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—En mi vida había leído una tontería tan grande. —Rachel Wilcox dejó con gesto desdeñoso el periódico de la mañana sobre la mesa del desayuno y lo apartó a un lado—. ¡Un asesino en serie reencarnado! En el nombre de Dios, ¿esta gente de la prensa piensa que nos tragaremos todo?

Desde hacía varios años Clayton y Rachel Wilcox recibían a diario dos ejemplares del Asbury Park Press y otros dos del New York Times.

Como ella, Clayton estaba leyendo el Asbury Park Press.

—Creo que el periódico dice con meridiana claridad que la pregunta sobre un asesino en serie reencarnado fue dirigida al fiscal el jueves. No he leído en ninguna parte que el Asbury Park Press conceda crédito a dicha posibilidad.

Ella no contestó. «No me sorprende», pensó Clayton. Rachel se encontraba de muy mal humor desde que el detective Duggan había telefoneado el jueves por la tarde, estaba a punto de irse, y él había estado reuniendo material para Emily Graham. Rachel se había indignado ante la sugerencia de que la gente invitada a casa de los Lawrence la noche anterior a la desaparición de Martha iba a ser reunida e interrogada por la policía. Una vez más.

—¡Ese coñazo de hombre! —se enfureció—. ¿Se cree que de repente uno de nosotros confesará o señalará con el dedo a otro?

A Clayton Wilcox le divertía que a Rachel ni se le pasara por la cabeza que alguien podía considerarla sospechosa del asesinato.

Estuvo a punto de decirle: «Rachel, eres una persona muy fuerte. Tienes mucha agresividad contenida, y siempre estás a punto de desatarse. Te desagradan instintivamente las chicas jóvenes de pelo rubio y largo y no he de decirte por qué».

Después de veintisiete años, todavía le reprochaba aquella temprana relación con Helene. Rachel tenía razón cuando decía que, en aquel tiempo, sólo ella había sido la responsable de salvar su carrera. Cuando los rumores empezaron a circular por el campus universitario, Clayton pudo haber perdido el puesto. Rachel había reprendido con encarnizamiento al profesor culpable de haber propagado el rumor y había mentido para proteger a su esposo cuando otro afirmó que le habían visto en un hotel con Helene.

Su carrera académica le había complacido sobremanera. Aún publicaba con regularidad en revistas y saboreaba el respeto del mundo intelectual.

Gracias a Dios, ni Rachel ni nadie del Enoch College sabrían nunca por qué se había jubilado prematuramente de la rectoría.

Clayton apartó la silla y se levantó.

—Confío en que acuda mucha gente a la misa —dijo—. Sugiero que nos vayamos a las diez y media para conseguir asiento.

—Pensaba que ya lo habíamos acordado así anoche.

—Supongo que sí.

Se volvió para escapar a su estudio, pero la pregunta lanzada por Rachel le detuvo.

—¿Adónde fuiste anoche?

Clayton se volvió lentamente.

—Después de ver las noticias, intenté trabajar en mi novela de nuevo, pero tenía dolor de cabeza. Fui a dar un largo paseo, y te alegrará saber que me sentó muy bien. Cuando volví a casa me encontraba mucho mejor.

—Parece que esos dolores de cabeza te dan a horas muy raras, ¿no es verdad, Clayton? —replicó Rachel mientras abría su ejemplar del New York Times.