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Quince minutos antes de su anunciada conferencia de prensa, Elliot Osborne informó a sus principales ayudantes de lo que diría y de lo que callaría.

Informaría sobre los hallazgos de la autopsia y diría que la muerte había sido causada por estrangulación. Ocultaría que el arma asesina había sido un pañuelo de seda, y no hablaría del reborde de cuentas metálicas. Diría que el cadáver de la víctima había sido envuelto en gruesas capas de plástico que, si bien se habían deteriorado, habían conservado intactos los restos del esqueleto.

—¿Va a hablar del hueso del dedo, señor? Eso sí va a causar revuelo.

Pete Walsh acababa de ser ascendido al rango de detective. Era joven e inteligente. Tampoco podía esperar a intervenir, pensó Tommy Duggan con amargura. Le satisfizo en parte oír al jefe decir a Walsh que le dejara terminar, aunque se sintió como un canalla cuando el joven se puso rojo como un tomate.

Osborne y él se habían reunido en la oficina al amanecer. Habían repasado minuciosamente el informe de la autopsia y todos los detalles del caso.

No hacía falta que Pete Walsh les dijera que la prensa iba a tener un gran día.

Osborne continuó.

—En mi declaración, diré que nunca esperamos encontrar viva a Martha Lawrence. No es infrecuente que los restos de una víctima se encuentren cerca del lugar donde ocurrió la muerte.

Carraspeó.

—Tendré que revelar que, por algún motivo retorcido y siniestro, Martha Lawrence fue enterrada con otros restos humanos que tienen más de un siglo de antigüedad. Como ya saben, hace cuatro años y medio, cuando Martha desapareció, The Asbury Park Press desenterró la antigua historia de la desaparición de Madeline Shapley en 1891. Es muy posible que la prensa llegue a la conclusión de que el hueso de dedo encontrado con Martha pertenecía a Madeline, sobre todo porque los restos se encontraban en la propiedad Shapley.

—¿Es verdad que la nueva propietaria de esa finca es una descendiente de los Shapley?

—Sí, es verdad.

—¿Puede comparar su ADN con el hueso de dedo?

—Si la señora Graham se presta, lo haremos. Además, anoche ordené que toda la información disponible sobre la desaparición de Madeline Shapley fuera examinada y se investigaran otros casos de mujeres desaparecidas en Spring Lake alrededor de esa época.

«Fue un tiro a ciegas —pensó Duggan—, pero nos tocó el gordo».

—Nuestros investigadores descubrieron que otras dos jóvenes habían sido dadas por desaparecidas más o menos por entonces —continuó Osborne—. Madeline Shapley fue vista por última vez el 7 de septiembre de 1891 en el porche de la residencia familiar de Hayes Avenue.

Letitia Gregg, de Tuttle Avenue, desapareció el 5 de agosto de 1893. Según el informe policial, sus padres temían que hubiera ido nadar sola, por eso el caso nunca fue clasificado como sospechoso.

Tres años después, el 31 de marzo de 1896, la devota amiga de Letitia, Ellen Swain, desapareció. La vieron salir de casa de una amiga cuando empezaba a oscurecer.

«Y entonces es cuando la prensa empieza a preguntarse sobre un asesino en serie de finales del siglo pasado en Spring Lake —pensó Tommy—. Justo lo que necesitamos».

Osborne consultó su reloj.

—Falta un minuto para las once. Vamos.

La sala de conferencias estaba abarrotada. Las preguntas lanzadas a Osborne eran rápidas y precisas. No pudo llevar la contraria al reportero del New York Post cuando dijo que el hallazgo de dos restos de esqueletos en el mismo lugar podía no ser una curiosa coincidencia.

—Estoy de acuerdo —admitió Osborne—. El hueso de dedo con el anillo fue colocado a propósito dentro del plástico, junto con el cuerpo de Martha.

—Pero ¿dónde, dentro del plástico? —preguntó el reportero de la ABC.

—Dentro de la mano de Martha.

—¿Cree que fue una coincidencia que el asesino encontrara los demás restos al cavar la tumba de Martha, o tal vez eligió ese lugar porque sabía que lo habían utilizado como sepultura? —preguntó en voz baja Ralph Penza, de la NBC.

—Sería ridículo sugerir que alguien ansioso por enterrar a su víctima, y evitar que le descubrieran, encontrara casualmente los huesos de otra víctima y tomara la repentina decisión de colocar un hueso de dedo en el interior del sudario que estaba improvisando.

Osborne levantó una fotografía.

—Esta es una toma aérea ampliada del lugar de los hechos. —Señaló la excavación en el patio trasero—. El asesino de Martha cavó una tumba poco honda, pero nunca habría salido a la luz de no ser por la excavación de la piscina. Hasta hace un año, un acebo muy grande impedía que nadie, desde la casa o la calle, viera esa zona del patio.

En respuesta a otra pregunta, confirmó que Emily Graham, la nueva dueña de la casa, era descendiente de sus primeros propietarios y que, si ella permitía que le realizaran la prueba del ADN, podría establecerse si los restos encontrados con los de Martha pertenecían a la hermana de la bisabuela de la señora Graham.

La pregunta que Tommy Duggan consideraba inevitable llegó por fin.

—¿Está insinuando que tal vez se trata de un asesino en serie relacionado con un asesinato ocurrido en Spring Lake hace ciento diez años?

—No estoy insinuando nada.

—Pero tanto Martha Lawrence como Madeline Shapley desaparecieron un 7 de septiembre. ¿Cómo lo explica?

—No lo sé.

—¿Cree que el asesino de Martha es una reencarnación? —preguntó con avidez Reba Ashby, del National Daily.

El fiscal frunció el entrecejo.

—¡Por supuesto que no! Es todo, gracias.

Osborne miró a Tommy cuando salió de la sala. Tommy sabía que estaban pensando lo mismo. La muerte de Martha Lawrence acababa de convertirse en una noticia muy atractiva para los titulares, y la única forma de frenar la presión de la prensa era encontrar al asesino.

Los restos de un pañuelo con reborde metálico era la única pista que tenían para iniciar la búsqueda.

Eso, y el hecho de que el asesino, fuera quien fuera (y de momento iban a presuponer que se trataba de un hombre), sabía que habían cavado en secreto una tumba en la propiedad de los Shapley hacía más de cien años.