Emily exhaló un suspiro de alivio cuando dejó atrás el letrero indicador de que había llegado a Spring Lake.
—¡Lo he conseguido! —dijo en voz alta—. Aleluya.
Había empleado casi ocho horas en el trayecto desde Albany. Se había ido durante lo que, en teoría, debían ser «chubascos de nieve entre leves y moderados», pero que habían dado paso a una ventisca que solo empezó a apaciguarse cuando salió del condado de Rockland. Durante el camino, el número de colisiones que presenció en la autopista estatal de New York le recordó los autos de choque que tanto le habían gustado de niña.
En un tramo despejado aceleró, y entonces fue testigo de un derrape terrorífico. Por un momento dio la impresión de que dos vehículos iban a chocar de frente, pero uno de los conductores evitó la colisión al recuperar el control y girar a la derecha una fracción de segundo antes del encontronazo.
«Me recuerda lo que ha sido mi vida estos dos últimos años —había pensado mientras aminoraba la velocidad—. Siempre en el carril de aceleración, a veces a punto de estrellarme. Necesitaba un cambio de dirección y un cambio de ritmo». Como su abuela había dicho, «Emily, acepta ese trabajo en Nueva York. Me sentiré mucho más tranquila cuando vivas a trescientos kilómetros de distancia. Un ex marido desagradable y un acosador al mismo tiempo son demasiado para mí».
Y después, como era habitual, continuó: «Para serte sincera, nunca tendrías que haberte casado con Gary White. El hecho de que tres años después del divorcio tuviera las agallas de intentar demandarte porque ahora tienes dinero, sólo demuestra que yo tenía razón desde el primer momento».
Recordando las palabras de su abuela, Emily sonrió sin querer mientras atravesaba las calles oscurecidas. Echó un vistazo al tablero de mandos. La temperatura exterior era de tres grados y el parabrisas se estaba empañando. El movimiento de las ramas de los árboles indicaba fuertes rachas de viento procedentes del mar.
Pero las casas, casi todas de estilo Victoriano y restauradas, parecían seguras y acogedoras. «Mañana seré oficialmente propietaria de una casa de Spring Lake —meditó Emily—. 21 de marzo. El equinoccio. Luz y noche a partes iguales. El mundo equilibrado».
Era un pensamiento consolador. En los últimos tiempos había experimentado suficientes turbulencias como para desear y necesitar un período de paz absoluta. Había tenido muy buena suerte, pero también problemas aterradores que se habían estrellado como meteoros entre sí. Sin embargo, como afirmaba el viejo dicho, todo lo que sube baja, y sólo Dios sabía que ella era la prueba viviente de tal aserción.
Pensó en pasar junto a la casa, pero luego desechó la idea. Todavía no acababa de creerse que, en pocas horas, sería suya. Incluso antes de verla por primera vez, hacía tres meses, había constituido una vivida presencia en sus imaginaciones infantiles, casi irreal y mezclada con cuentos de hadas. Luego, cuando entró en ella por primera vez, había experimentado la sensación de volver a casa. El agente de la propiedad inmobiliaria había comentado que todavía la llamaban Casa Shapley.
«Basta ya de conducir —decidió—. Ha sido un día muy largo». Los de la compañía de mudanzas, la Concord Reliable Movers, tenían que haber aparecido a las ocho de la mañana. Casi todos los muebles que deseaba guardar ya estaban en su nuevo apartamento de Manhattan, pero cuando su abuela se mudó a una casa más pequeña, le regaló varias piezas antiguas excelentes, de modo que había muchas cosas que trasladar.
—Estaremos a primera hora —le había prometido el empleado de la Concord con vehemencia—. Confíe en mí.
La camioneta no apareció hasta mediodía. Como resultado, se marchó mucho más tarde de lo que esperaba, y ahora eran casi las diez y media.
«Alójate en la fonda —decidió—. Una ducha caliente —pensó con anhelo—. Mira el telediario de las once. Después, como escribió Samuel Pepys[1], "y así a la cama"».
La primera vez que había ido a Spring Lake, y había entregado impulsivamente una paga y señal por la casa, se había hospedado unos días en la Candlelight Inn para asegurarse de haber tomado la decisión correcta. Ella y la propietaria de la fonda, una septuagenaria llamada Carrie Roberts, habían hecho buenas migas al momento. La había llamado desde el coche para anunciar que llegaría tarde, pero Carrie afirmó que no habría problemas.
«Tuerce a la derecha por Ocean Avenue, y después sigue cuatro manzanas más». Unos momentos después, con un suspiro de agradecimiento, Emily apagó el motor y sacó una maleta del asiento posterior.
El recibimiento de Carrie fue breve y cordial.
—Pareces agotada, Emily. La cama está preparada. Dijiste que pararías a cenar, así que te he dejado un termo con chocolate caliente y unas galletas en la mesita de noche. Hasta mañana.
La ducha caliente. Un camisón y su albornoz favorito.
Mientras bebía el chocolate, Emily vio las noticias y notó que la rigidez de sus músculos, debida al largo viaje, empezaba a desaparecer.
Nada más apagar el televisor, sonó su móvil. Cuando lo cogió, ya sabía quién era.
—Hola, Emily.
Sonrió al oír la voz preocupada de Eric Bailey, el genio tímido por el que ahora estaba en Spring Lake.
