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Alicia

—Tu madre está aquí, puedes verla ahora —dijo la psicóloga.

A Alicia le parecía horrible que le hubiesen dado tranquilizantes. Había pasado mucho miedo y todavía estaba muy angustiada. Ahora tenía la impresión de que el miedo estaba adormecido, aguardando en algún rincón oscuro su oportunidad para regresar. Hubiese preferido enfrentarse al miedo en aquel mismo instante para vencer o ser derrotada de una vez por todas. Porque de lo que ahora tenía miedo era de que se le pasasen los efectos de los tranquilizantes.

Jo. ¿Existiría algún fármaco para destruir el miedo? Eso era lo que necesitaba en realidad. Algo que lo borrase de una vez por todas en lugar de enviarlo a algún rincón de su cabeza donde acechaba como un animal inquieto.

Odiaba el efecto de los tranquilizantes. Se había sentido mejor cuando gritaba, cuando podía chillar y patalear. Sin embargo, a la psicóloga que la atendía ese comportamiento no le había parecido adecuado. Le habían pinchado a la fuerza algo que la había sumido en una paz artificial.

Al menos, la idea de que su madre estaba allí la hizo sentir mejor. Alicia se encontraba en un hospital de Madrid. La habían llevado allí en una ambulancia después de que la sacasen de aquel horrible sótano. Le habían quitado su ropa y le habían dado un pijama verde de tela gruesa y áspera cuyo pantalón parecía un saco inflado por el viento. Le reventaban aquellos pijamas de hospital que la hacían parecer más gorda. La ventana de la habitación era estrecha y tenía rejas, como la de un búnker o el respiradero de un sótano. No entendía por qué en un hospital no ponían ventanas enormes para que la gente pudiese disfrutar del paisaje y del sol. Era muy deprimente. Al menos alcanzaba a ver un pedazo del jardín exterior, que estaba cubierto de nieve. Era bonito. En Almería nunca había visto nevar. Le gustaba el efecto que dejaba la nieve en el mundo. Todo parecía más puro cubierto de blanco.

Estaba sentada en una butaca con una manta sobre las piernas. Frente a ella, en una silla, estaba la doctora Gutiérrez, especialista en psicología postraumática o algo parecido, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo blanco y ralo y una mirada severa.

Unas horas antes un médico la había explorado para comprobar si había sufrido abusos o violencia. Alicia les había dicho mil veces que no la habían tocado, pero no la creían. Lo peor fue la exploración del desgraciado del médico. Todo muy humillante. El tío le tomó muestras de saliva, la obligó a desnudarse y le tanteó todo el cuerpo, dando golpecitos aquí y allí como si quisiera asegurarse de que no estaba hueca. Lo peor fue cuando se puso a hurgar con algo frío y metálico en el interior de su vagina y luego en el ano. Fue entonces cuando Alicia explotó, cuando ya no pudo parar de gritar y entonces tuvieron que pincharle los tranquilizantes.

—A veces se produce una negación de la realidad —le explicó la psicóloga—. Es habitual que la víctima de un secuestro que ha sido abusada bloquee sus recuerdos y niegue lo ocurrido.

Las palabras de la psicóloga fluían lentamente, con suavidad, sin altibajos, con el mismo volumen, la misma cadencia, el mismo tono, como una sucesión de hormigas todas iguales avanzando hacia su hormiguero, todas con la misma hojita a cuestas.

—Negar lo ocurrido es un mecanismo psicológico defensivo —prosiguió—. Por eso tenemos que comprobar lo que te hicieron.

Pero, como ya les había dicho ella, el médico forense no encontró signos de violencia en su cuerpo. Podían haberse ahorrado toda aquella humillación. No había bloqueado ningún recuerdo. Aquel hombre no la había tocado, gracias a Dios. Mejor dicho, gracias a Max que le había salvado la vida. Jo, la gratitud que sentía hacia Max era infinita.

