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Eva Luna

Era el mismo cielo de siempre, el mismo sol, el mismo aire. La misma nieve blanca que cubría las aceras, que cubría los coches aparcados y los arbustos. El mismo ritmo de transeúntes, pies que dibujaban patrones sobre la nieve como caminitos de hormigas.

Pero algo había cambiado. Todo tenía un aspecto fresco, renovado. Eva nunca se había fijado en lo hermosas que eran las calles cuando estaban cubiertas de deslumbrante nieve. Nunca se había fijado en los destellos que el sol arrancaba en la nieve que se funde en las hojas de los árboles. Era irónico y trágico pensar que la nieve despliega su máxima belleza en el momento exacto de su muerte, cuando se transforma en agua. Tal vez la muerte no fuese muerte, solo transformación de una cosa en otra.

¿Cuántas otras cosas como aquella habría visto sin ver?, ¿las habría visto la otra mitad de Eva Luna, su mejor mitad?

A veces creía ser Eva en su totalidad; en momentos fugaces, parecía incluso que la otra mitad tomaba el control. Entonces la peor mitad de Eva Luna se dejaba controlar, satisfecha, complacida. Siempre llegaba una palabra, un gesto, un reflejo de su cara en un cristal que le mostraban a la Eva incompleta, a ella, a su peor mitad.

Vio a su padre gritándole. Vio a su padre morir delante de ella con un agujero de bala en el cuello, un agujero perfecto, limpio, sin sangre, y en sus ojos el reflejo de su hija.

Respiró hondo y apartó aquella imagen de su mente. El aire tenía un sabor dulce. Hacía mucho frío, pero incluso el frío era agradable. Se encontraba a las puertas de los juzgados de plaza Castilla, en Madrid, y era libre.

«Libre».

Así lo había dictaminado el juez. ¿Y qué más le daba a ella lo que dijese aquel hombrecillo vestido con toga? Aunque la hubiesen condenado por la muerte de su padre se habría seguido sintiendo libre. Se había sentido libre incluso encerrada en los calabozos del juzgado. Era una clase de libertad que no podía dictaminarse con leyes o sentencias.

«Libre».

Ya nadie elegiría por Eva Luna. La vida era como una de las páginas amarillentas que escondía en la buhardilla. Una página que estaba totalmente vacía, una página que ella tenía que escribir.

Comenzó a reírse sola mientras levantaba nieve del asfalto y la dejaba colarse, resbaladiza, entre sus dedos.

Eva volvía a estar completa, a pesar de algunos gestos, de algunas palabras; a pesar de sus imperfecciones, a Eva no le faltaba nada.

Volvió a dar otro paso, su pie volvió a hundirse en la nieve.

No, no iba a volver a la casa donde había vivido con su padre. No quería volver a pisar el mismo suelo que había pisado él. No quería volver a dormir bajo aquel techo. Tampoco regresaría jamás al bar en el que había trabajado desde que tenía dieciséis años.

Incluso el jardín de su casa, su único amigo, no le causaba ya otra cosa que una profunda indiferencia. El jardín había sido testigo mudo de su miseria. En cada uno de aquellos tallos se escondía una historia despreciable, un recuerdo del horror. Un puñado de flores y plantas no le iban a arrebatar la libertad.

Estaba sola y era libre. Saldría adelante.

Imaginó que acabaría viviendo en un pequeño piso en Madrid o en cualquier otro lugar. El sol se colaría por las mañanas a través de unos amplios ventanales. Tendría un balcón que llenaría de macetas con flores y dejaría el espacio justo para colocar una gran silla negra de hierro forjado donde se sentaría a leer al atardecer con una taza de té. Y en las noches cálidas de verano se quedaría allí hasta justo antes de irse a la cama con un libro entre las manos, saboreando el aire fresco y perfumado de la noche.

Se compraría un vestido bonito y saldría a pasear. Compraría pan caliente en la tienda de la esquina y charlaría despreocupadamente con el panadero. Una señora alabaría su buen gusto al vestir. Escribiría cuentos infantiles. Cada día sería maravilloso y cada día encontraría un motivo para sonreír.

Eva sonreiría a todos a su paso. Siempre tendría una sonrisa guardada para cada persona. Todos la admirarían por su sentido del humor, capaz de provocar risas en los demás siempre que quisiera. Y siempre querría.

