13

Will Stafford tenía que cerrar la venta de un edificio comercial en Sea Girt, la ciudad vecina de Spring Lake, a las nueve de la mañana. En cuanto regresó a su despacho, intentó llamar a Emily, pero a ella aún no le habían conectado el teléfono y él no tenía el número de su móvil.

Era casi mediodía cuando la localizó.

—Ayer fui a Nueva York nada más cerrar el trato contigo —explicó—, y no supe lo sucedido hasta que lo oí en el último telediario de la noche. Lo siento mucho por los Lawrence y también por ti.

Era gratificante percibir preocupación en su voz.

—¿Por casualidad viste la entrevista con el fiscal? —preguntó Emily.

—Sí. Pat, mi recepcionista, llamó para decirme que la estaban transmitiendo. ¿Crees que por algún azar…?

Sabía cuál era la pregunta.

—¿Si creo que el anillo encontrado en la mano de Martha Lawrence pertenecía a Madeline Shapley? Sé que sí. Hablé con mi abuela, y pudo describir el anillo por lo que le habían contado de él.

—Entonces la hermana de tu bisabuela ha estado enterrada todos estos años en la finca.

—Eso parece —admitió Emily.

—Alguien lo sabía y depositó el cadáver de Martha junio al suyo, pero ¿cómo sabía dónde estaba enterrada Madeline Shapley?

Will Stafford parecía tan desorientado como Emily.

—Si hay una respuesta, tengo la intención de descubrirla —dijo ella—. Bien, me gustaría conocer a los Lawrence. ¿Los conoces?

—Sí. Daban fiestas con frecuencia antes de que Martha desapareciera. Yo solía ir a su casa y les veía bastante en la ciudad, por supuesto.

—¿Te importaría llamar y preguntarles si querrían recibirme, cuando les vaya bien?

Will no preguntó los motivos de su petición.

—Volveré a llamarte —prometió.

Al cabo de veinte minutos, la voz de la recepcionista, Pat Glynn, sonó por el intercomunicador.

—Señor Stafford, Natalie Frieze está aquí. Quiere verle unos minutos.

Justo lo que necesitaba, pensó Will. Natalie era la segunda esposa de Bob Frieze, que llevaba mucho tiempo residiendo en Spring Lake. Bob se había jubilado de su correduría hacía casi cinco años y había cumplido su viejo sueño de abrir un restaurante de lujo en Rumson, una ciudad que distaba unos veinte minutos. Se llamaba The Seasoner.

Natalie tenía treinta y cuatro años. Bob, sesenta y uno, y estaba claro que cada uno había obtenido del matrimonio lo que deseaba. Bob tenía una mujer de bandera y Natalie, una vida de lujo.

Ella también tenía veleidades, que a veces tomaban a Will como objetivo.

Pero hoy, cuando entró, Natalie no estaba para flirteos. Le ahorró su habitual saludo efusivo, que siempre incluía un beso cariñoso, y se dejó caer en una silla.

—Will, es muy triste lo de Martha Lawrence —dijo—, pero ¿va a causar mucho revuelo? Estoy preocupadísima.

—Con los debidos respetos, Natalie, no pareces muy preocupada. De hecho, pareces recién salida de las páginas de Vogue.

Vestía un chaquetón tres cuartos de piel color chocolate, con cuello y puños de marta cibelina, y pantalones de piel a juego. Su largo cabello rubio colgaba hasta más abajo de los hombros. Su bronceado, recién adquirido en Palm Beach, según sabía Will, destacaba sus ojos azul turquesa. Se repantigó en la silla como si estuviera demasiado abrumada para sentarse recta, cruzó las piernas y mostró un esbelto pie arqueado, enfundado en una sandalia abierta por detrás.

Hizo caso omiso del cumplido.

—Will, he venido a hablar contigo nada más ver la conferencia de prensa. ¿Qué opinas del dedo encontrado en la mano de Martha? ¿No es un poco macabro?

—Es muy extraño.

—A Bob casi le dio un infarto. Se quedó a ver toda la entrevista con el fiscal antes de salir hacia el restaurante. Ni siquiera le dejé conducir el coche.

—¿Por qué le impresionó tanto?

—Ya sabes que el detective Duggan aparece cada dos por tres para hablar con todos los que estuvimos en la maldita fiesta de los Lawrence la noche antes de que Martha desapareciera.

—¿Qué intentas decir, Natalie?

—Que si ya veíamos bastante a Duggan antes, no será nada en comparación con lo que le veremos ahora que la investigación se ha reactivado. Es evidente que Martha fue asesinada, y si la gente de aquí empieza a pensar que uno de nosotros fue el responsable de su muerte, la publicidad será muy negativa.

—¿Publicidad? Por el amor de Dios, Natalie, ¿a quién le preocupa la publicidad?

—Te diré a quién. A mi marido. Cada céntimo de Bob está invertido en su lujoso restaurante. El porqué pensó que podría triunfar sin tener ni idea de hostelería es una pregunta a la que solo podría responder un psiquiatra. Tiene un nudo en el estómago porque piensa que, si se nos presta demasiada atención por haber asistido a la fiesta, su negocio podría verse perjudicado. No está para demasiados trotes, debería añadir: hasta el momento, ya han pasado tres chefs por allí.

Will había ido al restaurante varias veces. La decoración era opresiva y ostentosa, y además se exigía chaqueta y corbata por la noche, lo cual no agradaba a los veraneantes. «Sugerí que olvidara lo de la corbata», pensó Will. La comida era corriente y los precios demasiado elevados.

—Natalie —dijo—, sé que Bob está sometido a mucha presión, pero pensar que el haber estado en la fiesta de los Lawrence ahuyentará a la clientela es un poco paranoico.

«Y si perdéis mucho dinero, tu contrato prenupcial no valdrá gran cosa», pensó.

Natalie suspiró y se levantó de la silla.

—Espero que tengas razón, Will. Bob es un manojo de nervios. Me ladra a la menor insinuación.

—¿Qué tipo de insinuación?

«Aunque ya me imagino cuál», pensó Will.

—Que, tal vez, antes de despedir a otro chef, debería recibir clases para ocuparse personalmente de la cocina. —Natalie se encogió de hombros y sonrió—. Hablar contigo me tranquiliza. Aún no habrás comido. Vamos a tomar algo.

—Iba a pedir que me enviaran un bocadillo.

—De ninguna manera. Vamos a comer al Oíd Mill. Venga, necesito compañía.

Cuando salieron a la calle, ella le cogió del brazo.

—La gente murmurará —sugirió Will sonriendo.

—¿Y qué? De todos modos, la gente me mira mal. Le dije a Bob que deberíamos mudarnos a otro sitio. Esta ciudad es demasiado pequeña para mí y su primera esposa.

Mientras aguantaba la puerta del coche para que Natalie subiera, el sol arrancó destellos de su largo pelo rubio.

Por un motivo desconocido, la declaración del fiscal pasó por la mente de Will. «Entre los restos se encontraron mechones de largo pelo rubio».

Era bien sabido que Bob Frieze, al igual que su mujer de bandera, tenía debilidades.

Sobre todo por las mujeres guapas de largo pelo rubio.