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Tal como había prometido, el sábado por la mañana Will Stafford llegó a las once menos veinte para recoger a Emily. Ella le estaba esperando en el vestíbulo, con el bolso y los guantes preparados en la mesa.

Pensó que había sido un golpe de suerte llevarse a Spring Lake su nuevo traje a cuadritos blancos y negros, pues la mayoría de la ropa que tenía en la casa era informal.

Era evidente que Will compartía su opinión sobre la vestimenta adecuada para la ocasión. El miércoles, cuando cerraron el trato, llevaba una chaqueta deportiva. Hoy había elegido un traje azul oscuro, una camisa blanca y una corbata de un azul discreto.

—Estás muy guapa —dijo—. Ojalá fuéramos vestidos así para ir a otra clase de acontecimiento.

—Yo opino lo mismo.

Will señaló la parte posterior de la casa.

—Veo que el contratista está llenando el hoyo. ¿Ya están seguros de que no van a encontrar nada más?

—Sí.

—Estupendo. Será mejor que nos vayamos. —Cuando Emily cogió el bolso y conectó la alarma, Will sonrió—. ¿Por qué tengo la sensación de que siempre te meto prisa? El otro día, para volver aquí después del desayuno y hacer la inspección final. Si hubieras sabido lo que iba a pasar, ¿te habrías echado atrás?

—Lo creas o no, ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.

—Me alegro.

Cuando bajaron los escalones, él la cogió del brazo y enseguida experimentó una sensación de seguridad emocional y física.

«Han sido unos días bastante duros —pensó—. Tal vez me han afectado más de lo que creo. Es algo más que eso— se dijo mientras Will abría la puerta del coche y ella se sentaba en su asiento—. Aunque parezca una locura, siento que esta misa no sólo es por Martha Lawrence, sino también por Madeline».

Cuando Will puso en marcha el coche, se lo contó a él.

—He estado dándole vueltas a la idea —añadió— de que ir a una misa en recuerdo de una chica que no conocí es comportarse un poco como un voyeur. Estaba muy preocupada por eso, pero ahora me parece diferente.

—¿En qué sentido?

—Creo en la vida eterna, en la existencia del cielo. Me gustaría pensar que esas dos chicas, que debieron de pasar mucho miedo en los últimos momentos de su vida, que fueron asesinadas con una diferencia de un siglo y cuyos cadáveres fueron enterrados en mi patio trasero, ahora están juntas. Quiero creer que se hallan en «un lugar de descanso, luz y paz», como dicen las Escrituras.

—¿Dónde crees que está el asesino ahora? —preguntó Will—. ¿Cuál será su destino?

Emily le miró, sobresaltada.

—¡Querrás decir asesinos, Will! Dos personas distintas.

Él la miró mientras reía.

—Santo Dios, Emily, se me empieza a contagiar el lenguaje de los periódicos sensacionalistas. Claro que me refiero a asesinos. Dos. Plural. Uno de ellos muerto hace mucho tiempo. El otro estará por ahí.

Guardaron silencio durante los pocos minutos que lardaron en rodear el lago, hasta que St Catherine apareció ante su vista. Era un exquisito edificio abovedado de estilo románico, construido en 1901 por un hombre acaudalado en memoria de su fallecida hija de diecisiete años. A Emily le parecía un lugar muy apropiado para la ceremonia.

Vieron una nutrida fila de automóviles que se acercaban a la iglesia y aparcaban alrededor.

—Me pregunto si el asesino de Martha estará en uno de esos coches, Will —dijo Emily.

—Si es de Spring Lake, como parece creer la policía dudo mucho que haya tenido el valor de ausentarse. Sería demasiado imprudente dejar de venir a dar el pésame a la familia.

«Dar el pésame a la familia —pensó Emily—. Me pregunto cuál de los amigos de Madeline, con las manos manchadas de sangre, vino a dar el pésame a la mía hace ciento diez años».