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Con su maletín bajo el brazo, Will Stafford salió por la puerta lateral de su casa y se encaminó a grandes zancadas hacia la cochera reconvertida que, como casi todas las que todavía existían en Spring Lake, hacía las veces de garaje. La lluvia había cesado durante la noche y el viento se había encalmado. Aun así, el primer día de primavera era frío, y a Will se le pasó un momento por la cabeza que tal vez habría debido coger un impermeable antes de salir.

«Mira lo que pasa cuando el último cumpleaños de la treintena se acerca —se dijo con pesar—. Sigue así y en julio te pondrás orejeras».

Abogado de bienes raíces, había quedado para desayunar con Emily Graham en Who's on Third?, el extravagante café de Spring Lake. Desde allí irían a echar un último vistazo a la casa que iba a comprar y terminarían en su despacho para cerrar el trato.

Mientras Will daba marcha atrás a su viejo jeep por el camino de acceso, pensó que el día de hoy no era muy diferente de aquel de finales de diciembre, cuando Emily Graham había entrado en su oficina de la Tercera Avenida.

«Acabo de entregar la paga y señal de una casa —anunció—. He pedido a la agente que me recomendara un abogado de bienes raíces. Mencionó a tres, pero soy bastante buena a la hora de juzgar la declaración de un testigo. Se decantó por usted. Aquí está el recibo».

Estaba tan entusiasmada con la casa que ni siquiera se presentó, recordó Will con una sonrisa. Supo su nombre por la firma del recibo: EMILY S. GRAHAM.

No abundaban las chicas atractivas que podían pagar dos millones de dólares en metálico por una casa, pero cuando sugirió que pensara en la posibilidad de solicitar una hipoteca por la mitad del total, Emily le había explicado que no concebía deber un millón a un banco.

Llegó diez minutos antes, pero ella ya estaba sentada, tomando café. «¿Para colocarse en situación de ventaja, o es compulsivamente puntual?», se preguntó Will.

Después se preguntó si podía leer su mente.

—No suelo ser la primera en llegar a una cita —explicó Emily—, pero tengo tantas ganas de cerrar el trato que me he adelantado.

En aquella primera cita de diciembre, cuando Will supo que sólo había visto una casa, dijo:

—No me gusta echar piedras sobre mi propio tejado, señorita Graham, pero ¿me está diciendo que acaba de ver la casa por primera vez? ¿No echó un vistazo a las demás? ¿Es la primera vez que viene a Spring Lake? ¿No hizo una contraoferta, sino que pagó lo que le pedían? Sugiero que lo medite con detenimiento. La ley estipula que tiene tres días para retirar su oferta.

Fue entonces cuando ella le dijo que la casa había pertenecido a su familia y que la S de su primer apellido correspondía a Shapley.

Emily pidió zumo de pomelo, un solo huevo revuelto y tostadas.

Mientras Will Stafford estudiaba la carta, ella le estudiaba a él, y dio su aprobación a lo que veía. Era un hombre atractivo, de un metro ochenta, delgado, de espaldas anchas y cabello rubio. Sus ojos azul oscuro y su mandíbula cuadrada destacaban en su rostro de facciones regulares.

Ya en su primera reunión le había gustado su combinación de simpatía indolente y preocupación cautelosa. No todos los abogados intentaban quedarse sin caso. Le preocupaba que fuera demasiado impulsiva.

Excepto un día de enero en que había volado desde Albany y regresado por la tarde, su comunicación se había limitado al correo o al teléfono. Aun así, todos los contactos confirmaban que Stafford era un abogado muy meticuloso.

Los Kiernan, el matrimonio que vendía la casa, sólo la habían disfrutado durante tres años, y se habían dedicado a restaurarla con todo mimo. Se hallaban en la fase final de la decoración interior, cuando a Wayne Kiernan le ofrecieron un cargo prestigioso y lucrativo que exigía residencia permanente en Londres. Emily intuía que desprenderse de la casa había constituido una decisión dolorosa para ambos.

En aquella visita apresurada de enero, Emily recorrió cada habitación acompañada de los Kiernan y compró los muebles, alfombras y objetos de la era victoriana que con tanto cariño habían adquirido y que ahora necesitaban vender. La propiedad era espaciosa, y un contratista acababa de terminar una caseta de baño y había iniciado las obras de excavación de una piscina.