Lo mejor era que nada de aquello era un sueño. Iba a ser real. Se quedó sin aliento al pensarlo. La emoción la dejó sin respiración. La Eva Luna completa de su imaginación y la Eva Luna del mundo real se habían encontrado, tal vez para siempre. Juntas en una sola persona.

Dio un nuevo paso adelante, su bota se hundió en la nieve sucia y endurecida por las pisadas y entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué iba a hacer a continuación. Necesitaba un trabajo. Necesitaba un lugar donde vivir hasta que pudiera pagarse su propio piso.

Mientras conseguía un trabajo no tenía más remedio que volver a la casa de su padre. Frunció el ceño y arrugó la nariz. La idea enturbió sus pensamientos. ¿Qué podía hacer ella para ganarse la vida? No tenía estudios, ni sabía hacer nada salvo fregar suelos y servir cervezas. Tenía el gesto ceñudo y la mirada huidiza. Le costaba plegar los labios en una sonrisa. Esas ideas se cruzaron en sus pensamientos como pájaros asustados.

La Eva Luna de sus sueños comenzó a alejarse.

¡No!

No lo permitiría. Un grupo de personas cruzó las puertas de los juzgados y pasó a su lado. Eva se fijó en una mujer vestida con un elegante traje de sastre. Llevaba un maletín de piel en la mano. Tenía el pelo rubio y suave, unas piernas largas y bonitas cubiertas por unas medias oscuras. Zapatos altísimos. Charlaba con soltura con un hombre alto y muy guapo, vestido con un impecable traje gris.

Eva se dio cuenta de que nunca podría ser como aquella mujer. Nunca tendría un trabajo en el que la respetasen, ni lograría jamás aquella seguridad y desenvoltura. Aquellas personas estaban al alcance de su mano, aunque sus vidas estaban separadas por un abismo.

Se alejó unos pasos de la puerta y volvió a sentirse perdida.

El futuro a medio plazo, el futuro de dentro de unos meses estaba muy bien, mas ¿qué hacer con el futuro inmediato?, ¿adónde ir ahora?

Eva se dio cuenta de que por no saber no sabía ni hacia qué dirección dar el siguiente paso.

Las piernas le flaquearon. Se dejó caer en las escalinatas de los juzgados. Recogió las piernas y se quedó abrazada a sus pantorrillas, la barbilla descansando sobre las rodillas. No podía quedarse allí indefinidamente, aunque prefería pasar la noche a la intemperie, convertirse en una indigente y dormir en las calles antes que regresar a la casa donde había vivido con su padre.

Algo frío la traspasó de la cabeza a los pies. Todo eran sueños y nada más que sueños. ¿En qué se basaba para creer que alcanzaría la vida que soñaba? No tenía habilidades ni atractivo. Nadie perdería un segundo con ella. Estaba rota en dos. Jamás sería como el resto de mujeres. Sintió una punzada de miedo de sí misma y de lo que le aguardaba en el futuro.

Soledad.

Se sintió como una mancha, como un borrón patético, sentada sobre aquellos escalones helados.

Hundió la cara entre las manos. No iba a llorar. Las lágrimas eran cosa del pasado, de su otra mitad. Lo suyo eran las sonrisas, el aroma de las flores, el sol del amanecer derramándose por las mañanas en el alféizar como oro líquido. Estaba temblando.

—¿Estás bien? —le preguntó alguien.

Eva levantó la cabeza con un sobresalto. Frente a ella estaba aquel hombre.

El hombre más hermoso que había visto nunca. El hombre cuya mirada no conocía el miedo.

Sabía que se llamaba Max. Había escuchado su nombre cuando el juez lo llamó a declarar, aunque nunca se referían a él por sus apellidos, sino por unas extrañas iniciales, N. N.

Max era muy alto y tenía unas espaldas anchas y brazos fuertes. Su pose era firme, como si no temiese a nada, como si nada ni nadie pudiese interponerse en su camino. Tenía una voz templada, una voz que no denotaba temor alguno.

—¿Estás bien? —repitió, inclinándose sobre ella.

—Sí… sí. Solo estaba… solo estaba pensando —respondió Eva—. Pensando en el futuro —la voz le tembló como una llama.

Max se dejó caer en un escalón a su lado. Parecía cansado. Vestía una chaqueta de pana gastada, camisa negra y vaqueros. Los músculos de su mentón se perfilaban bajo una suave barba de varios días.

Cruzaron una mirada durante un instante. Sus ojos eran azules y profundos.

—¿Y qué aspecto tiene ese futuro en el que piensas? —preguntó Max.

