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Después de llamar a la policía, Emily corrió afuera, se detuvo al borde del agujero y vio lo que parecía un esqueleto humano.

Como abogada criminalista había visto docenas de fotos de cadáveres. Muchos rostros estaban petrificados en una expresión de miedo. En otros había detectado una expresión de súplica en sus ojos abiertos. Pero nada la había afectado tanto como el aspecto de esta víctima.

El cuerpo estaba envuelto en grueso plástico transparente. El plástico se había desmenuzado pero, aunque la carne se había desprendido, había conseguido mantener los huesos intactos. Por un momento pensó que acababan de descubrir casualmente los restos de la hermana de su bisabuela. Pero rechazó esa posibilidad. En 1891, cuando Madeline desapareció, aún no habían inventado el plástico, de manera que no podía ser ella.

Cuando el primer coche policial subió por el camino de entrada, con la sirena sonando, Emily volvió a la casa. Era inevitable que la policía quisiera hablar con ella y necesitaba reconcentrarse.

«Reconcentrarse»: una expresión de su abuela.

Las bolsas de comida seguían sobre la encimera, donde las había dejado en su prisa por llegar al teléfono. Llenó la tetera con precisión robótica, la puso sobre un quemador, encendió la llama, clasificó los contenidos de las bolsas y guardó los alimentos frescos en la nevera. Vaciló un momento, y empezó a abrir y cerrar armarios.

—No recuerdo dónde van los comestibles —dijo en voz baja, frenética, y después comprendió que su estallido de irritación infantil se debía al sobresalto.

La tetera empezó a silbar. «Una taza de té —pensó—. Eso me despejará la cabeza».

Desde un ventanal de la cocina se dominaba el terreno situado detrás de la casa. Emily se paró ante él con la taza en la mano y observó la tranquila eficacia con que se acordonaba el perímetro de la excavación.

Llegaron fotógrafos de la policía y empezaron a tomar foto tras foto de la obra. Sabía que debía ser un forense experto quien bajara a la excavación, cerca del lugar donde habían encontrado el esqueleto.

También sabía que los restos serían trasladados al depósito de cadáveres y examinados. Después se realizaría una descripción que proporcionaría el sexo de la víctima, la talla, el peso y la edad aproximadas. Los registros dentales y el ADN ayudarían a relacionar la descripción con la de una persona desaparecida. Para alguna familia desafortunada, la agonía de la incertidumbre terminaría, y también la esperanza de que, algún día, el ser amado regresaría.

Sonó el timbre.

En el porche, al lado de Elliot Osborne, un Tommy Duggan de rostro sombrío se erguía y esperaba a que la puerta se abriera. Como resultado de su consulta entre susurros con el jefe del equipo forense, los dos hombres estaban seguros de que la búsqueda de Martha Lawrence había terminado. Newton les había dicho que el estado del esqueleto envuelto en plástico indicaba que era un adulto joven, de dientes perfectos. Rehusó especular acerca de los huesos humanos sueltos, encontrados cerca del esqueleto, hasta que el médico forense los examinara en el depósito de cadáveres.

Tommy miró por encima de su hombro.

—Empieza a congregarse gente. Los Lawrence no tardarán en enterarse.

—El doctor O'Brien va a acelerar la autopsia —dijo Osborne—. Supone que todo Spring Lake va a llegar a la conclusión de que se trata de Martha Lawrence.

Cuando la puerta se abrió, los dos hombres exhibían sus placas de identificación.

—Soy Emily Graham. Pasen —dijo.

Suponía que la visita sería poco más que una formalidad.

—Tengo entendido que ha cerrado la venta de la casa esta misma mañana, señora Graham —empezó Osborne.

Estaba acostumbrada a tratar con funcionarios del gobierno como Elliot Osborne. Impecablemente vestidos, corteses, inteligentes, eran también buenos relaciones públicas que dejaban el trabajo sucio a sus subordinados. Sabía que el detective Duggan y él compararían notas e impresiones más tarde.

También sabía que, tras su apariencia seria, el detective Duggan la estaba examinando con ojo crítico.

Estaban en el vestíbulo, cuyo único mobiliario consistía en un pintoresco confidente de estilo Victoriano. El primer día que había visto la casa, cuando dijo que quería comprarla y que también estaría interesada en adquirir parte de los muebles, Theresa Kiernan, la anterior propietaria, había señalado al confidente con una pálida sonrisa.

—Me encanta esta pieza, pero sólo está para crear ambiente, se lo aseguro. Es tan baja que levantarse de ella es un desafío a la ley de la gravedad.

Emily invitó a Osborne y al detective Duggan a entrar en la sala de estar. Quería cambiar de sitio los sofás esa tarde, pensó mientras les seguía a través de la arcada. Deseaba tenerlos encarados delante de la chimenea. Intentó combatir una creciente sensación de irrealidad.

Duggan había sacado una libreta.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas sencillas, señora Graham —dijo Osborne—. ¿Desde cuándo viene a Spring Lake?

La historia de que llegó por primera vez tres meses antes y compró de inmediato la casa sonó casi ridícula en sus propios oídos.

—¿Nunca había estado aquí y compró la casa guiada por un impulso? —Había incredulidad en la voz de Osborne.

Emily vio que la expresión de Duggan era de intriga. Eligió sus palabras con cautela.

—Vine a Spring Lake guiada por un impulso porque toda mi vida había sentido curiosidad por este lugar. Mi familia construyó esta casa en 1875. Fue suya hasta 1892, cuando la vendieron después de que su hija mayor, Madeline, desapareciera en 1891. Cuando examiné los registros de la ciudad para ver dónde estaba la casa, descubrí que la habían puesto en venta. La vi, me encantó y la compré. No puedo decirles más.

No comprendía la expresión asombrada de sus rostros.

—Ni siquiera me había dado cuenta de que era la Casa Shapley —dijo Osborne—. Suponemos que los restos serán los de una joven desaparecida hace más de cuatro años, mientras estaba de visita en casa de sus abuelos, aquí en Spring Lake.

Con un breve ademán, indicó a Duggan que no era el momento apropiado para hablar del segundo conjunto de restos.

Emily sintió que el color se retiraba de su cara.

—¿Una joven desapareció hace más de cuatro años y está enterrada aquí? —susurró—. Santo Dios, ¿cómo es posible?

—Es un día muy triste para esta comunidad. —Osborne se levantó—. Temo que deberemos mantener aislado el lugar de los hechos hasta que hayan terminado de analizarlo. En cuanto acaben, podrá decir a su contratista que prosiga las obras.

«No habrá piscina», pensó Emily.

—Los periodistas invadirán la ciudad. Haremos lo que podamos para impedir que la molesten —dijo Osborne—. Tal vez queramos hablar con usted más adelante.

Mientras se acercaban a la puerta, el timbre sonó con insistencia.

El camión de mudanzas de Albany había llegado.