A las dos, Tommy Duggan volvió a su despacho, seguido por Pete Walsh. Después de la conferencia de prensa, un equipo de la oficina del fiscal había empezado a repasar el expediente de Martha Lawrence. Cada detalle, desde la primera llamada telefónica que denunció la desaparición de Martha hasta el hallazgo de su cadáver, estaba siendo escudriñado para ver si habían pasado algo por alto.
Osborne había puesto a Tommy al mando de la investigación y había asignado a Pete Walsh como su ayudante. Walsh había sido agente de policía en Spring Lake durante ocho años, antes de entrar en la oficina del fiscal hacía dos meses.
También había sido miembro del equipo de investigación que había pasado la noche en el archivo del tribunal buscando en cajones polvorientos datos sobre la desaparición de Madeline Shapley en 1891.
Fue Walsh quien sugirió mirar si había informes sobre mujeres desaparecidas en esa época y había desenterrado los nombres de Letitia Gregg y Ellen Swain.
Tom miró a Walsh con compasión.
—No lo había mencionado antes, pero pareces un deshollinador —le dijo.
El polvo y la mugre de una noche de búsqueda se había adherido a la piel y a la ropa de Pete. Sus ojos estaban inyectados en sangre y, aunque tenía la corpulencia de un jugador de rugby, sus hombros empezaban a encorvarse de fatiga. A los treinta años, pese a una calva incipiente, parecía un chaval cansado.
—¿Por qué no te vas a casa, Pete? —propuso Tom—. Te estás durmiendo de pie.
—Estoy bien. Dijiste que querías hacer unas llamadas. Nos las repartiremos.
Tom se encogió de hombros.
—Como quieras. El depósito de cadáveres entregará los restos de Martha a la familia a última hora de hoy. Han acordado que un encargado de ceremonias los recoja y los lleve al crematorio. Los familiares cercanos estarán presentes y acompañarán la urna con sus cenizas hasta el mausoleo familiar, en el cementerio de St Catherine. Como sabes, la información no se filtrará al público. La familia quiere que la ceremonia sea íntima.
Pete asintió.
—Un portavoz de la familia ya habrá anunciado a la prensa que el sábado se celebrará una misa en memoria de Martha en St Catherine.
Tommy estaba seguro de que casi todas las personas que habían asistido a la fiesta celebrada la noche anterior a la desaparición de Martha acudirían a la misa. Ya había indicado a Pete que quería reunirías a todas bajo un mismo techo, donde fuera, para interrogarlas por separado. Podrían descubrir con mayor rapidez si aparecían contradicciones en sus recuerdos… o tal vez no, pensó con amargura.
Veinticuatro invitados y cinco miembros de la empresa de catering se habían reunido en casa de los Lawrence aquella noche.
—Pete, después de reunirlos haremos lo de costumbre. Habla un poco con ellos, de uno en uno, y trata de averiguar si alguno perdió algo en esa fiesta. Nuestro principal objetivo es descubrir si alguien llevaba un pañuelo de seda gris con cuentas metálicas.
Tommy sacó la lista de invitados y la dejó sobre el escritorio.
—Voy a llamar a Will Stafford para preguntarle si puedo reunir a todo el mundo en su casa después de la misa —dijo—. Si él da su aprobación, empezaremos con las llamadas.
Tendió la mano hacia el teléfono.
Stafford acababa de llegar de comer.
—Claro que puede convocar la reunión —dijo—, pero será mejor que la retrase un poco. Tengo sobre mi escritorio una invitación de los Lawrence. Después de la misa ofrecerán un bufé frío en su casa para los amigos íntimos. Estoy seguro de que casi todos los invitados de la fiesta estarán incluidos.
—En ese caso, pídales que estén en casa de usted a las tres en punto. Gracias, señor Stafford.
«Daría cualquier cosa por ir a ese bufé», pensó Tommy, asintiendo en dirección a Pete.
—Ahora que tenemos el lugar y la hora, empecemos con las llamadas. Tenemos que estar en casa de Emily Graham dentro de una hora. Vamos a intentar convencerla con buenas palabras de que nos dé permiso para que la excavadora remueva todo el patio.
Empezaron a hacer llamadas telefónicas y localizaron a todo el mundo, excepto a Bob Frieze.
—Le llamará después —prometió un empleado del restaurante.
—Dígale que me llame lo antes posible —pidió Tommy—. He de irme pronto.
—Mejor de lo que esperaba —dijo a Pete mientras cotejaban los resultados de las demás llamadas.
A excepción de dos parejas ancianas que no podían estar implicadas en la muerte de Martha, todas las demás personas invitadas a la fiesta pensaban asistir a la misa del sábado.
Llamó de nuevo al restaurante The Seasoner, y esta vez Bob Frieze accedió a ponerse. La petición de personarse en casa de Stafford provocó una vigorosa protesta.
—Los sábados por la tarde y por la noche estoy muy ocupado en mi restaurante —dijo—. Hemos hablado infinidad de veces, detective Duggan. Le aseguro que no puedo añadir nada más a lo que ya le he dicho.
—Quizá no le haría gracia que la prensa se enterara de que se resiste a colaborar con la policía —replicó Tommy.
Cuando colgó, sonrió satisfecho.
—Me gusta amenazar a ese tipo —dijo a Walsh—. Me sienta bien.
—También a mí me ha gustado oírte amenazarle. Cuando trabajaba en la comisaría de Spring Lake, todo el mundo tenía el número de ese tipo. La primera señora Frieze era una mujer adorable, a la que dejó plantada después de que le diera tres hermosos niños y aguantara sus escapaditas durante treinta años. Todos sabíamos que Bob Frieze era un mujeriego. Es un ser despreciable. Hace ocho años, cuando yo era un novato, le metí una multa por exceso de velocidad y él hizo todo lo posible para que me echaran del cuerpo.
—Lo que empiezo a preguntarme es si su segundo matrimonio le ha curado de su faceta de mujeriego —dijo Tommy con aire pensativo—. Se está poniendo a la defensiva.
Se levantó.
—Vamos. Tenemos tiempo de comer algo antes de reunimos con la Graham.
De pronto, Tommy se dio cuenta de que no probaba bocado desde que alguien había traído café y donuts hacía unas horas. Por un momento forcejeó con sus demonios, y a continuación pensó en lo que iba a pedir en el McDonald's. Un Super Mac con doble ración de patatas fritas. Y una coca-cola grande.