Max
Los últimos acontecimientos en la vida de Max habían propiciado que sintiese cada vez con mayor fuerza el empuje invisible de su otro yo, una presencia que había empezado a crecer en algún lugar de su interior como una crisálida que lucha por emerger a la superficie.
Su otro yo.
Así era como veía en su fuero interno al hombre que se había enfrentado a los atracadores en el supermercado, al hombre que le había dado una paliza al secuestrador de Alicia: su otro yo.
Su psiquiatra solía repetirle que, a pesar de su amnesia absoluta, no olvidaría cosas como montar en bicicleta o conducir un coche, que la memoria de su cuerpo recordaría todo lo que se hubiese convertido en una costumbre para él.
Max pensó con un estremecimiento que en esa otra vida que no recordaba quizá la violencia y la intimidación se habían convertido en un hábito para él.
Pasaba la noche en un hotel próximo a los juzgados de plaza Castilla, en Madrid. Había tenido que permanecer varias horas en las dependencias de los juzgados, siendo interrogado por la policía. Le habían hecho toda clase de preguntas sobre lo sucedido con Alicia, preguntas a las que Max contestó lo mejor que supo, aunque era evidente que ninguna de sus respuestas satisfacía a sus interrogadores. Finalmente le dejaron ir con una citación para declarar ante el juez al día siguiente.
Max se dejó caer pesadamente en la cama de la habitación del hotel. El ruido del tráfico que llegaba desde la calle era un rumor continuo, como el batir del mar. Los sonidos que emergían de aquella ciudad le resultaban extraños, perturbadores. Se sacó los zapatos y se cubrió con la manta, sin molestarse siquiera en quitarse la ropa. Cerró los ojos y se frotó las sienes. Le latía con fuerza el corazón.
Antes de apagar la luz, Max sacó lápiz y papel de la mesita que tenía a la derecha de la cama y los depositó a la distancia exacta para cogerlos sin tener que mirar, sin necesidad de luz. Debajo del papel y el lápiz, en el cajón de la mesita, guardó todos los objetos que traía de su pasado: el pedazo de fotografía, la calderilla, dos billetes y aquel teléfono inservible.
Más de una noche se había despertado de un sueño que le traía algo de su pasado. Todo se derrumbaba un segundo después de abrir los ojos.
Algunas mañanas, sin recordar haberse despertado en toda la noche, encontraba en el papel garabatos nerviosos e indescifrables a los que no encontraba sentido alguno.
Últimamente, Max tenía la impresión de que todos sus sueños tenían protagonistas femeninos. Despertaba sin certezas, sin imágenes, sin nombres, con una sensación extraña y absurda de felicidad. Una avalancha de emociones apenas evocadas le inundaba cada noche. Max se deslizaba entre esos recuerdos como si fueran sábanas de seda que se oscurecían y le transportaban al sueño, en el que esperaba encontrar algo más. En sueños evocaba el sexo puro y duro, con amor y sin amor, recordaba la electricidad del cuerpo a cuerpo con mujeres cuyas facciones eran inaccesibles, recordaba atardeceres románticos, desilusiones de amor adolescente no correspondido, el primer beso, la primera despedida y el primer reencuentro, todo con mujeres cuyas facciones nunca podía apreciar, como si no tuviesen rostro.
Esta iba a ser una noche diferente porque Max no pensaba tanto en esas sensaciones huidizas; pensaba en que pensaba en ellas, en que podrían traerle algo. Max pensaba en Max pensando en Max, hasta que finalmente cayó en un inquieto duermevela. Los sueños no tardaron en llegar, los sueños destinados a ser olvidados con el retorno de la consciencia.
Se despertó con el corazón desbocado. Tenía dolores fantasmales en partes de él que conformaban su pasado. Respiraba agitadamente y tenía el pecho cubierto de sudor, las venas de los brazos marcadas y el pelo húmedo pegado a la frente. Tembló en la oscuridad.
«La historia la escriben los ganadores».
Las palabras del sueño aún flotaban en su mente como espectros danzantes. Por un instante creyó comprender el significado que tenían para él. Intentó encender la lámpara de la mesita; en lugar de eso la acabó golpeando y tirando al suelo. Saltó de la cama y encendió la luz. Veía el rostro de una mujer de ojos tristes a punto de besarle. Su escuálida figura se desvanecía sin dejar nada, ni un recuerdo; desaparecieron sus manos, y Max, inmediatamente, no podía recordarlas.
El papel estaba en el suelo, el lápiz seguía en la mesita mientras los brazos y las piernas de aquella mujer iban siendo devorados por la oscuridad y el olvido.
Max saltó por encima de la cama cuando ya solo quedaba la cara. Sabía que si lograba escribir algo, lo que quedara de ella permanecería.
Acabó tumbado en el suelo, junto a la cama, con el lápiz sujetado con fuerza en la mano derecha y la mano izquierda ya tocando el papel, cerró los ojos para que aquella mujer (¿era una mujer?) no se desvaneciera completamente.
La sensación de fracaso le abrumaba. Sin saber cómo había llegado allí, tirado en el suelo de una habitación que le resultaba extraña, sin saber si aquello había sido sueño o realidad, sin recordar siquiera que había visto a una bella mujer, morena, triste, que le ofrecía sus labios carnosos.
Abrió los ojos despacio.
En la mano derecha tenía el lápiz, partido en tres pedazos, en la izquierda tenía una pelota de papel.