El problema era que, con tranquilizantes o sin ellos, cuando cerraba los ojos aparecía la cara de aquel hijo de puta que la había secuestrado. Es que no podía quitarse esa imagen de la mente. Tampoco podía desprenderse del olor a humedad del sótano. Lo sentía cada vez que respiraba. Era de lo más desagradable, como si un pedazo de aquel lugar, el sudor y la humedad se le hubiesen quedado dentro de las fosas nasales.

Alicia sabía que una violación no era lo peor que podría haberle pasado. Lo había visto en los ojos del secuestrador. Nunca había tenido tanto miedo. Aquella mirada no se parecía a nada que hubiese visto. Había algo salvaje, no salvaje como un animal, porque ninguna fiera, por sangrienta que fuese, podría mirar de aquel modo, con tanta inteligencia. Tampoco era una mirada deshumanizada. Cuando Alicia le miró a los ojos pudo ver con claridad al hombre que había detrás, y eso fue lo que más miedo le dio. Aquel hombre no era ningún loco, aunque igualmente estaba dispuesto a hacerle un daño inimaginable. Lo que pasó después, cuando apareció Max, estaba muy confuso en su mente. Recordaba una fuerte estampida, como un petardo, que la dejó sorda. Después todo sucedió como a fogonazos: se acordaba de los brazos fuertes de Max sacándola de allí, la luz del sol metiéndosele en los ojos hasta el cerebro. Un alivio infinito.

Lo siguiente que podía recordar era haberse despertado en aquella habitación de hospital y a la psicóloga soltándole un rollo sobre el proceso de recuperación y todo eso después de una experiencia traumática como la suya.

La psiquiatra le había explicado lo que estaba sintiendo en aquel momento y lo que iba a sentir más tarde. Mientras la doctora hablaba, Alicia no tuvo más remedio que estar de acuerdo.

Había descrito su estado actual como «un estado de alerta mental que no la dejaría dormir o descansar y que la agotaría física y psíquicamente». Le dijo que experimentaría angustia y ansiedad, sensaciones de dolor persistente en el cuerpo, espalda, fatiga, dolores de cabeza, náuseas. Que no podría evitar revivir imágenes de lo ocurrido, ante las que reaccionaría con ataques de pánico. También podría experimentar hipersensibilidad al sonido, al olor y al tacto.

Mientras escuchaba todo aquello, Alicia no pudo evitar pensar que, en realidad, la doctora no tenía ni idea de cómo se sentía ella y que solo estaba recitando algo que se sabía de memoria. Alicia imaginó que todas las víctimas de un secuestro reaccionarían igual, que la mente humana era predecible, y le pareció muy deprimente que cada persona se considerase a sí misma tan única cuando en realidad todos éramos demasiado parecidos y previsibles.

Por otro lado, la idea de que la psicóloga simplemente estuviese recitando una lección aprendida en vez de intentar entender sus verdaderos sentimientos hizo que Alicia la mirase con desconfianza.

—Más adelante podrías sufrir cambios de temperamento bruscos —explicó la psicóloga—, dificultad para relacionarte con otros, desesperanza, obsesiones, necesitad de aislarte, llanto frecuente y reacciones emocionales exageradas ante cualquier pequeño incidente que no puedas controlar.

Jo, ese estado se parecía mucho a su vida antes del secuestro. Aquello le hizo mucha gracia y se puso a reír como una loca. La psicóloga la miró con el ceño fruncido.

