. Sus respuestas a las preguntas fueron bruscas y concisas.
—Hablé con Martha sobre la escuela universitaria para graduados desde que supe que pensaba matricularse. Martha sí habló de que se estaba replanteando lo de ir a Económicas. Había trabajado de jefa de comedor en Chillingworth, un restaurante excelente de Cape Cod, y le había gustado mucho la experiencia. Dijo que aún no tenía claro si iba a cambiar de opinión acerca de su futura carrera.
—Esto no me lo había dicho nunca, señora Wilcox —dijo Tommy.
—Si todas las palabras intercambiadas en acontecimientos sociales fueran sopesadas y mesuradas, el mundo se ahogaría en trivialidades —replicó Rachel Wilcox—. ¿Desea algo más de mí?
—Solo una pregunta más. ¿Sabe si alguien llevaba aquella noche un pañuelo de gasa plateado con cuentas metálicas?
—Yo lo llevaba. ¿Lo han encontrado?
Tommy notó que las palmas de las manos le empezaban a sudar. «Clayton Wilcox», pensó. ¿Había sido tan estúpido como para utilizar el pañuelo de su mujer para asesinar a Martha?
—Pregunta si han encontrado el pañuelo, señora Wilcox. ¿Cuándo se dio cuenta de que le faltaba?
—Aquella noche hacía bastante calor, de modo que me lo quité. Le pedí a mi marido que lo guardara en su bolsillo, y ya no volví a pensar en él hasta la tarde siguiente, cuando le pedí que me lo devolviera. No lo tenía. ¿Lo han encontrado?
—Ha dicho que un pañuelo se había extraviado —dijo con evasivas Tommy—. ¿Lo buscó usted, o el doctor Wilcox?
—Mi marido entendió que yo quería que guardara el pañuelo con mi bolso. Telefoneó a los Lawrence, pero no estaba en su casa.
—Entiendo. —Déjalo correr, se dijo Tommy. Vamos a ver cuál es la versión de él. Supuso que la noticia del asesinato de Belmar no había llegado a oídos de esta gente, que habían salido de casa de los Lawrence para ir directamente a la reunión—. Señora Wilcox, ¿conoce a una doctora llamada Lillian Madden?
—El nombre me suena.
—Es una psicóloga que vive en Belmar.
—Dicta cursos sobre la reencarnación en el Monmouth County Community College, ¿verdad?
—En efecto.
—No se me ocurre una pérdida de tiempo más grande.
Cuando salió del estudio, Tommy Duggan y Pete Walsh intercambiaron una mirada.
—Trae a Wilcox antes de que ella pueda hablar con él —ordenó Duggan.
—Voy pitando.
Pete desapareció en el vestíbulo que conducía a la sala de estar.
El porte del doctor Clayton Wilcox era de puertas afuera sereno y contenido, pero Tommy se preguntó si por fin estaba percibiendo el olor que había intentado captar durante todo el día. Miedo. Poseía su propio aroma acre, y no tenía nada que ver con las glándulas sudoríparas. Clayton Wilcox no solo estaba asustado sino a punto de sufrir un ataque de pánico.
—Siéntese, doctor Wilcox. Quiero repasar algunos detalles con usted.
El viejo truco, pensó Tommy. Los dejas en ascuas, haciéndose las preguntas que temen escuchar. Después, cuando sueltas la andanada, ya sufren retortijones.
Preguntaron a Wilcox si había hablado con Martha durante la fiesta.
—Sostuvimos la charla típica de ocasiones semejantes. Ella estaba enterada de mi carrera académica, y me preguntó si conocía a alguien de la Tulane University Graduate School of Business de Nueva Orleans, donde estaba matriculada. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que usted y yo ya hemos hablado antes de esto, señor Duggan.
—Sí, doctor Wilcox, más o menos. Y a la mañana siguiente, usted fue a dar una larga caminata, pero no por el paseo marítimo, y no se cruzó con Martha en ningún momento.
—Creo que ya he contestado a esa pregunta muchas veces.
—Doctor Wilcox, ¿su esposa perdió un pañuelo de seda la noche de la fiesta?
—Sí.
Tommy Duggan observó las gotas de sudor que se estaban formando en la frente de Clayton Wilcox.
—¿Su esposa le pidió que guardara el pañuelo?
Wilcox esperó un momento.
—Lo que mi esposa recuerda es que me pidió que guardara el pañuelo en mi bolsillo. Lo que yo recuerdo es que me pidió que lo dejara junto a su bolso, que estaba sobre una mesa del vestíbulo. Eso fue lo que hice, y ya no volví a pensar más en él.
—Y a la tarde siguiente, cuando se dieron cuenta de que había desaparecido, ¿llamó a los Lawrence para preguntar si sabían algo?
—No, no llamé.
Flagrante contradicción con la declaración de su mujer, pensó Tommy.
—¿No habría sido lo más indicado preguntar a los Lawrence si el pañuelo seguía en su casa?
—Señor Duggan, cuando me di cuenta de que el pañuelo no estaba, todos sabíamos ya que Martha había desaparecido. ¿De veras cree que, en un momento tan delicado, habría llamado para interesarme por un pañuelo?
—¿Le dijo a su esposa que había preguntado por él?
—Sí, para que me dejara en paz.
—Una última pregunta. Doctor Wilcox, ¿conocía personalmente a la doctora Lillian Madden?
—No.
—¿Fue alguna vez paciente de ella, acudió a su consulta o mantuvo algún tipo de contacto con ella?
Wilcox pareció vacilar. Con cierta tensión en su voz, contestó:
—No, no fui paciente suyo ni recuerdo haberla conocido.
«Está mintiendo», pensó Tommy.