12

Emily despertó a las nueve del sueño inquieto en que había caído después de cerrar las ventanas para amortiguar los sonidos procedentes del patio trasero.

Una larga ducha contribuyó a disipar su sensación de abotargamiento.

El cadáver de la chica desaparecida en el patio de atrás…

La foto deslizada por debajo de la puerta…

Will Stafford le había advertido que había sido demasiado impulsiva al comprar esa casa. «Pero tenía ganas de hacerlo —pensó mientras se ceñía el cinturón del albornoz—. Pese a lo ocurrido, no me arrepiento».

Se calzó unas zapatillas y bajó a preparar café. Desde la época de la universidad, su rutina de cada mañana consistía en ducharse, hacer café y vestirse con una taza llena cerca. Siempre había jurado que sentía encenderse luces en diferentes partes de su cerebro mientras bebía café.

Sin mirar afuera, intuyó que iba a hacer un día estupendo. Unos rayos de sol se filtraban por el vitral que había en el rellano de la escalera. Cuando pasó ante la sala de estar, se detuvo para admirar la pantalla decorativa de la chimenea y los morillos que había colocado el día anterior. «Estoy casi segura de que los compraron para la casa de Spring Lake cuando fue construida en 1875», había dicho su abuela. No desentonaban en absoluto. «Estoy segura de que siempre han estado aquí», pensó Emily.

En el comedor vio el aparador de roble con paneles de madera de boj, otra pieza que las mudanzas habían traído de Albany. Aquel aparador había sido comprado, sin la menor duda, para esta casa. Hacía unos años, su abuela había encontrado la factura.

Mientras esperaba a que hirviera el café, Emily se acercó a la ventana y observó al grupo de policías que removían con cuidado la tierra de la obra. ¿Qué pruebas encontrarían cuatro años y medio después de la muerte de Martha?, se preguntó.

«¿Por qué han traído perros esta mañana? ¿Creen en serio que hay alguien más enterrado ahí?».

Cuando el café estuvo preparado, se sirvió una taza y se la llevó arriba. Encendió la radio mientras se vestía. La noticia principal era el hallazgo del cadáver de Martha Lawrence, por supuesto. Emily se estremeció al oír su nombre en las noticias y que «la nueva propietaria de la finca donde fueron encontrados los restos de Martha Lawrence es descendiente de otra joven también misteriosamente desaparecida hace más de cien años».

Apagó la radio cuando sonó su móvil. «Será mamá», pensó. Hugh y Beth Graham, sus padres, ambos pediatras, habían ido a un seminario en California. Debían estar de vuelta en Chicago la noche anterior.

A su madre no le había hecho gracia la idea de que comprara la casa de Spring Lake. «No le va a gustar lo que he de decirle —pensó Emily—, pero no puedo evitarlo».

La doctora Graham estaba muy disgustada por lo ocurrido.

—Santo Dios, Em, recuerdo que, cuando era pequeña, me contaron la historia de Madeline. —Su madre se había pasado toda la vida esperando que ella entrara por la puerta algún día—. ¿Dices en serio que otra chica de Spring Lake desapareció y que sus restos han sido encontrados en la finca?

No concedió a Emily la oportunidad de contestar.

—Lo siento mucho por su familia, pero deseaba con toda mi alma que ahí estuvieras a salvo. Después de la detención del acosador, respiré con tranquilidad por primera vez en un año.

Emily imaginó a su madre en el despacho, sentada muy tiesa ante el escritorio, con su bonito rostro surcado de arrugas de preocupación. «No debería preocuparse por mí —pensó—. Estoy segura de que la sala de espera estará llena de bebés».

Sus padres compartían una consulta. Aunque ya habían cumplido los sesenta, ninguno de los dos pensaba en la jubilación. Cuando eran jóvenes, su madre había repetido con frecuencia a Emily y sus hermanos: «Si queréis ser felices un año, ganad a la lotería. Si queréis ser felices toda la vida, dedicaos al trabajo que más os guste».

