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El sábado, a las once de la mañana, Joan Hodges iba camino de la peluquería para hacerse un moldeado, cuando el teléfono sonó. Era Esther, la hermana de la doctora Madden, que llamaba desde Connecticut.

Habló con voz preocupada.

—Joan, ¿Lillian iba a salir fuera este fin de semana?

—No.

—La llamé anoche, a eso de las once y media. Como no contestó, pensé que habría salido con algunos amigos después de la conferencia, pero esta mañana he telefoneado dos veces y no he podido localizarla.

—A veces desconecta el teléfono. Es probable que lo hiciera por el acoso de la prensa. Pasaré por su casa para asegurarme de que no le ha pasado nada. —Joan intentaba hablar en tono tranquilizador, pese a sus recelos.

—No quiero molestarte.

—Descuida. Son quince minutos en coche.

Joan, que ya había olvidado por completo su cita en la peluquería, condujo lo más rápido posible. El nudo que sentía en el estómago y en la garganta delataba el pánico que intentaba controlar. Algo terrible había pasado. Lo sabía.

La casa de la doctora Madden estaba en una parcela de mil metros cuadrados en Laurel Street. «Hace un día tan bonito —pensó Joan, mientras entraba en el camino de acceso—. Por favor, Dios, que haya ido a dar un largo paseo. O que se haya olvidado de conectar el teléfono».

Cuando se acercó a la casa, vio las persianas del dormitorio bajadas y el periódico tirado en la entrada. Con manos temblorosas, buscó la llave del despacho. Sabía que si la doctora Madden había cerrado con llave la puerta que comunicaba su consulta con el resto de la casa, tenía otra escondida en su escritorio.

Entró en el pequeño vestíbulo. Cegada por el sol, no reparó en que las luces de la consulta estaban encendidas. Con las manos húmedas de sudor, apenas sin respiración, entró en el despacho. Los archivadores estaban abiertos. Habían sacado, vaciado y desparramado los historiales, cuyo contenido se dispersaba por el suelo.

Sus piernas resistieron la tentación de echarse a correr, y entró en la consulta de Lillian Madden.

El grito que salió de su interior se convirtió en un gemido agónico cuando emergió de sus labios. El cuerpo de la doctora Madden estaba derrumbado sobre el escritorio, con la cabeza vuelta a un lado y la mano todavía cerrada, como si hubiera estado sujetando algo. Tenía los ojos abiertos y salidos; parecía que sus labios inertes aún buscaban aire.

Había una cuerda anudada alrededor del cuello.

Joan no recordaba haber salido corriendo de la consulta ni haber bajado los peldaños del porche y cruzado el jardín hasta llegar a la acera, sin dejar de gritar. Cuando recobró el conocimiento, estaba rodeada por los vecinos de Lillian Madden, que habían salido a toda prisa de sus casas, atraídos por los gritos.

Cuando sus rodillas cedieron y una misericordiosa oscuridad borró la espantosa imagen de su amiga y jefa asesinada, un pensamiento cruzó por su mente: «La doctora Madden creía que la gente que muere de manera violenta regresa muy deprisa en una nueva encarnación. Si eso es cierto, ¿cuándo volverá?».