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El detective Tommy Duggan no siempre estaba de acuerdo con su superior, Elliot Osborne, fiscal del condado de Monmouth. Tommy sabía que Osborne consideraba su incesante investigación de la desaparición de Martha Lawrence como una obsesión que sólo conseguiría mantener a su asesino en estado de máxima alerta.

«A menos que el asesino sea un chiflado que dejó el cuerpo tirado a cientos de kilómetros de aquí», puntualizaba Osborne.

Tommy Duggan había sido detective durante los últimos quince de sus cuarenta y dos años. En ese tiempo, se había casado y había engendrado dos hijos, y había visto cómo la línea de su cabello se retiraba hacia el sur, en tanto su cintura se proyectaba hacia el este y el oeste. Con su cara redonda y risueña y su sonrisa pronta, daba la impresión de ser un individuo bonachón que nunca se había topado con un problema más grave que una rueda pinchada.

De hecho, era un investigador de primera. En el departamento le admiraban y envidiaban por su habilidad para recoger cualquier información, en apariencia inútil, y seguirla hasta demostrar que era crucial para el caso. A lo largo de los años, Tommy había rechazado generosas ofertas de empresas de seguridad privadas. Adoraba su trabajo.

Toda su vida había vivido en Avon by the Sea, una ciudad costera situada a pocos kilómetros de Spring Lake. Mientras estudiaba en la universidad, había trabajado de botones y de camarero en el hotel Warren de Spring Lake. Así había llegado a conocer a los abuelos de Martha Lawrence, que comían con regularidad en el hotel.

Una vez más, sentado en su cubículo particular, dedicaba la hora de comer a repasar el expediente de la muchacha. Sabía que Elliot Osborne quería atrapar al asesino de Martha Lawrence tanto como él. Lo único que les diferenciaba era la forma de resolver el crimen.

Tommy contempló la fotografía de Martha, tomada en el paseo marítimo de Spring Lake. Vestía camiseta y pantalones cortos. El largo cabello rubio le acariciaba los hombros, y su sonrisa era radiante y confiada. Era una belleza de veintiún años que debería haber podido vivir cincuenta o sesenta años más. En cambio, le quedaban menos de cuarenta y ocho horas.

Tommy meneó la cabeza y cerró el expediente. Estaba convencido de que, si continuaba visitando de manera regular a la gente de Spring Lake, tarde o temprano toparía con un hecho crucial, alguna información que antes había pasado por alto y le conduciría hasta la verdad. Por ello, era una figura familiar para los vecinos de los Lawrence y para todos los que habían estado en contacto con Martha durante las últimas horas de su vida.

Los empleados del servicio de catering que habían trabajado en la fiesta de los Lawrence, la noche anterior a la desaparición de Martha, estaban en la nómina de la empresa desde hacía mucho tiempo. Había hablado con ellos en repetidas ocasiones, sin obtener hasta el momento ninguna información valiosa.

La mayoría de los invitados que habían asistido a la fiesta eran vecinos de la localidad, o bien veraneantes que tenían la casa abierta durante todo el año e iban los fines de semana. Tommy siempre llevaba, doblada en la cartera, una lista de los invitados. No representaba un gran esfuerzo llegarse hasta Spring Lake y charlar con un par de ellos.

Martha había desaparecido mientras corría. Algunas de las personas que solían correr por la mañana afirmaron haberla visto cerca de North Pavilion. Todas habían sido investigadas y descartadas.

Tommy Duggan suspiró cuando cerró el expediente y lo devolvió al cajón superior. No creía que un forastero se hubiera detenido al azar en Spring Lake y hubiera secuestrado a Martha. Estaba seguro de que el culpable era alguien en quien ella confiaba.

«Y estoy trabajando en mi tiempo libre», pensó con amargura, mientras observaba la comida que le había preparado su esposa.

El médico le había dicho que debía perder unos diez kilos. Mientras desenvolvía un bocadillo de atún con pan integral, pensó que Suzie estaba decidida a hacerle adelgazar matándolo de hambre.

Sonrió de mala gana y admitió que la dieta le estaba afectando. Lo que en realidad necesitaba era una buena loncha de jamón con queso sobre pan de centeno, con ensalada de patata como acompañamiento. Y encurtidos, añadió.

Mientras mordía el bocadillo, recordó que, si bien Osborne había vuelto a hacer otro comentario sobre sus obsesivos esfuerzos en el caso Lawrence, la familia de Martha no opinaba igual.

De hecho, la abuela de Martha, una elegante y hermosa octogenaria, se mostró más contenta de lo que él había esperado cuando pasó a verla la semana anterior. Entonces le contó la buena noticia: la hermana de Martha, Christine, acababa de tener un niño.

—George y Amanda están que no caben en sí de gozo —dijo—. Es la primera vez que les veo sonreír en estos últimos cuatro años y medio. Sé que tener un nieto les ayudará a superar la pérdida de su hija.

George y Amanda eran los padres de Martha.

—De alguna manera —continuó la señora Lawrence—, todos aceptamos que Martha ya no está con nosotros. Nunca habría desaparecido por voluntad propia. Lo que nos aterra es la espantosa posibilidad de que un psicópata la secuestrara y la retenga prisionera. Todo sería más fácil si estuviéramos seguros de que ha muerto.

La habían visto por última vez en el paseo marítimo a las seis y media de la mañana del 7 de septiembre, hacía cuatro años y medio.

Mientras Tommy terminaba su bocadillo sin mucho entusiasmo, tomó una decisión. A las seis de la mañana del día siguiente, iría a correr al paseo marítimo de Spring Lake.

Le ayudaría a rebajar los diez kilos, pero había otra cosa. Empezaba a experimentar esa sensación que a veces aparecía cuando trabajaba intensamente en un homicidio y, por más que intentara soslayarla, no se alejaba.

Estaba cerrando el cerco alrededor del asesino.

Sonó su teléfono. Lo descolgó mientras mordisqueaba una manzana que, en teoría, constituía el postre. Era la secretaria de Osborne.

—Tommy, reúnete con el jefe ahora mismo en su coche.

Elliot Osborne estaba subiendo al asiento de atrás, cuando Tommy llegó bufando a la sección de plazas reservadas del aparcamiento. Osborne no habló hasta que el coche salió y el conductor conectó la sirena.

—Acaban de desenterrar un esqueleto en la Hayes Avenue de Spring Lake. El propietario estaba excavando una piscina.

Antes de que Osborne pudiera continuar, sonó el teléfono del coche. El conductor contestó y se lo pasó al fiscal.

—Es Newton, señor.

Osborne alzó el teléfono para que Tommy pudiera oír lo que decía el jefe del equipo forense.

—Menudo caso te ha caído encima, Elliot. Hay restos de dos cuerpos enterrados aquí y, por su aspecto, uno lleva sepultado mucho más tiempo que el otro.