Mientras le aseguraba que el viaje había sido relativamente cómodo y sin contratiempos, pensó en el día que le había conocido, cuando él se mudó a un despacho contiguo al suyo del tamaño de un ropero. De la misma edad, nacidos con una semana de diferencia, se habían hecho amigos, y Emily advirtió que, bajo su aspecto tímido y desvalido, Eric había recibido el don de una inteligencia superior.
Un día, al verle deprimido, le hizo revelar el motivo de su desazón. Un importante distribuidor de software, enterado de que no podía permitirse un abogado caro, había presentado una demanda contra su empresa de informática.
Ella aceptó el caso sin pedir honorarios, y bromeó con que empapelaría las paredes de su despacho con los certificados de las acciones que Eric le había prometido.
Pero ganó el caso. Eric hizo una oferta pública de las acciones, que aumentaron de cotización al instante. Cuando sus acciones alcanzaron un valor de diez millones de dólares, Emily las vendió.
Ahora, el nombre de Eric constaba en un bonito edificio de oficinas nuevo. Era un fanático de las carreras de coches, y compró una hermosa casa antigua en Saratoga, desde la cual iba a trabajar a Albany. Su amistad había continuado, y la apoyó sin fisuras durante el tiempo que duró el acoso. Hasta instaló una cámara de alta tecnología en su casa de la ciudad. La cámara había grabado en cinta al acosador.
—Solo quería saber si habías llegado bien. Espero no haberte despertado.
Charlaron durante unos minutos y se prometieron que volverían a hablar pronto. Cuando Emily desconectó el móvil, se acercó a la ventana y la abrió un poco. Una ráfaga de aire frío y salado le provocó una exclamación ahogada, pero inhaló una profunda bocanada. «Es una tontería —pensó—, pero ahora me parece que toda la vida he echado de menos el olor del mar».
Se dirigió hacia la puerta para comprobar que las dos cerraduras estaban bien cerradas. «Basta de hacer eso —se reprendió—. Ya lo has comprobado antes de ducharte».
Pero durante el año anterior mientras duraba la captura del acosador, pese a sus esfuerzos por convencerse de que, si hubiera querido hacerle daño, podría haberlo conseguido en múltiples ocasiones, empezó a sentirse temerosa y aprensiva.
Carrie le había dicho que era la única huésped de la fonda.
—El fin de semana está completo —dijo—. Las seis habitaciones. El sábado hay un banquete de boda en el club de campo. Y después del Memorial Day[2], olvídalo. No me queda libre ni un ropero.
«En cuanto oí que sólo estaríamos las dos, empecé a preguntarme si las puertas de la calle estaban cerradas y la alarma conectada», pensó Emily, irritada de nuevo por no poder controlar su angustia.
Se quitó el albornoz. «No pienses en eso ahora», se advirtió.
Pero sus manos se humedecieron de sudor cuando recordó la primera vez que había llegado a casa y comprendió que él había estado allí. Apoyada contra la lámpara de la mesita de noche, encontró una foto de ella de pie en la cocina, vestida con un albornoz y una taza de café en la mano. Nunca había visto esa foto. Aquel día había cambiado las cerraduras de la casa y colocado una persiana sobre la ventana de encima del fregadero.
Después se habían sucedido diversos incidentes con fotografías de ella en casa, en la calle, en el despacho. A veces, una sedosa voz depredadora la llamaba para comentar lo que llevaba puesto.
«Esta mañana, cuando corrías, estabas muy guapa, Emily… Con ese cabello oscuro, no pensaba que me gustarías de negro… Me gustan esos pantalones cortos rojos. Tienes unas piernas preciosas…».
Y después aparecía una foto de ella con el atuendo descrito en el buzón de su casa, en el parabrisas de su coche, doblada dentro del periódico de la mañana que le dejaban ante la puerta.
La policía había seguido el rastro de las llamadas telefónicas, pero todas habían sido hechas desde cabinas diferentes. Los intentos de descubrir huellas dactilares en los objetos recibidos fueron infructuosos.
Durante más de un año, la policía había sido incapaz de capturar al acosador.
«Ha logrado la absolución de algunas personas acusadas de crímenes horrorosos, señorita Graham —dijo Marty Browski, el jefe de detectives—. Podría ser un familiar de alguna víctima. Podría ser alguien que la vio en un restaurante y la siguió hasta casa. O alguien enterado de que ha ganado mucho dinero y se la tiene jurada».
Y después descubrieron a Ned Koehler, el hijo de una mujer cuyo presunto asesino había sido declarado inocente, acechando en los alrededores de su casa. «Ahora ya no pisa las calles —se tranquilizó Emily—. Ya no tengo que preocuparme por él. Recibirá el tratamiento adecuado».
Estaba en un centro psiquiátrico del estado de Nueva York, y esto era Spring Lake, no Albany. «Perdido de vista, borrado de mi mente», rezó Emily. Se metió en la cama, se tapó con la manta y extendió la mano hacia el interruptor de la luz.
Al otro lado de Ocean Avenue, desde la playa, a la sombra del paseo desierto, un hombre observaba de pie la habitación, mientras el viento del océano agitaba su cabello.
—Que duermas bien, Emily —susurró con voz plácida.