24

El estruendo de la excavadora empezó a las ocho en punto de la mañana del viernes. Cuando Emily miró por la ventana de la cocina, se estremeció al contemplar la destrucción de los macizos de flores, los arbustos decorativos y el césped. «También van a arrancar el sistema de riego», pensó con un suspiro.

Estaba claro que había que pensar en un proyecto de remodelación del terreno.

«Qué remedio», se resignó mientras volvía arriba para ducharse y vestirse, con una taza de café en la mano. Cuarenta minutos después, estaba en el estudio con un segundo café y el cuaderno de notas sobre el sofá.

El libro Reflexiones de una niñez era un auténtico tesoro de información y referencias. La autora, Phyllis Gates, continuó visitando Spring Lake durante tres veranos más después de la desaparición de Madeline. En un extracto del diario de 1893 hablaba del temor a que Letitia Gregg se hubiera ahogado:

A Letitia le gustaba nadar, y era muy imprudente. El 5 de agosto fue un día de calor bochornoso. La playa estaba llena de visitantes, y el oleaje era peligroso. A media tarde, Letitia se encontraba sola en casa. Su madre vino a vernos. Era la tarde libre de la criada. Se echó en falta el bañador de Letitia, lo cual indujo a creer que había ido a darse un chapuzón en el mar.

Dos años después de la desaparición de Madeline Shapley, la tristeza que embarga a la comunidad es palpable, y se intuye cierta sensación de miedo. Como el cuerpo de Letitia no ha aparecido, cabe la posibilidad de que hubiera sido asaltada al ir o volver de la playa.

Mi madre se ha convertido en mi feroz guardiana, y ni siquiera me deja pasear por la calle si no voy acompañada. Me alegraré mucho de volver a Filadelfia cuando termine la temporada.

La autora continuaba:

Recuerdo que los jóvenes nos reuníamos en el porche de uno u otro y hablábamos sin cesar sobre lo que había ocurrido con Madeline y Letitia. Entre los chicos se contaban el primo de Douglas Carter, Alan Carter, y Edgar Newman. Yo siempre intuía un vínculo de pesar no verbalizado entre ambos, porque Edgar siempre había estado prendado de Letitia y todos sabíamos que Alan amaba en silencio a Madeline, pese a que ella estaba a punto de prometerse con Douglas cuando desapareció. Otro miembro de nuestro grupo que se mostraba muy deprimido era Ellen Swain. Era la amiga del alma de Letitia y la echaba mucho de menos.

En aquel tiempo, Henry Gates, un estudiante de Yale, empezó a interesarse por mí. Yo ya había decidido casarme con él, pero por entonces, una jovencita debía comportarse con mucho recato y circunspección. No debía demostrar el menor afecto por Henry hasta estar muy segura de que estaba enamorado de mí. A lo largo de los años hemos bromeado con mucha frecuencia al respecto. Teniendo en cuenta el comportamiento desenfrenado de la juventud de hoy, estamos de acuerdo en que nuestro noviazgo fue mucho más bonito.

«¡Y este libro fue publicado en 1938! —pensó Emily—. Me pregunto qué pensaría Phyllis Gates de las costumbres de esta generación».

En las siguientes páginas, cuando la autora rememoraba los veranos de 1894 y 1895, así como su romance con Henry Gates, mencionaba con frecuencia los nombres de otros jóvenes.

Emily anotó todos los nombres en su libreta. Habían sido los contemporáneos de Madeline.

La última anotación que constaba en el diario databa del 4 de abril de 1896.

Una tragedia espantosa. La semana pasada, Ellen Swain desapareció en Spring Lake. Volvía a casa después de visitar a la señora Carter, cuya salud siempre precaria se ha deteriorado de forma alarmante desde el suicidio de Douglas, que era su único hijo. Ahora se cree que Letitia no se ahogó, sino que estas tres amigas mías fueron víctimas de asaltos con violencia. Mi madre ha cancelado el arriendo de la casa que solemos alquilar para la temporada. Dijo que no me quería exponer a ningún peligro. Este verano pensamos ir a Newport. Pero echaré mucho de menos Spring Lake.

La autora concluía:

Con el paso de los años, el misterio de las desapariciones dio lugar a muchos rumores infundados. Los restos de una joven que emergieron en la orilla de Manasquan tal vez fueran los de Letitia Gregg. Una prima de los Mallard jura que vio a Ellen Swain en Nueva York del brazo de un hombre apuesto. Algunas personas dieron crédito a esta historia, porque Ellen no era feliz en su casa. Sus padres eran muy exigentes y críticos. Aquellos de nosotros que fuimos sus confidentes y sabíamos de su afecto por Edgar Newman jamás creímos que hubiera huido con alguien a Nueva York.

