A las tres menos cuarto, Emily aparcó delante de la casa de Clayton y Rachel Wilcox, en Ludlam Avenue. Media hora antes, había llamado a Will Stafford para que le sugiriera dónde debería empezar su investigación sobre la desaparición de Madeline Shapley.
—Will —dijo, con cierto tono de disculpa—, sé que pensabas haber terminado conmigo después de cerrar el trato ayer, y tenías razón. No quisiera ser un coñazo, pero necesito averiguar algunas cosas sobre Spring Lake durante la época en que mi familia vivió aquí. Quiero informes policiales, artículos periodísticos o cualquier otra información sobre el caso de Madeline, si todavía existen. Y no sé por dónde empezar.
—Nuestra biblioteca de la Tercera Avenida contiene excelente material de referencia —dijo el abogado—, pero la Sociedad Histórica del condado de Monmouth, en Freehold, es sin duda la principal fuente de información.
Emily le dio las gracias, y ya estaba a punto de colgar, cuando él dijo:
—Espera un momento, Emily. Un buen atajo podría ser hablar con el doctor Clayton Wilcox. Fue rector de una universidad, pero ya está jubilado y se ha convertido en el historiador no oficial de la ciudad. Hay otro dato que puede interesarte: él y su mujer, Rachel, asistieron a la fiesta que ofrecieron los Lawrence en su casa la noche antes de que Martha desapareciera. Déjame que le llame.
Volvió a telefonear un cuarto de hora después.
—Clayton estará encantado de recibirte. Ve ahora mismo. Le expliqué lo que querías y ya está reuniendo material para ti. Anota su dirección.
«Aquí estoy», pensó Emily mientras bajaba del coche. La mañana había sido soleada y relativamente calurosa, pero el tenue sol del atardecer y el viento se habían combinado para proporcionar una atmósfera fría y llena de sombras.
Subió a paso ligero los escalones del porche y llamó al timbre. La puerta se abrió al cabo de un momento.
Aunque nadie se lo hubiera dicho, habría adivinado por instinto que el doctor Clayton Wilcox era un académico. No podía ser otra cosa con su pelo alborotado, las gafas colgadas sobre el extremo de la nariz, los ojos de gruesos párpados y el abultado jersey que llevaba sobre la camisa y la corbata. Solo faltaba la pipa, pensó.
Su voz era profunda, y habló con un tono agradable cuando la recibió.
—Entre, por favor, señora Graham. Ojalá pudiera decir «bienvenida a Spring Lake» sin más, pero, dadas las trágicas circunstancias del hallazgo del cadáver de Martha Lawrence en su propiedad, no parece lo más apropiado, ¿verdad?
Se hizo a un lado y, cuando pasó junto a él, Emily se quedó sorprendida al comprobar que medía casi un metro ochenta. El hecho de que fuese un poco encorvado daba una primera impresión de menor estatura.
Cogió la chaqueta de Emily y la guió por el pasillo de forma que pasaron ante la sala de estar.
—Cuando decidimos mudarnos a Spring Lake, hace doce años, mi esposa se encargó de buscar la casa —explicó mientras le indicaba con un gesto que entrara en una habitación cuyas cuatro paredes estaban forradas de libros de arriba abajo—. Mis únicas exigencias eran que la quería de estilo Victoriano y que una habitación fuera lo bastante amplia para albergar mis libros, mi escritorio, mi sofá y mi butaca.
—Unas instrucciones muy precisas. —Emily sonrió mientras paseaba la vista alrededor—. Pero consiguió lo que deseaba.
Era el tipo de habitación que le gustaba. El sofá de piel color vino era mullido y confortable. Le habría gustado echar un vistazo a las estanterías. La mayor parte de los libros parecían antiguos, y supuso que los guardados en una sección acristalada eran valiosos.
En la esquina izquierda del enorme escritorio había una pila de libros y papeles amontonados al azar. Una docena de libretas, como mínimo, rodeaban un ordenador portátil abierto. La pantalla estaba encendida.
—Le he interrumpido —dijo Emily—. Lo siento muchísimo.
—No se preocupe. No estaba muy inspirado, y tenía muchas ganas de conocerla.
Wilcox se acomodó en la butaca.
—Will Stafford me ha dicho que está interesada en la historia de Spring Lake. He escuchado las noticias y sé que los restos de su antepasada fueron encontrados con los de la pobre Martha Lawrence.
Emily asintió.
—Es evidente que el asesino de Martha sabía que Madeline Shapley estaba enterrada allí, pero la pregunta es cómo pudo saberlo.
—¿El asesino? ¿Supone que el asesino actual es un hombre?
Wilcox enarcó una ceja.
—Creo que es más que probable, pero no estoy segura. Tampoco tengo ninguna certeza sobre el asesino de hace cien años. Madeline Shapley era la hermana de mi bisabuela. Si hubiera vivido hasta los ochenta años, habría muerto hace un par de generaciones y a estas alturas nadie la recordaría, como nos pasará a todos con el tiempo. En cambio, fue asesinada cuando solo contaba diecinueve años. En cierta manera peculiar, para nuestra familia no está muerta. Es una asignatura pendiente.