—Lo único que me sobra es la piscina —dijo a Stafford, mientras la camarera volvía a llenar sus tazas—. Siempre iré a nadar al mar, pero puesto que la caseta de baño ya está construida, parece un poco tonto no seguir adelante con la piscina. En cualquier caso, a los críos de mis hermanos les encantará cuando vengan a verme.

Will Stafford se había ocupado de todo el papeleo concerniente a los diversos contratos. Era un buen oyente, decidió Emily, mientras le contaba su infancia en Chicago.

—Mis hermanos me llaman la «ocurrencia tardía» —dijo sonriente—. Tienen diez y doce años más que yo. Mi abuela materna vive en Albany. Yo fui al Skidmore College de Saratoga Springs, que está a tiro de piedra, y pasaba gran parte de mi tiempo libre con ella. Su abuela era la hermana menor de Madeline, la chica de diecinueve años desaparecida en 1891.

Will Stafford reparó en la sombra que nubló el rostro de Emily, pero ésta suspiró y continuó.

—Bien, eso fue hace mucho, ¿verdad?

—Muchísimo —admitió—. Creo que no me has dicho cuánto tiempo piensas pasar aquí. ¿Vas a mudarte de inmediato, vendrás los fines de semana, o qué?

Emily sonrió.

—Pienso mudarme en cuanto reciba el título de propiedad. Todas las cosas básicas que necesito ya están aquí, incluyendo las ollas, las sartenes y la mantelería. El camión de mudanzas de Albany llegará mañana con las pocas cosas que me traigo.

—¿Aún conservas la casa de Albany?

—Ayer fue mi último día. Aún estoy montando mi apartamento de Manhattan, de modo que estaré yendo y viniendo hasta el 1 de mayo. Entonces empezaré mi nuevo trabajo. Después seré una residente de vacaciones y fines de semana.

—Te habrás dado cuenta de que has despertado mucha curiosidad aquí —la previno Will—. Sólo quiero que sepas que no fui yo quien filtró tu pertenencia a la familia Shapley.

La camarera puso los platos en la mesa. Emily no esperó a que se marchara para contestar.

—No intento mantenerlo en secreto, Will. Se lo dije a los Kiernan y a Joan Scotti, la agente de bienes raíces. Me dijo que hay familias cuyos antepasados vivían aquí cuando la hermana de mi bisabuela desapareció. Me gustaría enterarme de si saben algo de ella, aparte de que, por lo visto, desapareció de la faz de la tierra. Saben que estoy divorciada y que trabajaré en Nueva York, de modo que nada de secretos culpables.

—No te imagino ocultando secretos culpables.

Emily confió en que su sonrisa no pareciera forzada. «Intento guardar para mí el hecho de que he pasado bastante tiempo en los tribunales este último año, pero no en funciones de abogada», pensó. Había sido la demandada en el pleito presentado por su ex marido, el cual alegaba que tenía derecho a la mitad del dinero que ella había ganado con las acciones, y también había sido testigo de la acusación en el juicio contra su acosador.

—En cuanto a mí —continuó Stafford—, no me lo has preguntado, pero te lo contaré de todos modos. Nací y me crié a una hora de aquí, en Princeton. Mi padre era director ejecutivo y presidente de la junta directiva de Lionel Pharmaceuticals, en Manhattan. Mi madre y él se separaron cuando yo tenía dieciséis años y, como mi padre viajaba mucho, me trasladé con mi madre a Denver y terminé allí el instituto y la universidad.

Acabó de comer la salchicha.

—Cada mañana me digo que tomaré fruta y gachas, pero unas tres mañanas a la semana sucumbo al ansia de colesterol. Es evidente que tienes más fuerza de voluntad que yo.

—No necesariamente. Ya he decidido que la próxima vez que venga aquí a desayunar tomaré lo mismo que acabas de zamparte.

