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Ni el sofisticado sistema de seguridad, ni la presencia de la policía en la caseta de baño para custodiar el lugar de los hechos, pudieron tranquilizar a Emily la primera noche que pasó en la casa. El frenético movimiento de los hombres y la necesidad de abrir las cajas y devolver el orden a la casa la habían distraído durante la tarde. Dentro de lo posible, había intentado apartar su mente de la actividad que tenía lugar en el patio trasero, de la presencia de los silenciosos y civilizados espectadores congregados en la calle y del ruido penetrante del helicóptero que daba vueltas sobre la casa.

A las siete preparó una ensalada, una patata al horno y las chuletas de cordero que había comprado, entre otras cosas, para celebrar la compra de la casa.

Pero aunque había bajado todas las persianas y había encendido el fuego de la chimenea de la cocina al máximo, aún se sentía muy vulnerable.

Para distraerse, se llevó a la mesa el libro que había estado buscando pero, pese a sus esfuerzos, nada alivió su angustia. Varias copas de Chianti no consiguieron confortarla ni relajarla. Le gustaba mucho cocinar y los amigos siempre habían comentado que conseguía dar un toque especial al plato más sencillo. Esa noche apenas pudo probar lo que había preparado. Releyó dos veces el primer capítulo del libro, pero las palabras se le antojaron carentes de sentido y de coherencia.

Nada podía imponerse a la escalofriante certeza de que el cadáver de una joven había sido encontrado en esa propiedad. Se dijo que debía de ser una irónica coincidencia que la hermana de su bisabuela hubiera desaparecido en el mismo lugar donde hoy habían encontrado a otra joven desaparecida.

Pero mientras ordenaba la cocina, apagaba el fuego y preparaba la alarma para que se disparara al menor intento de abrir las puertas o las ventanas, Emily no pudo desechar la creciente certidumbre de que la muerte de su antepasada y la de esa otra joven, hacía solo cuatro años y medio, estaban inexorablemente relacionadas.

Subió la escalera con el libro bajo el brazo hasta la segunda planta. Eran solo las nueve, pero únicamente deseaba una ducha, ponerse un pijama calentito y meterse en la cama, donde leería, vería la televisión, o ambas cosas.

«Igual que anoche», pensó.

Los Kiernan le aseguraron que Doreen Sullivan, la empleada de hogar que iba dos veces por semana a la casa, sería de su agrado. Cuando cerraron el trato, el abogado del matrimonio había dicho que, como regalo de bienvenida, habían encargado a Doreen que echara un vistazo general a la casa y pusiera sábanas limpias en las camas y toallas nuevas en los cuartos de baño.

La casa estaba en una esquina, a una calle del mar. Se el océano desde los lados este y sur del dormitorio principal. Veinte minutos después de subir a la segunda planta, Emily se había duchado y cambiado. Algo más relajada, retiró el cubrecama de la cabecera a juego.

Entonces vaciló. ¿Había cerrado con llave la puerta principal? Incluso con el sistema de seguridad conectado, tenía que comprobarlo.

Irritada consigo misma, salió del dormitorio y corrió por el pasillo. Accionó el interruptor que encendía la araña del vestíbulo y bajó por la escalera.

Antes de llegar a la puerta principal, vio el sobre que habían pasado por debajo. «Por favor, Dios, otra vez no —pensó mientras se agachaba para recogerlo—. ¡No dejes que la pesadilla empiece otra vez!».

Abrió el sobre. Tal como temía, contenía una foto; la silueta de una mujer ante una ventana, iluminada desde atrás. Por un momento tuvo que concentrarse para darse cuenta de que la mujer de la foto era ella.

Y entonces lo supo.

Anoche. En la Candlelight Inn. Cuando abrió la ventana, se había quedado mirando un momento antes de bajar la persiana.

Alguien había estado espiando desde el paseo marítimo. No, era imposible, pensó. Había mirado el paseo y estaba desierto.

Alguien que estaba en la playa había hecho y revelado la foto, y después la había deslizado por debajo de su puerta durante la última hora. No estaba allí cuando había subido al segundo piso.

