Se desvió por el paseo marítimo y notó todo el impacto del oleaje. Al observar el paso veloz de las nubes, pensó que más tarde podría nevar, aunque al día siguiente comenzaba la primavera. Había sido un invierno largo y todo el mundo anhelaba la llegada del buen tiempo. Él no.
La época que más le gustaba de Spring Lake era el otoño. Para entonces, los veraneantes habían cerrado sus casas y ni siquiera aparecían los fines de semana.
No obstante, le molestaba que, con el paso de los años, más y más gente fuera vendiendo sus residencias invernales y estableciéndose en la población de manera permanente. Preferían desplazarse cien kilómetros para ir a trabajar a Nueva York y así poder empezar y terminar el día en aquella bonita y tranquila población costera de Nueva Jersey.
Spring Lake, con sus casas victorianas que parecían no haber cambiado un ápice desde la década de 1890, merecía las inconveniencias del desplazamiento, explicaban.
Spring Lake, con el fresco y tonificante aroma del mar siempre presente, vivificaba el alma, proclamaban.
Spring Lake, con su paseo de tablas de cuatro kilómetros, donde uno podía abismarse en la plateada magnificencia del Atlántico, era un tesoro, comentaban.
Toda esa gente (los veraneantes y los residentes) compartía muchas cosas, excepto sus secretos. Podía pasear por Hayes Avenue e imaginar a Madeline Shapley tal como era en el atardecer del 7 de septiembre de 1891, sentada en el sofá de mimbre del porche de su casa, con su sombrero de ala ancha al lado. Entonces tenía diecinueve años, ojos castaños, cabello castaño oscuro, resplandeciente con su vestido de algodón blanco.
Solo él sabía por qué debía morir una hora más tarde.
St. Hilda Avenue, sombreada por gruesos robles que habían sido meros árboles jóvenes el 5 de agosto de 1893, cuando Letitia Gregg, de dieciocho años, desapareció, le deparaba otras visiones. Estaba muy asustada. Al contrario de Madeline, que había luchado por su vida, Letitia había suplicado piedad.
La última del trío había sido Ellen Swain, menuda y callada, pero demasiado fisgona, ansiosa por documentar las últimas horas de la vida de Letitia.
Y por culpa de su curiosidad, el 31 de marzo de 1896 había seguido a su amiga a la tumba.
Él conocía cada detalle, cada matiz de lo sucedido a Ellen Swain y a las demás.
Había encontrado el diario durante uno de aquellos chubascos que a veces caían en verano. Aburrido, había entrado en la vieja cochera que hacía las veces de garaje.
Había subido los desvencijados escalones hasta el atestado y polvoriento desván y, a falta de algo mejor que hacer, empezó a investigar en las cajas que había descubierto.
La primera estaba llena de cachivaches inútiles: viejas lámparas oxidadas, ropa descolorida y anticuada, ollas, sartenes, una tabla de fregar y polveras astilladas con los espejitos rajados o empañados. Eran de esos objetos que uno aparta de su vista con la intención de arreglarlos o tirarlos y que después olvida por completo.
Otra caja contenía gruesos álbumes de páginas desmenuzadas, llenos de fotos de personas que posaban con rigidez y expresión severa, como si se negaran a delatar sus sentimientos a la cámara.
Una tercera contenía libros polvorientos e hinchados por la humedad, con el texto casi borrado. Siempre había sido un buen lector, y aunque en aquella época solo tenía catorce años, le bastó leer los títulos para descartarlos. No había ninguna obra maestra escondida.
Había una docena más de cajas llenas de cosas similares, sin valor.
Mientras devolvía todo a las cajas, topó con un volumen encuadernado en piel podrida, oculto dentro de lo que parecía otro álbum de fotos. Lo abrió y descubrió que estaba lleno de páginas escritas.
La primera anotación correspondía al 7 de septiembre de 1891. Empezaba con las palabras «Madeline ha muerto a mis manos».
