Tommy Duggan asistió a la misa en compañía de Pete Walsh. La furia le poseyó durante todo el rato, pues estaba seguro de que el asesino de Martha se hallaba en la iglesia, aunque no perdió la compostura cuando coreó las oraciones por ella y alzó la voz en el himno final.
Todos moraremos en la Ciudad de Dios,
donde nuestras lágrimas se transformarán en bailes…
«Cuando te encuentre, te secaré las lágrimas de cocodrilo», juró Tommy pensando en el asesino.
Después de la misa, había pensado en ir a su despacho y quedarse allí hasta la hora de reunirse con el grupo en casa de Will Stafford, pero cuando Pete y él volvieron al coche y escucharon sus mensajes, se enteró de la muerte de la doctora Lillian Madden.
Al cabo de un cuarto de hora, se encontraba en el lugar de los hechos con Pete. El cadáver continuaba en la casa, donde el equipo forense trabajaba con su eficacia acostumbrada, en tanto la policía local custodiaba el escenario del crimen.
—Calculan que la muerte tuvo lugar entre las diez y las once de la noche —le dijo Frank Willette, el jefe de policía de Belmar—. No se trata de un ladrón sorprendido in fraganti. Hay joyas y dinero en el dormitorio, de modo que el asesino solo estaba interesado en localizar algo aquí, en la consulta.
—¿La doctora Madden guardaba fármacos?
—Nada de eso. Era psicóloga, licenciada en filosofía y letras, no en medicina. Tal vez la persona que lo hizo no lo sabía, pero…
Se encogió de hombros.
—La encontró la secretaria, Joan Hodges —continuó Willette—. Hodges salió corriendo de la casa y se desmayó en la calle. La están medicando ahí dentro. —Miró en dirección a la puerta abierta que conducía a la vivienda propiamente dicha, al otro lado del vestíbulo—. ¿Por qué no hablas con ella?
—Esa es mi intención.
Joan Hodges se encontraba apoyada sobre unas almohadas en la cama del cuarto de invitados, acompañada de un médico. Un policía de Belmar estaba a punto de guardar su libreta.
—No quiero ir al hospital —estaba diciendo la mujer cuando Duggan y Walsh entraron en la habitación—. Me pondré bien. Fue el susto de encontrarla… —Su voz enmudeció y le resbalaron las lágrimas por las mejillas—. ¿Por qué iba a querer alguien matarla?
Tommy Duggan miró al policía de Belmar, a quien conocía.
—Ya he hablado con la señora Hodges —dijo el agente—. Supongo que usted también querrá interrogarla.
—En efecto.
Tommy acercó una silla, se sentó junto a la cama y se presentó.
Expresó su pesar con voz comprensiva y cariñosa y empezó a interrogar a Joan con delicadeza.
De inmediato quedó claro que Joan Hodges tenía una opinión muy concreta sobre el motivo del asesinato de Lillian Madden.
—Un asesino en serie anda suelto por ahí —dijo con voz firme, cuando la ira se mezcló con el dolor—, y empiezo a creer que es la reencarnación del que vivió en la década de 1890. Los periodistas no pararon de llamar a la señora Madden el jueves y todo el día de ayer. Querían saber su opinión.
—¿Insinúa que tal vez le conocía? —preguntó Tommy Duggan.
—La verdad, no lo sé. Quizá habría podido decirles algo que hubiera ayudado a la policía a encontrarle. Tuve un mal presentimiento cuando la señora Madden insistió en ir a su clase de anoche. Le aconsejé que la suspendiera. Tal vez alguien la siguió hasta casa.
Hodges no andaba desencaminada, pensó Tommy. Quizá el asesino había ido a la conferencia.
—Joan, ya ha visto los expedientes tirados por el suelo. El asesino buscaba algo, tal vez su propio historial. ¿Es posible que alguno de sus pacientes la amenazara o que algún psicópata la tomara con ella?
Joan Hodges se apartó el pelo de la frente. «Iba a hacerme un moldeado», pensó. Deseó con todas sus fuerzas retroceder en el tiempo y que el día se desarrollara como había planeado. Ahora estaría comprando el vestido nuevo para asistir a la segunda boda de su mejor amiga.