Henry y yo nos casamos en 1896, y diez años después volvimos a Spring Lake con nuestros tres hijos pequeños para reanudar la vida tranquila de los veraneantes, ahora tan de moda.

Emily cerró el libro y lo dejó sobre el sofá. «Es como viajar en el tiempo», pensó. Se levantó y se desperezó, consciente de pronto del largo rato que había estado sentada sin moverse. Se quedó sorprendida al comprobar que era casi mediodía.

«Una bocanada de aire puro me despejaría», pensó. Fue a la puerta principal, la abrió y salió al porche. El efecto de la combinación del sol con la brisa tibia ya se notaba en la hierba y en los arbustos. Parecían más verdes, más llenos, dispuestos a crecer y multiplicarse. «A finales del mes que viene volveré a colocarlo todo en el porche. Será fantástico sentarse aquí».

Veintisiete piezas de los muebles de mimbre originales estaban guardadas en el almacén de la empresa de mudanzas.

—Ahora están protegidos por plástico —le habían dicho los Kiernan—, pero han sido reparados y restaurados. Les hemos puesto almohadones nuevos forrados de una tela que, creemos, es la réplica del dibujo floral originario.

El conjunto incluía sofás, chaise-longues, sillas y mesas. Tal vez habrían utilizado algunos en la fiesta de cumpleaños de Madeline, reflexionó Emily. Y tal vez Madeline se habría sentado en una de las sillas, mientras esperaba a que Douglas Carter llegara con su anillo de compromiso.

«Me siento tan cerca de ellos —pensó—. Cobran vida en este libro».

Incluso desde una manzana de distancia, el aire del mar era vivificante y embriagador. Volvió al interior de mala gana, y entonces comprendió que no estaba de humor para otra sesión de lectura. Decidió dar una larga caminata por el paseo marítimo y tomar un bocadillo en la ciudad.

Dos horas más tarde, cuando regresó a casa con la sensación de que había despejado su cabeza, encontró dos mensajes en el contestador automático. El primero era de Will Stafford. «Llámame, por favor, Emily. He de decirte algo». El segundo era de Nicholas Todd. «He de reunirme contigo, Emily. Espero que puedas hacerme un hueco el sábado o el domingo. Quiero comentarte algunas cosas importantes. Mi teléfono directo es el 212-555-0857».

Stafford estaba en su despacho.

—He hablado con la señora Lawrence, Emily —dijo—. Le gustaría que vinieras al refrigerio que se servirá después de la misa. Le he dicho que pensabas asistir.

—Es muy amable por su parte.

—Quiere conocerte. ¿Qué te parece si te recojo y vamos juntos a la ceremonia y a casa de los Lawrence? Te presentaré a algunas personas de la ciudad.

—Me gustaría mucho.

—Estupendo. Mañana por la mañana, a las once menos veinte.

—Estaré preparada. Gracias.

Marcó el número de Nick Todd. «Espero que no hayan cambiado de idea con respecto al empleo», pensó con aprensión. La posibilidad la aterró.

Nick contestó al primer timbrazo.

—Hemos estado siguiendo las noticias. No es una forma muy agradable de instalarse. Espero que no hayas tenido demasiados problemas.

Emily creyó detectar cierta tensión en su voz.

—La verdad es que ha sido muy triste —contestó—. Dijiste que necesitabas verme. ¿Tu padre ha cambiado de idea sobre el empleo?

Su risa fue espontánea y tranquilizadora al mismo tiempo.

—Nada de eso. ¿Te va bien comer o cenar mañana? ¿O prefieres el domingo?

Emily meditó. Al día siguiente tendrían lugar la misa y el refrigerio en casa de los Lawrence. «Además, quiero acabar con estos libros y devolverlos al señor Wilcox», pensó.

—Me iría mejor comer el domingo —dijo—. Reservaré mesa en algún sitio bueno.

A las cinco y media, un miembro de la policía científica llamó al timbre de la puerta trasera.

—Hemos terminado, señora Graham. No hay nada más enterrado ahí.

Emily se sorprendió de su sensación de alivio. En el fondo temía que también hallaran los restos de Letitia Gregg y Ellen Swain.

La cara, las manos y la ropa del veterano policía estaban sucios de barro. Parecía cansado y aterido.

—Un asunto muy desagradable —dijo—. Al menos los rumores sobre un asesino en serie reencarnado se apaciguarán.

—Eso espero.

«Sin embargo, ¿por qué presiento que la situación va a empeorar?», pensó Emily mientras daba las gracias al agente. Cerró con llave la puerta. La oscuridad se cernía en el exterior.