Cuando había ido a comprar comida después de firmar el contrato de propiedad de la casa, Emily había añadido un paquete de pollo troceado con la idea de preparar una sopa. Después de que los detectives se marcharan, decidió que la prepararía para la cena.
El hoyo del patio trasero y la posibilidad de que hubiera otros cuerpos enterrados allí le provocaban la sensación de que el perfume de la muerte impregnaba el aire que la rodeaba. «Además —se dijo—, siempre pienso mejor cuando tengo las manos ocupadas en trocear en juliana las verduras y amasar pasta. El caldo de pollo beneficia a la mente, y en este preciso momento, la mía necesita cierta ayuda».
Entró en la cocina y bajó las persianas para no ver la deprimente escena del patio. Sus manos trabajaban sin descanso: pelaban zanahorias, troceaban apio y cebollas, buscaban condimentos. Cuando encendió el fuego bajo la olla, ya había tomado una decisión.
Había sido una estupidez no llamar a la policía de Albany de inmediato e informar de lo sucedido anoche. Deberían saberlo.
«¿Por qué no les llamé?». Contestó a su propia pregunta: «Porque no quiero creer que vaya a empezar otra vez. Me he empeñado en no querer ver la realidad desde que echaron esa fotografía por debajo de mi puerta».
Sabía lo que debía hacer. El detective Walsh había dejado la bolsa de libros en la cocina. La recogió, fue al estudio y la depositó junto al sofá, delante de la mullida butaca. Se acercó al escritorio, cogió el móvil y se sentó sobre el brazo del sofá.
Su primera llamada fue al detective Marty Browski, de Albany. Había sido uno de los agentes que detuvieron a Ned Koehler cuando rondaba su casa. La reacción de Browski a lo que le contó fue de asombro y preocupación.
—Yo diría que se trata de un imitador o bien de un amigo de Koehler que ha decidido seguir sus pasos. Lo investigaremos. Me alegro de que llamaras a la policía local, Emily. Mira, voy a telefonearles para advertirles de la gravedad del problema. Les pondré en antecedentes.
Su siguiente llamada fue a Eric Bailey. Pasaban de las cinco, pero aún seguía en su oficina y se alegró de oír a Emily.
—Albany no es lo mismo sin ti —dijo. Emily sonrió al escuchar su tono de preocupación. Pese a estar forrado de millones, Eric nunca cambiaría, pensó. Era tímido y desvalido, pero también era un genio.
—Yo también te echo de menos —le aseguró—. Quiero pedirte un favor.
—Estupendo. Ya está hecho, sea lo que sea.
—Eric, la cámara de seguridad que colocaste en mi casa de la ciudad fue lo que permitió que detuvieran a Ned Koehler. Me ofreciste una para Spring Lake. Acepto. ¿Puedes enviar a alguien para que la instale?
—Iré yo mismo. Tengo ganas de verte. Estos próximos días estoy muy liado. ¿Qué te parece el lunes?
Le imaginó con la frente arrugada y los dedos jugueteando con algún objeto de su escritorio. Cuando triunfó, cambió sus tejanos, camisetas y parkas por un vestuario lujoso. Detestaba los chismes maliciosos que la gente difundía sobre él, sobre que seguía pareciendo un colgado. Pobrecillo.
—El lunes me va bien.
—¿Cómo va tu casa?
—Ya te contaré el lunes.
«Eso será lo máximo que pueda hacer —pensó Emily mientras colgaba—. Vamos a ver esos libros».
Pasó las tres horas siguientes ovillada en la butaca, absorta en los libros que Wilcox le había prestado. Había elegido bien, pensó. Se sintió transportada a una era de carruajes de caballos, lámparas de aceite y aristocráticas mansiones estivales.
Teniendo en cuenta el precio que acababa de pagar por la casa, la ordenanza municipal que fijaba en tres mil dólares la cantidad mínima que el dueño de una propiedad podía gastar en construir una vivienda nueva le arrancó una sonrisa.
El informe de 1893 del presidente de la Junta de Salud Pública, referido a la necesidad de evitar tirar basura al mar «con el fin de mantener nuestra playa libre de las materias ofensivas arrojadas en ella día tras día», era un irónico recordatorio de que algunas cosas nunca cambian.
Un libro con muchas fotografías incluía una de un picnic dominical escolar en 1890. En la lista de los niños asistentes figuraba el nombre de Catherine Shapley.
«La hermana de Madeline. Mi bisabuela —pensó Kmily—. Ojalá pudiera localizarla». En aquel mar de rostros era imposible emparejar uno de ellos con las escasas fotos familiares que se habían salvado del incendio.
A las ocho, volvió a la cocina y acabó de preparar la cena. Una vez más, puso un libro en vertical sobre la mesa. Lo había reservado porque parecía el más interesante. Se titulaba Reflexiones de una niñez y había sido publicado en 1938. La autora, Phyllis Gates, veraneaba en Spring Lake a finales de la década de 1880 y a principios de la siguiente.
El libro estaba bien escrito y ofrecía un vivido retrato de la vida social en aquellos tiempos. Se describían picnics y cotillones, espléndidos festejos en el hotel Monmouth, baños en el mar y paseos a caballo y en bicicleta. Pero lo que más intrigaba a Emily eran los numerosos extractos de un diario que Phyllis Gates había escrito durante aquellos años.
Emily había terminado de cenar. Le escocían los ojos de cansancio y estaba a punto de cerrar el libro, cuando volvió la página y vio el nombre de Madeline Shapley en un extracto del diario.
18 de junio de 1891. Esta tarde hemos asistido a una merienda en casa de los Shapley. Era para celebrar el decimonoveno cumpleaños de Madeline. En el porche habían colocado doce mesas bellamente adornadas con flores del jardín. Me senté en la mesa de Madeline, al igual que Douglas Carter, que está muy enamorado de ella. Le tomamos el pelo a Madeline a propósito de él.
En un extracto de 1891, la autora escribía:
Acabábamos de cerrar nuestra casa y regresar a Filadelfia, cuando nos enteramos de la desaparición de Madeline. Fue muy doloroso para todos nosotros. Mamá regresó a toda prisa a Spring Lake para expresar su condolencia y encontró a la familia sumida en un estado de profundo pesar. El padre de Madeline le confesó que, por el bien de la salud de su mujer, se iba a mudar con la familia a otra zona.
A punto de cerrar el libro, Emily pasó las páginas. Un extracto de 1893 llamó su atención.
Douglas Carter se ha suicidado. Había perdido el tren en Nueva York aquel fatídico día y tuvo que esperar uno posterior. Se obsesionó con la idea de que, si hubiera llegado antes, tal vez la habría salvado.
Mi madre pensaba que había sido una grave equivocación por parte de los padres de Douglas no cambiarse de casa, pues la suya quedaba enfrente de la de los Shapley, al otro lado de la calle.
Pensaba que habrían podido evitar la melancolía que se apoderó de Douglas, que se pasaba las horas mirando el porche de los Shapley.
Emily dejó el libro. Sabía que Douglas Carter se había suicidado. Pero no que vivía en la casa de enfrente.
«Me gustaría saber más acerca de él —pensó—. Me pregunto hasta qué punto estaban seguros de que había perdido el tren».