—Te habría dado un pedazo. Mi madre me enseñó a compartir las cosas. —Consultó el reloj y pidió la cuenta—. No quiero meterte prisas, Emily, pero son las nueve y media. Los Kiernan son los vendedores más reticentes que he conocido. No les hagamos esperar, no sea que cambien de opinión con respecto a la casa. Para concluir la muy poco emocionante historia de mi vida —añadió, mientras esperaban la cuenta—, me casé después de terminar la carrera de derecho. Al cabo de un año, los dos sabíamos que había sido un error.

—Tienes suerte —comentó Emily—. Mi vida habría sido mucho más sencilla si hubiera tenido tu inteligencia.

—Me trasladé al este y entré en el departamento legal de Canon and Rhodes, un bufete de bienes raíces muy importante de Manhattan, como quizá sabrás. Era un trabajo estupendo, pero muy exigente. Quería un lugar donde pasar los fines de semana y vine a mirar aquí. Compré una casa vieja que necesitaba muchas obras. Me gusta trabajar con las manos.

—¿Por qué Spring Lake?

—Cuando era niño, en verano nos hospedábamos durante dos semanas en el hotel de Essex y Sussex. Fueron tiempos felices.

Se encogió de hombros.

La camarera dejó la cuenta en la mesa. Will sacó su cartera.

—Hace doce años decidí que me gustaba vivir aquí y que odiaba trabajar en Nueva York, así que abrí esta oficina. Mucho trabajo de bienes raíces, tanto residencial como comercial. Y a propósito, vamos a ver a los Kiernan.

Se levantaron al mismo tiempo.

Pero los Kiernan ya se habían ido de Spring Lake. Su abogado explicó que tenía poderes para ejecutar el traspaso. Emily recorrió con él todas las habitaciones y se deleitó con los detalles arquitectónicos que antes no había apreciado por completo.

—Sí, estoy muy satisfecha de que todo lo que compré esté aquí y de que la casa se encuentre en perfectas condiciones —le dijo.

Intentó reprimir su impaciencia por cerrar el trato. Ansiaba estar sola en la casa, pasear por las habitaciones y reordenar los muebles de la sala de estar, para que los sofás quedaran encarados en ángulos rectos en relación con la chimenea.

Necesitaba dejar su impronta en la casa, hacerla suya. Siempre había pensado que la casa de Albany era un lugar provisional, aunque había vivido en ella tres años, desde que regresara de ver a sus padres en Chicago un día antes de lo previsto y encontrara a su marido fundido en un abrazo íntimo con su mejor amiga, Barbara Lyons. Recogió sus maletas, volvió al coche y se alojó en un hotel. Al cabo de una semana, alquiló la vivienda.

El hogar que compartía con Gary era propiedad de su acaudalada familia. Nunca lo había sentido como suyo. Sin embargo, pasear por esta casa parecía evocar memorias sensoriales.

—Casi tengo la sensación de que me está dando la bienvenida —dijo a Will Stafford.

—Podría ser. Deberías ver la expresión de tu cara. ¿Dispuesta a ir a mi despacho para firmar los papeles?

Tres horas más tarde, Emily volvió a la casa.

—Hogar, dulce hogar —dijo cuando bajó del coche y abrió el maletero para coger las verduras que había comprado después del traspaso.

Estaban excavando la piscina cerca de la nueva caseta de baño. Tres hombres se encontraban trabajando en la obra. Después de recorrer la casa le habían presentado a Manny Dexter, el capataz. La vio y agitó la mano a modo de saludo.

El ruido de la excavadora ahogó sus pasos cuando corrió por el camino de losas azules hacia la puerta posterior. Podría pasar sin ella, pensó, pero luego recordó que sus hermanos y su familia estarían encantados con la piscina cuando fueran a visitarla.

Llevaba uno de sus conjuntos favoritos; un traje pantalón verde oscuro de invierno y un jersey blanco de cuello alto. Pese a lo abrigada que iba, Emily se estremeció cuando pasó la bolsa del colmado de un brazo al otro e introdujo la llave en la puerta. Una ráfaga de viento le tiró el pelo sobre la cara y, mientras lo echaba hacia atrás, movió la bolsa y una caja de cereales cayó al suelo del porche.

Ese segundo en que se agachó para recogerla, hizo que Emily siguiera fuera cuando Manny Dexter gritó al obrero de la excavadora:

—¡Para ese trasto! ¡Deja de excavar! ¡Ahí abajo hay un esqueleto!