Eva tuvo la impresión de que aquel hombre la miraba como si tratase de leer algún significado oculto en su interior.

—Pensar en el futuro se parece mucho a imaginar fantasías —respondió Eva tras meditar un instante—. Todo es irreal. —Eva pensó que aquel hombre la iba a tomar por una tonta o por una loca por haber dicho aquello. Max frunció los labios en una sonrisa. Su mirada se perdió en la superficie blanca que cubría la acera—. Es difícil imaginar cómo será tu futuro cuando has roto tus lazos con el pasado —continuó, queriendo justificarse. Sintió que enrojecía hasta la raíz del cabello.

—Te entiendo —dijo Max—. Supongo que la vida de cada uno de nosotros se apoya en el pasado. Por eso es tan difícil dejarlo atrás. Cuando olvidamos nos convertimos en algo parecido a sombras a la deriva. Es difícil encontrar nuestro lugar en el mundo. —Sus miradas volvieron a cruzarse. Eva sintió algo parecido a una pequeña descarga eléctrica, como cuando tocas una pila con la lengua—. Mi psiquiatra diría que romper los lazos con el pasado nos hace libres —prosiguió Max—. Es fácil decirlo cuando no tienes ningún pasado con el que romper. Es duro afrontar la libertad de una página en blanco.

Eva tuvo la impresión de que aquel hombre realmente podía leer en su interior. Era como si la hubiese conocido desde siempre.

—Durante muchos años imaginé que era otra persona —dijo Eva perdiendo el miedo—. Mi vida estaba dividida en dos. Y la mejor parte de mí estaba muy lejos. He anhelado reencontrarme con esa parte. Hasta ahora mi padre me lo impedía, y ahora que mi padre no está tengo miedo de no estar a la altura… —Se sorprendió a sí misma de la facilidad con la que fluyeron sus palabras—. Tengo miedo de no ser realmente la persona que siempre creí ser. Es como si… hubiese utilizado lo que mi padre me hizo como excusa para ser quien soy. Para ser una persona miserable —se avergonzó.

—¿Miserable? —exclamó Max, levantando las cejas sorprendido—. Tú no eres una persona miserable. Miserables son quienes abusan de los que son más débiles que ellos, los que se burlan de las desgracias ajenas, los que ríen cuando otros lloran. Miserables son los que jamás comparten una alegría, los que guardan dinero y poder para sí mismos, los que humillan y se aprovechan de las necesidades de los demás para imponer su poder. Miserables son los que nunca han dado algo a cambio de nada, los que jamás han ayudado a alguien ni han amado ni han sentido simpatía por algo que no sean ellos mismos. El mundo está repleto de miserables y tú no eres uno de ellos.

Max la miró a los ojos. Estiró una mano y le acarició la mejilla. Fue un roce leve con la yema de los dedos. Eva sintió que se estremecía hasta la última célula de su cuerpo.

Primero fue una ráfaga cálida de cercanía, piel, fuerza, protección, calor, refugio, respiración, aire, electricidad, confianza…

Pero a esa ráfaga le sucedieron todos los abusos que había sufrido de su padre, encadenados y dolorosos, comprimidos en un solo instante, como un fogonazo inyectado en su mente.

El tacto de sus manos.

Max se puso en pie. La miró con aquellos ojos azules y profundos. La miraba como si quisiera decir algo más. Tal vez una despedida. «No dejes que se vaya».

Eva buscó la fuerza en su interior. Buscó a la Eva Luna de sonrisa abierta, la que era capaz de hacer sonreír a los demás cuando quería. Y siempre quería. Buscó a la Eva Luna de pelo rubio y sedoso, a la Eva Luna de mirada arrobadora. Estaba allí, en su interior, podía sentirla. No era un sueño.

«Eva Luna tiene los ojos verdes y una bonita sonrisa —se dijo a sí misma—. Sabe cómo despertar una sonrisa en los demás cuando quiere. Y siempre quiere». «No dejes que se vaya».

Comprendió que los ojos de Max no contenían una despedida. Aquellos ojos eran cristalinos, transparentes, querían impregnarse de cada detalle de Eva Luna.

En los ojos de Max vio todo lo que aquel hombre estaba dispuesto a hacer por ella.

Todo lo que aquel hombre haría por ella.

Max la tomó por los hombros protegiéndola del frío pero dejando pasar los rayos de sol, protegiéndola del mundo, no de su belleza. «No dejes que se vaya».