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Carla

Todo ocurrió en tres minutos y medio de silencio, doscientos diez segundos sin palabras.

Era la una de la madrugada cuando Carla se presentó en el hospital en el que se encontraba su hermano Isaac, y lo hizo sin previo aviso, sin saber nada sobre su estado desde hacía dos días.

No había vuelto a saber nada desde que salió de allí, poco después de que el doctor le dijese que debía empezar a plantearse desconectarlo de las máquinas que lo mantenían con vida.

Desde entonces, nueve mensajes de voz se habían ido acumulando en el buzón de su teléfono, mensajes con el número del hospital que no había sido capaz de escuchar y que sin duda contenían novedades importantes sobre el estado de Isaac.

«Responderé más tarde, cuando haya descansado y haya podido poner en orden mis ideas», era la excusa que se ponía a sí misma para no admitir el terror que le producían aquellos mensajes, aquel puñado de bits odiosamente dispuestos.

Franqueó la puerta giratoria del hospital y se encontró a un guardia de seguridad con una cara de sueño que causaba compasión.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Justo después de aquel buenas noches comenzaron a correr los doscientos diez segundos sin palabras más intensos de toda la vida de Carla Barceló.

0, 1, 2…

Llamó al ascensor y esperó.

La puerta se abrió con un sonido fricativo seguido de un golpe ahogado que reverberó en el silencio del pasillo.

Entró en el ascensor.

37…

Pulsó el botón de la sexta planta donde se encontraba su hermano. Se cerró la puerta y comenzó el zumbido del ascenso, el leve aumento en la sensación del peso propio.

Carla pensó que llevaba más de veinticuatro horas sin lavarse los dientes y se repasó la lengua por las encías sin abrir la boca.

70, 71…

En la puerta metálica del ascensor su reflejo se difuminaba horizontalmente, de manera que la mueca que hizo con la boca se extendió desde un extremo de la puerta al otro.

Ya habían pasado cien de los doscientos diez segundos cuando el ascensor se detuvo y la puerta se abrió.

Sin cruzarse con un alma, Carla accedió al área de cuidados intensivos, marcando los segundos sin palabras con el sonido de sus pasos que sorteaban las macetas de plástico, los televisores que colgaban de las salas de espera; pasos que atravesaban las páginas de las revistas viejas, las revistas médicas, las revistas de caza que nadie leía y se erosionaban a golpes de impaciencia de familiares de moribundos. Personas todas que compartían la angustia del cambio inesperado, de las historias a medias de sus hijos, de sus padres, de sus hermanos.

Revistas y ceniceros martilleados por malas noticias y desesperanzas.

Ya habían transcurrido ciento cincuenta segundos cuando abrió la puerta de la habitación de su hermano Isaac y comprobó con horror que no había nadie dentro.

Faltaban aún sesenta segundos, tal vez los más intensos, para que una nueva palabra rompiera aquel silencio.

Durante los primeros cincuenta y nueve, Carla comprendió que aquellos nueve mensajes de voz en su teléfono sin duda traían malas noticias, que su hermano Isaac habría muerto. Durante aquellos cincuenta y nueve segundos Carla tuvo tiempo de imaginar dos grandes dados que ruedan sobre el mundo y deciden la suerte de los seres humanos de la manera más caprichosa e injusta imaginable. Dos grandes dados que deciden quién vive y quién muere, quién se queda en coma y quién se despierta, a quién violan o ultrajan o torturan, qué niños nacen y qué niños no, quién tiene una mansión y quién vive en una chabola, quién vive enamorado y quién malgasta su vida en la soledad.

Fueron cincuenta y nueve segundos que dieron para recordar su infancia junto a su hermano (aquellos dos niños que compartían secretos divertidísimos en el dormitorio), la pérdida de sus padres, la pérdida de Aarón, una vida sin guía ni Dios ni poder superior, solo dos dados que ruedan y ruedan.

Carla escuchó entonces un sonido seco a sus espaldas, se volvió y vio a su hermano Isaac al fondo del pasillo, sonriéndole desde una silla de ruedas.

Sus ojos brillaban como cuando era un niño.

Entonces comenzaron a irrumpir, de nuevo, las palabras.