—Alicia, asimilar esta experiencia te va a llevar tiempo —dijo con una sonrisa vehemente—. Es un proceso lento. Hay que elaborar un proceso de duelo del tipo de vida que tuviste antes del secuestro y adaptarte de nuevo a vivir con tus seres queridos. Te sentirás vulnerable, pero poco a poco volverás a retomar las responsabilidades y los retos que la vida te presente. No te aísles, habla con tus amigos y familiares sobre lo ocurrido. Es importante validar y normalizar los sentimientos de miedo e impotencia que puedes estar teniendo. Tu cuerpo necesitará tiempo para procesar el trauma que acaba de experimentar. Eres joven y fuerte, sin duda te recuperarás. En la medida de lo posible conserva tu rutina. Mantente ocupada dándote tiempo para descansar, recuperarte. Realiza actividades que te hagan sentir bien. Si no sabes qué hacer para sentirte bien, recuerda qué te gustaba hacer antes del suceso. Haz ejercicio, permanece en contacto con la naturaleza, ayuda a otros. Camina, corre, siente de nuevo tus pies en la tierra. ¿Has comprendido lo que te he dicho?

Las palabras de la doctora seguían fluyendo, una hormiguita tras otra. Alicia decía a todo que sí, aunque hacía tiempo que había dejado de escuchar. Claro que se sentiría bien: en cuanto su hermano David volviese a casa. Claro que recuperaría su rutina. Claro que tenía un objetivo en la vida para seguir adelante. No necesitaba la ayuda de ninguna psicóloga de pacotilla. Lo que le había pasado a David no había sido culpa suya. Se lo había explicado todo Carla. Todo había sido culpa del desgraciado que la había secuestrado.

Cerró los ojos y volvió a ver aquella mirada despiadada. Por un instante su mente regresó a la oscuridad del sótano. El silencio pesaba en el ambiente como el agua a treinta metros de profundidad. Imágenes horrendas volvieron a sus pensamientos más oscuros. Alicia empezó a hiperventilar.

—Tranquila —dijo la psicóloga. La cogió de la mano—. Te llevará un tiempo superarlo, pero lo conseguirás. Ahora voy a pedirle a tu madre que entre.

La doctora salió de la habitación y regresó al cabo de unos instantes acompañada de la madre de Alicia.

Su madre tenía los ojos enrojecidos y unas ojeras que le llegaban al suelo. Estaba palidísima, la pobre. A Alicia le pareció que su madre estaba más guapa que nunca. Ojalá ella misma se pareciese más a su madre.

—No llores, mi niña, pero ¿qué te han hecho?

Su madre la abrazó con fuerza y solo cuando Alicia sintió que se empapaba la tela del vestido al contacto con sus mejillas se dio cuenta de que estaba llorando.

Veinte minutos después le dieron el alta. Alicia se puso la ropa que le había traído su madre y ambas abandonaron el hospital.

En el exterior todo estaba cubierto de nieve. Era bonito. El ruido del tráfico era como el rumor del mar. El cielo estaba limpio y azul y el aire muy frío. Alicia se puso a temblar. Iba cogida del brazo de su madre y se apretó contra ella.

Atravesaron un pequeño jardín que rodeaba el hospital. Las ramas de los árboles se combaban bajo el peso de la nieve. Todo el mundo se apresuraba de un lado a otro para protegerse del frío.

—¿Has venido en autobús? —preguntó Alicia.

—No. Mario me trajo en su coche. —Su madre señaló al otro lado de la calle, donde aguardaba el Mercedes negro de Mario el Armario, estacionado en doble fila.

Alicia vio al hombretón instalado en el asiento del conductor, con un brazo fuera de la ventanilla y un cigarrillo humeante entre los dedos.

Mario el Armario. Jo, nunca se iba a librar de él. Sus miradas se cruzaron. El hombre la obsequió con una sonrisa cínica. A la mente de Alicia acudió la desaparición de Erica y el recuerdo del joven de la cicatriz que había sido acusado del secuestro. Recordó cómo el tío se había metido en aquel mismo coche cuando salió del supermercado.

Se le ocurrió pensar que a lo mejor Erica también había acabado en algún sótano oscuro.

Pero nadie había ido a rescatar a Erica.

El peso que sentía en su pecho se intensificó. La sangre parecía habérsele convertido en un metal pesado.

—Mamá —dijo en un susurro—. Cuando lleguemos a casa tengo que contarte una cosa de tu novio.