—Ya no puedo más —dijo Nick en voz alta.
Estaba de pie, ante la ventana de su despacho del bufete Todd, Scanlon, Klein & Todd, mirando la calle, que se encontraba treinta pisos más abajo. Los coches desaparecían en el túnel que comunicaba la calle Cuarenta con la Treinta y tres, bajo Park Avenue South. «La única diferencia entre los coches y yo, es que yo estoy atascado en el túnel —pensó—. Los coches salen por el otro lado».
Había pasado la mañana en la sala de conferencias, trabajando en el caso Hunter. «Hunter va a salir libre como un pajarito y yo habré colaborado a que eso sea posible». La certidumbre le daba náuseas.
«No quiero herir a papá, pero no puedo hacerlo», reconoció. Pensó en aquellas antiguas y sabias palabras: «Por encima de todo, has de ser fiel a ti mismo y, así como el día sigue a la noche, no puedes engañar a ningún hombre».
«Ya no puedo seguir engañándome a mí mismo. Este no es mi lugar. No quiero estar aquí. Quiero procesar a esos crápulas, no defenderlos».
Oyó que la puerta de su despacho se abría. Sólo una persona lo haría sin llamar antes. Se volvió poco a poco. Tal como esperaba, era su padre.
—Nick, tenemos que hacer algo acerca de Emily Graham. Debía de estar loco cuando le dije que podía esperar hasta el 1 de mayo para empezar a trabajar. Acabamos de aceptar un caso que le va como anillo al dedo. Quiero que vayas a Spring Lake y le digas que la necesitamos aquí antes de una semana.
Emily Graham. El pensamiento que había sorprendido a Nick cuando la vio en acción en el tribunal pasó por su mente. Emily y su padre eran tal para cual. Habían nacido para ser abogados defensores.
Había estado a punto de decirle a su padre que dimitía.
«Puedo esperar un poco más —decidió—. Pero en cuanto Emily Graham se incorpore, me largo de aquí».