La doctora Madden, pensó. Sus pacientes la querían. Era tan amable, tan comprensiva. Sí, claro, algunos habían interrumpido el tratamiento, pero eso les pasaba a todos los psicólogos. La doctora Madden decía que algunas personas sólo desean reforzar su conducta inapropiada porque no pueden cambiarla.
—No conozco a un solo paciente que hubiera querido hacer daño a la doctora Madden —dijo a Tom—. Es ese asesino en serie. Lo sé. Tenía miedo de que la doctora supiera algo de él.
Muy lógico, si había sido paciente de ella en algún momento, pensó Tommy.
—Joan, ¿dónde constan los nombres de los pacientes, además de en sus historiales?
—En mi agenda de citas y en el ordenador.
Tommy Duggan se puso en pie.
—Joan, vamos a encontrar a ese tipo. Se lo prometo. Su trabajo consiste en empezar a concentrarse en los pacientes. Aunque lo considere insignificante, si le viene a la cabeza algo peculiar relacionado con alguno de ellos, llámeme enseguida, ¿de acuerdo?
Dejó su tarjeta en la mesita de noche.
Cuando Pete y él volvieron a la consulta de la doctora, estaban sacando la bolsa que contenía los restos de Lillian Madden.
—Ya hemos terminado —dijo el jefe del equipo forense—. Dudo que obtengamos algo útil para ustedes. Yo diría que ese tipo utilizó guantes.
—Debió de encontrar lo que buscaba en los archivadores —dijo el jefe Willette—. Los que contienen los historiales de los pacientes están en el despacho de la doctora y la llave estaba puesta en la cerradura. O el tipo la encontró en el primer cajón del escritorio o ya estaba allí.
—¿Sabe si solía trabajar de noche? —preguntó Pete Walsh.
—La doctora Madden pronunció una conferencia anoche en la universidad. Parece que regresó y fue directamente a su despacho. Su abrigo y su cartera fueron encontrados en la recepción. Me pregunto qué era tan importante. Estaba trabajando ante su escritorio cuando la asesinaron. Supongo que no oyó entrar al intruso.
—¿Cómo entró?
—No forzó nada. ¿Tal vez una ventana no estaba cerrada con llave? Hemos encontrado tres o cuatro. La alarma estaba desconectada.
—Era un paciente —dijo Tommy con seguridad—. Tal vez alguien que habló demasiado sometido a hipnosis y estaba preocupado. De lo contrario, ¿para qué rebuscar en los archivos? Joan Hodges dijo que, si era un paciente, su nombre constaría en las agendas de citas.
—Intentó destrozar los ordenadores —dijo Willette.
Tommy asintió. No le sorprendía.
—A menos que el disco duro esté roto, quizá podamos conectarlos de nuevo —dijo.
—Voy a ayudarles.
Joan Hodges, pálida como un muerto pero decidida, les siguió.
Una hora más tarde, un frustrado Tommy Duggan sólo estaba seguro de un hecho: el asesino de Lillian Madden había sido uno de sus pacientes de los últimos cinco años. Habían desaparecido todas las agendas de citas que abarcaban ese período, tanto las copias personales de la doctora Madden como las que Joan Hodges guardaba.
Joan parecía a punto de desmayarse.
—Hemos de irnos, y usted debería marcharse a casa —dijo Tommy Duggan—. Pete conducirá su coche. —Una sensación de inquietud se había apoderado de él—. ¿Desde cuándo trabajaba para la señora Madden, Joan?
—Hará seis años la semana que viene.
—¿La doctora Madden hablaba de sus pacientes con usted?
—Nunca.
Mientras atravesaba Belmar, siguiendo el coche de Joan hasta su urbanización de Wall Township, Tommy se preguntó si el asesino de la doctora Madden empezaría a preocuparse por la posibilidad de que su secretaria hubiera sido también su confidente.
«Diré a la policía local que vigile su casa», decidió. Aferró el volante cuando sintió el impulso irrefrenable de romper algo.
—He estado con el asesino —dijo en voz alta, escupiendo las palabras—. He sentido su presencia. Pero no sé quién coño es.