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Clayton y Rachel Wilcox habían asistido a la fiesta celebrada en casa de los Lawrence la noche anterior a la desaparición de Martha. Desde entonces, como todos los demás invitados, habían recibido visitas regulares del detective Tom Duggan.

Acababan de enterarse de la horrible noticia de que habían encontrado el cadáver de Martha, pero, al contrario que muchos otros invitados de aquella fiesta, no acudieron de inmediato a casa de los Lawrence. Rachel había puntualizado a su marido que sólo los amigos más íntimos serían bienvenidos en un momento tan doloroso. La firmeza de su voz no dejó lugar a discusiones.

Rachel, de sesenta y cuatro años, era guapa, con un cabello cano largo hasta los hombros que enmarcaba su cabeza. Alta y elegante, proyectaba autoridad. Su piel, a la que no aplicaba ni un toque de maquillaje, era blanca y firme. Sus ojos, de un azul grisáceo, albergaban siempre una expresión severa.

Hacía treinta años, cuando era una tímida ayudante casi cuarentona del decano, Clayton la cortejaba, y la había comparado dulcemente con un vikingo.

—Puedo imaginarte al timón de un barco —susurró—, armada para la batalla, con el viento alborotando tu pelo.

Ahora, se refería mentalmente a Rachel como «la Vikinga». Sin embargo, el mote ya no era cariñoso. Clayton vivía en una constante máxima alerta, siempre ansioso por evitar la ira irrefrenable de su esposa. Cuando, no obstante, la provocaba, su lengua cáustica le laceraba sin piedad. Al principio de su matrimonio había aprendido que ella no perdonaba ni olvidaba.

El haber asistido como invitados a la fiesta de los Lawrence, horas antes de que Martha desapareciera, le parecía motivo suficiente para ir a darles el pésame, pero Clayton decidió callar tal sugerencia. En cambio, vieron el telediario de las once, y escuchó en sufrido silencio los comentarios cáusticos de Rachel.

—Es muy triste, por supuesto, pero al menos eso debería poner fin a las molestas visitas de ese detective —dijo ella.

«Al contrario, Duggan vendrá más a menudo», pensó Clayton. Era un hombre grande, con una cabeza leonina de pelo gris hirsuto y ojos inteligentes, con un aspecto que recordaba al académico que en realidad había sido.

Cuando, hacía doce años, a la edad de cincuenta y cinco, se había jubilado como presidente del Enoch College, una pequeña pero prestigiosa institución de Ohio, Rachel y él se habían radicado en Spring Lake. Había ido a la ciudad por primera vez siendo muy joven, para ver a un tío que vivía allí, y a lo largo de los años había repetido las visitas. Como pasatiempo, había estudiado con entusiasmo la historia de la ciudad, y se le conocía como el historiador no oficial del lugar.

Rachel trabajaba como voluntaria para diversas asociaciones de caridad, donde admiraban su capacidad de organización y su energía, aunque a nadie le caía particularmente bien. Había tomado medidas para asegurarse de que todo el mundo supiera que su marido había sido el rector de una universidad, y que ella se había graduado en Smith.

«Todas las mujeres de nuestra familia, empezando por mi abuela, se graduaron en Smith», explicaba.

Nunca había perdonado a Clayton una indiscreción cometida con una profesora tres años después de casarse. Más adelante, el error que había supuesto, según ella, su brusca jubilación del Enoch College, un lugar cuyo estilo de vida gustaba a Rachel, la había amargado profundamente.

Cuando la foto de Martha Lawrence llenó la pantalla del televisor, Clayton Wilcox notó que las manos le sudaban de miedo. Había existido otra persona de largo pelo rubio y cuerpo exquisito. Ahora que habían encontrado los restos de Martha, ¿hasta qué punto investigaría la policía el pasado de la gente que había estado en aquella fiesta? Tragó saliva y comprobó que tenía la garganta seca.

«Martha Lawrence estaba de visita en casa de sus abuelos antes de regresar a la universidad», decía la presentadora de la CBS, Dana Tyler.

—Aquella noche te di mi pañuelo de seda para que lo guardaras —se quejó Rachel por enésima vez—. Y tú, por supuesto, lograste perderlo.