Sus padres querían a todos y cada uno de sus pacientes.

—Míralo de otra forma, mamá. Al menos, la familia Lawrence tendrá paz, y vosotros ya no tendréis que preocuparos por mí.

—Supongo que no —admitió su madre a regañadientes—. No hay la menor posibilidad de que pongan en libertad a nuestro acosador, ¿verdad?

—Ni una. Ve a ocuparte de vuestros bebés. Dale un beso a papá de mi parte.

Cuando desconectó el móvil, tenía la serena determinación de que sus padres no se iban a enterar de la existencia del nuevo acosador, que imitaba al de antes. Y estaba satisfecha de su decisión de denunciar a la policía de Spring Lake la aparición de la foto por debajo de su puerta, por si sus padres llegaban a saberlo.

Se había puesto unos tejanos y un jersey. En lo posible, quería que el día se desarrollara según lo previsto. Los Kiernan habían quitado los muebles de la habitación pequeña contigua a la suite principal, y aquel espacio sería un estudio perfecto. Ya albergaba su escritorio, archivos y librerías. Necesitaba instalar el ordenador y el fax y sacar los libros de las cajas. La compañía telefónica le instalaría esa mañana las líneas, con una exclusiva para el ordenador.

Quería poner fotos familiares por toda la casa. Mientras se hacía un moño y lo ceñía con una peineta, Emily pensó en las fotos que había desechado antes de trasladarse al apartamento de Manhattan.

Todas las fotos de Gary habían desaparecido. Asimismo, todas las fotos de la universidad en que salía Barb, su mejor amiga. Su mejor colega. Emily y Barbara. Inseparables.

«Aja —pensó Emily mientras sentía una punzada de dolor—. Os presento a mi ex marido. Os presento a mi ex mejor amiga. Me pregunto si se seguirán viendo. Siempre supe que Barb tenía debilidad por Gary, pero jamás imaginé que fuera recíproca».

Después de tres años, no cabía duda. La enormidad de la traición era la causante del dolor, aunque a un nivel personal los dos habían perdido capacidad de hacerle daño.

Hizo la cama, estiró las sábanas y las sujetó bien. La colcha color crema hacía juego con el dibujo verde y rosa de las cortinas. A la larga, cambiaría la chaise-longue por un par de butacas confortables situadas ante el mirador. De momento se complementaban con la decoración y servirían.

El firme timbrazo de la puerta principal podía significar dos cosas: la compañía telefónica o la prensa. Miró por la ventana y se alegró de ver una furgoneta que exhibía el logo de Verizon.

A las once menos cinco, los operarios de la compañía telefónica se habían ido. Fue al estudio y encendió el televisor para ver las noticias.

«… un hueso de dedo centenario con un anillo…».

Cuando terminó el programa, Emily apagó el televisor y se quedó sentada en silencio. Y seguía mirando la pantalla cuando se oscureció, pues su mente era un caleidoscopio de recuerdos infantiles.

La abuela no paraba de contar historias sobre Madeline. «Yo siempre quería escucharlas —pensó Emily—. Hasta de pequeña, me parecían fascinantes». Los ojos de la abuela adquirían una expresión distante cuando hablaba de ella.

«Madeline era la hermana mayor de mi abuela —decía—. Mi abuela siempre se ponía muy triste cuando hablaba de ella. La adoraba. Me hablaba de lo guapa que era. La mitad de los jóvenes de Spring Lake estaban enamorados de ella. Todos se las ingeniaban para pasar por delante de la casa con la esperanza de verla sentada en el porche. El último día estaba muy emocionada. Su pretendiente favorito, Douglas Carter, había hablado con su padre y había recibido el permiso para declarársele. Esperaba que le trajera un anillo de compromiso. Era a última hora de la tarde. Llevaba un vestido de algodón blanco. Madeline le dijo a mi abuela que se había cambiado el anillo que le habían regalado a los dieciséis años de la mano izquierda a la derecha, para no tener que quitárselo cuando Douglas llegara…».