Emily se inclinó y enlazó las manos.
—Doctor Wilcox, soy una abogada criminalista, y bastante buena. Tengo mucha experiencia en lo tocante a reunir pruebas. Hay una relación entre las muertes de Martha Lawrence y Madeline Shapley, y cuando uno de esos asesinatos se resuelva, puede que el otro también. Tal vez le parezca ridículo, pero creo que quien descubrió que Madeline Shapley estaba enterrada en el jardín de su casa familiar también descubrió cómo había muerto.
El hombre asintió.
—Puede que tenga razón. Es posible que haya datos en alguna parte. Tal vez una confesión por escrito. O una carta. De todos modos, está sugiriendo que la persona que descubrió tal documento no solo lo ocultó, sino que utilizó la información sobre la sepultura cuando cometió el crimen.
—Estoy sugiriendo eso, en efecto. Y algo más. Creo que ni Madeline en 1891 ni Martha hace cuatro años y medio eran el tipo de chicas que se va con un desconocido a las primeras de cambio. Lo más probable es que cayeran en la trampa de alguien en quien confiaban.
—Me parece que esa es una conclusión arriesgada, señora Graham.
—No necesariamente, doctor Wilcox. Sé que la madre y la hermana de Madeline se encontraban en la casa cuando ella desapareció. Era un día caluroso de septiembre. Las ventanas estaban abiertas. La habrían oído si hubiera gritado.
Martha Lawrence salió a correr. Era temprano, pero no debía de ser la única que hacía ejercicio. Hay casas que dan al paseo. Habría sido muy osado, y muy imprudente, abordarla y arrastrarla por la fuerza hasta un coche o una furgoneta sin ser observado.
—Le ha dado muchas vueltas al problema, ¿verdad, señora Graham?
—Llámeme Emily, por favor. Sí, he pensado mucho en el caso. No es difícil concentrarse en el asunto cuando un equipo de la policía científica está peinando mi patio trasero en busca de huesos de mujeres asesinadas. Por suerte, no empiezo a trabajar en Manhattan hasta el 1 de mayo. Hasta entonces tengo tiempo para investigar. —Se puso en pie—. Ya le he robado bastante tiempo, doctor Wilcox; tengo que volver a casa para encontrarme con un detective de la oficina del fiscal.
Wilcox también se levantó.
—Cuando Will Stafford telefoneó, seleccioné algunos libros y artículos sobre Spring Lake que tal vez le sean útiles. También hay algunas copias de recortes de periódicos de la década de 1890. Solo son la punta del iceberg, pero la mantendrán ocupada durante un tiempo.
La pila de libros y papeles que Emily había visto sobre el escritorio era el material que Wilcox había reunido para ella.
—Espere un momento. No podrá llevárselo así —dijo, más para sí que para ella. Abrió el último cajón del escritorio y sacó una bolsa de tela doblada con la leyenda Librería de Enoch College impresa—. Si guarda siempre mis libros dentro de la bolsa, no se extraviarán —sugirió. Señaló al escritorio—. Estoy escribiendo una novela histórica ambientada en Spring Lake en 1876, el año en que inauguraron el hotel Monmouth. Es mi primer intento de escribir ficción y lo considero un gran desafío. —Sonrió—. He escrito mucho sobre temas académicos, por supuesto, y estoy descubriendo que es más fácil escribir sobre temas reales que ficticios.
La acompañó hasta la puerta.
—Reuniré más material para usted, pero ya hablaremos después de que haya examinado todas estas referencias. Tal vez se le ocurran algunas preguntas.
—Ha sido usted muy amable —dijo Emily mientras se estrechaban la mano en la puerta.
Ignoraba por qué había experimentado una repentina sensación de incomodidad, incluso de claustrofobia. «Es la casa —pensó mientras bajaba los escalones y subía al coche—. A excepción de su estudio, carece de alegría».
Había echado un vistazo a la sala de estar cuando pasó por delante. La tapicería oscura y las recias cortinas constituían lo peor de la decoración victoriana, pensó. Todo era grueso, oscuro y formal. Se preguntó cómo sería la señora Wilcox.
Desde la ventana, Clayton Wilcox observó a Emily alejarse en el coche. Una joven muy atractiva, pensó mientras volvía a su estudio a regañadientes. Se sentó ante el escritorio y pulsó el intro del ordenador.
El salvapantallas desapareció, y recuperó la página en la que estaba trabajando. Se refería a la frenética búsqueda de una joven que había ido a Spring Lake con sus padres para asistir a la inauguración del hotel Monmouth que tuvo lugar en 1876.
Clayton Wilcox sacó del primer cajón del escritorio una copia de un artículo de portada aparecido en el Seaside Gazette el 12 de septiembre de 1891.
Empezaba así: «Se sospecha algo siniestro en la misteriosa desaparición, hace cinco días, de Madeline Shapley en Spring Lake…».