¡La persona que la había acosado en Albany debía de estar en Spring Lake! Pero eso era imposible. Ned Koehler se encontraba en Gray Manor, un centro psiquiátrico de Albany.

Aún no le habían conectado el teléfono. Su móvil estaba en el dormitorio. Corrió hacia arriba con la fotografía en la mano. Sus dedos temblaban cuando marcó el número de información.

—Bienvenido a información local y nacional…

—Albany, Nueva York. Hospital Gray Manor. —Su voz era apenas un susurro.

Momentos después estaba hablando con el supervisor nocturno de la unidad donde Ned Koehler estaba confinado.

Se identificó.

—Conozco su nombre —dijo el supervisor—. Es la persona a la que acosaba, ¿verdad?

—¿Ha salido con permiso?

—¿Koehler? De ninguna manera, señora Graham.

—¿Hay alguna posibilidad de que haya logrado escapar?

—Le vi en su cama hace menos de una hora.

Una vivida imagen de Ned Koehler brilló en la mente de Emily: un hombre menudo adentrado en la cuarentena, calvo, vacilante al hablar y en sus modales. En el tribunal había llorado en silencio durante todo el juicio. Ella había defendido a Joel Lake, acusado de asesinar a la madre de Ned durante un robo frustrado.

Cuando el jurado absolvió a Lake, Ned Koehler perdió los nervios y se precipitó hacia ella. «Gritaba obscenidades —recordó Emily—. Me decía que había liberado a un asesino». Habían sido necesarios dos ayudantes del sheriff para contenerle.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Cantando la misma canción: que es inocente. —La voz del supervisor era tranquilizadora—. Señora Graham, es normal que las víctimas de acoso se vuelvan aprensivas después de que el acosador haya sido encerrado. Pero descuide, Ned no irá a ningún sitio.

Cuando colgó, Emily se obligó a estudiar la fotografía. Estaba enmarcada en el centro de la ventana; un blanco fácil para alguien provisto de una pistola en lugar de una cámara, se dijo.

Tenía que llamar a la policía. Tal vez al agente que estaba de guardia en la caseta de baño. Pero no quería abrir la puerta. «Supón que no esté allí —se dijo—, y que haya otra persona. El 911…».

No, el número de la comisaría estaba en el calendario de la cocina. No quería que la policía llegara con las sirenas a todo trapo. El sistema de seguridad estaba conectado. Nadie podía entrar.

El agente que recibió la llamada envió un coche patrulla al instante. Las luces destellaban, pero el conductor no conectó la sirena.

El policía era joven; no tendría más de veintidós años. Emily le enseñó la foto y le habló del acosador de Albany.

—¿Está segura de que no le han soltado, señora Graham?

—Acabo de llamar al centro.

—Supongo que algún chico listo, enterado de que tuvo ese problema, ha querido gastarle una broma pesada —dijo para tranquilizarla—. ¿Podría darme un par de bolsas de plástico?

Sujetó la foto y el sobre por los bordes y los dejó caer en las bolsas.

—Buscaremos huellas dactilares —explicó—. Me marcho.

Emily le acompañó hasta la puerta.

—Esta noche vigilaremos la parte delantera de la casa y avisaremos al agente que está en el patio trasero para que mantenga los ojos bien abiertos —dijo—. No le pasará nada.

«Tal vez», pensó Emily mientras cerraba la puerta con llave.

Se metió en la cama y apagó la luz. «Hubo mucha publicidad cuando detuvieron a Ned Koehler y le encarcelaron», pensó. Tal vez se trataba de un imitador.

Pero ¿por qué? ¿Qué otra explicación podía haber? Ned Koehler era culpable. Por supuesto que sí. El supervisor había dicho: «Cantando la misma canción: que es inocente».

¿Lo era? En ese caso, ¿estaba el verdadero acosador en libertad, dispuesto a renovar sus indeseables atenciones?

Fue casi al amanecer, con el alivio de las primeras luces del día, cuando Emily se durmió por fin. A las nueve la despertaron los ladridos de los perros que la policía había traído para buscar otras posibles víctimas enterradas en la propiedad.