A los dos años de la desaparición de Madeline, Douglas Carter se suicidó, recordó Emily.

Se levantó. ¿Cabía la posibilidad de que su abuela recordara más cosas de las que le había contado cuando era pequeña? La vista empezaba a fallarle, pero gozaba de una salud excelente. Como mucha gente mayor, su memoria lejana había mejorado con la edad.

Ella y un par de amigas se habían mudado al mismo tiempo a una residencia para la tercera edad de Albany. Emily marcó el número y descolgaron al primer timbrazo.

—Hablame de la casa —pidió a su abuela tras un breve saludo.

No era fácil contarle lo sucedido.

—¿Han encontrado ahí a una joven desaparecida? Oh, Emily, ¿cómo es posible?

—No lo sé, pero quiero averiguarlo. Abuela, ¿recuerdas que me dijiste que Madeline llevaba un anillo el día que desapareció?

—Esperaba que Douglas Carter le trajera un anillo de compromiso.

—¿No dijiste algo sobre que llevaba uno que le habían regalado al cumplir los dieciséis años?

—Espera que piense. Oh, sí, es verdad, Em. Era un anillo de zafiros con una montura de diamantes pequeñitos. A juzgar por la descripción, yo tenía uno igual, que regalé a tu madre cuando cumplió los dieciséis años. ¿No te lo dio?

«Por supuesto —pensó Emily—. Alguien me lo birló en un albergue de juventud el verano que fui a Europa con Barbara».

—Abuela, ¿todavía conservas aquella grabadora que te regalé?

—Sí.

Durante los diversos veranos que había pasado en Europa, en su época universitaria, ambas habían grabado cintas que se enviaban mutuamente.

—Quiero que hagas algo. Empieza a hablar al micrófono. Cuéntame todo lo que recuerdes haber oído sobre Madeline. Intenta recordar los nombres de las personas que conocía. Quiero saber todo lo que recuerdes sobre ella o sus amistades. ¿Lo harás?

—Lo intentaré. Ojalá guardara todavía aquellas cartas y álbumes viejos que se quemaron en el garaje hace años. Veré lo que puedo recuperar.

—Te quiero, abuela.

—¿No intentarás descubrir lo que le pasó a Madeline después de tantos años?

—Nunca se sabe.

La siguiente llamada de Emily fue a la oficina del fiscal. Cuando dijo su nombre, la pusieron de inmediato con Elliot Osborne.

—He visto las noticias —dijo—. ¿El anillo que descubrieron era un zafiro rodeado de diamantes pequeños?

—En efecto.

—¿Estaba en el dedo anular de la mano derecha?

Siguió una pausa.

—¿Cómo lo sabe, señora Graham? —preguntó Osborne.

Después de colgar, Emily cruzó la sala, abrió la puerta y salió al porche. Se encaminó a la parte posterior de la casa, donde el equipo de investigación seguía removiendo la tierra.

Habían encontrado el anillo y el hueso de dedo de Madeline con el cadáver de Martha Lawrence. Los demás restos de Madeline fueron descubiertos debajo del sudario de plástico, a escasos centímetros de distancia. Emily imaginó a la hermana de su bisabuela en aquella tarde soleada. Sentada en el porche con su vestido de algodón blanco y el cabello castaño oscuro cayéndole en cascada sobre los hombros. Tenía diecinueve años y estaba enamorada. Esperaba a su prometido, que le iba a traer el anillo de compromiso.

¿Era posible averiguar, después de ciento diez años, lo que le había sucedido? Alguien descubrió dónde estaba enterrada, pensó Emily, y decidió sepultar a Martha Lawrence con ella.

Volvió adentro, sumida en sus pensamientos con las manos en los bolsillos.