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Para los habitantes de Spring Lake, el día había empezado como de costumbre. La mayoría de la gente que trabajaba fuera se había congregado en la estación de tren para realizar un trayecto de hora y media hasta sus lugares de trabajo en Nueva York. Otros habían aparcado sus coches en la vecina Atlantic Highlands y habían subido al catamarán que les dejaba al pie del World Financial Center.

Allí, bajo la mirada vigilante de la Estatua de la Libertad, corrían hacia sus diversas oficinas. Muchos trabajaban en la comunidad financiera como agentes o ejecutivos de empresas de corredores de bolsa. Otros eran abogados y banqueros.

En Spring Lake la mañana transcurrió con serena regularidad. Los niños llenaban las aulas de la escuela pública y de St Catherine. Las elegantes tiendas de la Tercera Avenida abrían sus puertas. A mediodía, uno de los lugares favoritos para comer era el Sisters Café. Los corredores de bienes raíces acompañaban a clientes potenciales a ver propiedades disponibles y explicaban que, pese a los precios en alza, una casa en Spring Lake era una excelente inversión.

La desaparición de Martha Lawrence, ocurrida hacía cuatro años y medio, había pendido como un sudario sobre la conciencia de los habitantes, pero, aparte de aquel terrible acontecimiento, los delitos graves eran inexistentes en la ciudad.

Ahora, en aquel ventoso primer día de primavera, la sensación de seguridad sufrió una dura prueba. La noticia de que la policía estaba trabajando en Hayes Avenue se propagó por toda la ciudad. Corrieron rumores sobre el hallazgo de restos humanos. El operario de la excavadora utilizó el teléfono móvil a escondidas para llamar a su mujer.

—He oído decir al jefe del equipo forense que, a juzgar por el estado de los huesos, se trata de un adulto joven —susurró—. Y hay algo más ahí abajo, pero ni siquiera dicen qué es.

Su mujer se apresuró a llamar a sus amigas. Una de ellas, una corresponsal de la cadena CBS, telefoneó al instante. Enviaron un helicóptero para cubrir la noticia.

Todo el mundo sabía que la víctima tenía que ser Martha. Los viejos amigos se fueron congregando en casa de los Lawrence. Uno de ellos se responsabilizó de llamar a los padres de Martha a Filadelfia.

Antes de que les avisaran oficialmente, George y Amanda Lawrence suspendieron la visita que habían planeado a casa de su hija mayor en Bernardsville, Nueva Jersey, para ver a su nieta. Con la sensación de que algo inevitable se avecinaba, partieron en dirección a Spring Lake.

A las seis de la tarde, mientras la oscuridad se cernía sobre la costa Este, el pastor de St Catherine acompañó al fiscal a casa de los Lawrence. El historial dental de Martha, preciso en la descripción de los dientes que la habían dotado de su brillante sonrisa, coincidía exactamente con el molde que el doctor O'Brien había sacado durante la autopsia.

Algunos mechones de lo que había sido una larga cabellera rubia seguían adheridos a la nuca. Coincidían con los cabellos que la policía había recogido en la almohada y en el cepillo del pelo de Martha después de su desaparición.

Una sensación de dolor colectivo se apoderó de la comunidad.

La policía había decidido retener, de momento, toda información sobre los restos del segundo cadáver. Pertenecían también a una mujer joven, y el jefe del equipo forense calculaba que llevaban enterrados más de cien años.

Además, no fue revelado que el arma del crimen de Martha había sido un pañuelo de seda con cuentas metálicas, ceñido fuertemente alrededor de su garganta.

Sin embargo, el hecho más escalofriante que la policía no estaba dispuesta a divulgar era que, dentro del sudario de plástico con el que Martha Lawrence había sido enterrada se halló el hueso de un dedo de la víctima centenaria en el que todavía colgaba un anillo de zafiros.