Cogió el diario y no se lo contó a nadie. A lo largo de los años, lo había leído casi cada día, hasta que se convirtió en parte integral de su memoria. Con el tiempo, comprendió que se había identificado con el autor: compartía su sensación de superioridad sobre las víctimas, se reía con su interpretación cuando fingía acompañar en su dolor a los afligidos.
Lo que empezó como una fascinación se convirtió poco a poco en una obsesión absoluta, una necesidad de revivir el trayecto criminal del autor del diario. Compartir sus vivencias de una forma vicaria ya no era suficiente.
Cuatro años y medio antes, había cometido el primer asesinato.
Martha tenía veintiún años cuando el destino la condujo a estar presente en la fiesta anual que sus abuelos celebraban a finales de verano. Los Lawrence eran una familia importante, establecida en Spring Lake desde hacía mucho tiempo. Asistió a la fiesta y la conoció allí. Al día siguiente, 7 de septiembre, la joven se levantó temprano para ir a correr por el paseo de tablas. Nunca volvió a casa.
Ahora, transcurridos más de cuatro años, la investigación sobre su desaparición todavía continuaba. En una reunión reciente, el fiscal del condado de Monmouth había jurado que no cejaría en el empeño de averiguar la verdad sobre lo sucedido a Martha Lawrence. Mientras escuchaba los juramentos vanos, rió por lo bajo.
Cuánto le gustaba participar en las sombrías discusiones sobre Martha que de vez en cuando se suscitaban alrededor de la mesa del comedor.
«Podría contároslo todo, hasta el último detalle —pensaba—, y también podría hablaros de Carla Harper». Dos años antes, pasó ante el hotel Warren y la vio bajar la escalera. Al igual que Madeline, tal como estaba descrita en el diario, llevaba un vestido blanco, aunque el suyo, sin mangas y ceñido, revelaba hasta el último centímetro de su cuerpo joven y esbelto. Empezó a seguirla.
Cuando desapareció, al cabo de tres días, todo el mundo creyó que Carla había sido abordada en el viaje de regreso a su casa de Filadelfia. Ni siquiera el fiscal, tan decidido a solucionar el misterio de la desaparición de Martha, sospechaba que Carla jamás había abandonado Spring Lake.
Mientras se regodeaba con la idea de su omnisciencia, se unió de buen humor a la gente que caminaba por el paseo e intercambió trivialidades con varios amigos, admitiendo que el invierno insistía en despedirse con una traca final.
Pero incluso mientras conversaba con ellos, sentía que se removía en su interior la necesidad de completar su propio trío de víctimas. El aniversario final se estaba acercando y aún no la había elegido.
En la ciudad se comentaba que Emily Graham, la compradora de Casa Shapley, como todavía se la conocía, era descendiente de los primeros propietarios.
La había buscado en Internet. Treinta y dos años, divorciada, abogada criminalista. Había ganado mucho dinero después de recibir un paquete de acciones, regalado por el agradecido propietario de una empresa de informática al que había defendido con éxito. Cuando pudo vender el paquete, ganó una fortuna.
Averiguó que Graham había sido acosada por el hijo de la víctima de un asesinato, después de que ella consiguiera la absolución del acusado. El hijo, que protestó por el veredicto, estaba ahora en un centro psiquiátrico. Interesante.
Aún más interesante: Emily se parecía mucho al retrato que había visto de su antepasada Madeline Shapley. Tenía los mismos ojos castaños grandes y pestañas largas. El mismo pelo castaño oscuro con vetas rojizas. La misma boca adorable. El mismo cuerpo alto y esbelto.
Había diferencias, por supuesto. Madeline había sido inocente, confiada, sencilla, romántica. No cabía duda de que Emily Graham era una mujer inteligente y sofisticada. Constituía un reto mayor que las demás, lo cual la hacía todavía más apetecible. ¿Era acaso la destinada a completar el trío?
La perspectiva comportaba un orden, una exactitud, que le provocó un escalofrío de placer.