Dejó ambas cosas en la mesita y llenó un vaso de agua en el cuarto de baño. Regresó a la cama y volvió a sumergirse en un sueño inquieto poblado de rostros fantasmales que hablaban un lenguaje sin sentido y deambulaban por un mundo sin color y sin formas definidas.
Cuando por fin despertó, al amanecer, sintió una punzada de dolor en la sien. Esos dolores eran frecuentes, no en balde una bala le había atravesado el cerebro, y ni siquiera sabía a ciencia cierta el número de cirugías a las que le habían sometido en el comienzo de su segunda vida. Tenía todo tipo de medicinas para mitigar el dolor, pero quería sufrir aquellos dolores, no por hallarse sometido a un extraño masoquismo, sino porque intuía que aquellos dolores también eran parte de su escurridizo pasado.
La habitación estaba a oscuras, aunque a través de los resquicios de las cortinas se filtraba una luz tenue.
En la mesita estaba el lápiz.
Roto en tres pedazos.
Una pelota de papel.
Max la cogió y fue desdoblando cada uno de sus asimétricos pliegues con infinito cuidado, como si estuviera operando a un bebé a corazón abierto.
De entre aquel diminuto universo de cuadritos multidimensionales surgieron trazos que se agrupaban e iban formando una letra tras otra, hasta que una frase escrita a latigazos abrió la primera puerta hacia su pasado.
A pesar de que no era una letra precisamente pulcra, la frase se dejaba leer con inusitada claridad.
QUEDAN SUS OJOS NEGROS Y TRISTES
La ternura con la que Max miraba aquellos garabatos se convirtió en horror. Una vieja melodía de violín comenzó a sonar en su cabeza. Vio los ojos de la mujer de la fotografía mirarle con amor incondicional, aunque alrededor de ellos había océanos de sangre.
Lo curioso fue que, por primera vez desde que tenía aquel sueño, no le extrañó la presencia de la sangre.
* * *
Después de darse una ducha, Max bajó al hall del hotel. Varias personas con maletas aguardaban en la recepción. Max se puso a la cola para pagar su habitación. Mientras esperaba, hizo una llamada al hospital donde se encontraba Alicia. Alguien le informó que la joven había sido dada de alta. Probó a llamarla a su móvil, pero estaba desconectado. Por último llamó al teléfono de su madre.
—¿Qué quieres? —espetó la mujer cuando dijo quién era. Por el tono de su voz, era evidente que estaba incómoda por algo.
—Siento molestarla tan temprano, quería saber cómo se encuentra Alicia. Me han dicho que le han dado el alta esta misma mañana.
—Mi hija está perfectamente.
—No sabe cuánto me alegro.
—Oye, no sé qué tienes tú que ver con lo que le ha pasado a mi hija, pero no quiero que la veas más. Ella es menor de edad.
—Alicia y yo somos amigos —dijo Max.
—Mira, ¿cómo que amigos? Mi hija tiene que tener amigos de su edad, no que a su lado ronde un tío como tú.
Max se dio cuenta de que la madre de Alicia podía estar pensando que él tenía una relación de índole sexual con su hija, algo que nunca se le había pasado por la cabeza. No entendía por qué todos se empeñaban en ver en él algo que no era.
—No te vuelvas a acercar a ella o se lo diré a mi novio —dijo la mujer con tono amenazante.
—¿Su novio? —preguntó, tenso.
—No creas que soy una mujer sola. Mi novio es un hombre como Dios manda. Te pondrá en tu sitio si te acercas a mi hija.
Max podía entender la preocupación de una madre por su hija y también que sus amenazas solo eran fruto de esa preocupación. Pero, una vez más, no entendía qué es lo que veían de malo en él.
«Fui yo el que se enfrentó al hombre que secuestró a su hija».
Max entreabrió la boca para decirle a la madre de Alicia aquellas palabras.
—Fui yo el que…
Decidió no terminar la frase. Había demasiadas cosas que no entendía. Quizás aquella mujer tenía razón y era mejor que se mantuviese alejado de Alicia.
—Lo siento —dijo—. No quiero causarle problemas. Solo quería saber que Alicia estaba bien después de lo ocurrido. No volveré a molestarla.
La llamada se cortó. Max se guardó el teléfono en el bolsillo. Por un motivo u otro, todos le rechazaban. No encontraba su lugar en el mundo; tampoco entendía qué lo separaba de los demás. ¿Era por la falta de recuerdos? A lo mejor era tan idiota como todos le creían y él mismo no se daba cuenta. Se dijo que en todo aquel tiempo desde que despertó del coma, por más que se había esforzado, no había aprendido nada del mundo. Seguía sin entender las motivaciones de los que le rodeaban. Podía leer sus emociones, las intenciones que no podían esconder en sus gestos y en su lenguaje corporal, aunque era como entender palabras sueltas de un idioma desconocido. Podía reconocer el miedo, la mentira, el deseo, el odio. Y, sin embargo, no podía entender lo que les llevaba a mentir ni cuál era el origen de esos miedos y deseos. El origen del odio. Podía reconocer la infelicidad en sus rostros, pero era incapaz de entender por qué eran infelices. Podía leer la insatisfacción, mas no sabía qué necesitaban para sentirse satisfechos.
¿Qué era más importante? ¿Entender a los demás o entenderse a sí mismo? Hasta el momento había fracasado en ambos propósitos.
Se dijo que no iba a darse por vencido. Todavía había una posibilidad de descubrir quién era él en realidad.