Carla
Carla había perdido la cuenta de las horas que llevaba contestando un aluvión de preguntas acerca de lo sucedido. Al menos, la policía había sido bastante amable con ella y de momento nadie parecía estar acusándola de nada. Había sido difícil hacerles entender lo que había pasado: cómo habían secuestrado a Alicia y cómo había logrado encontrarla. Carla tenía la impresión de que, al final, después de que casi la volvieran loca, había conseguido que lo entendiesen.
Estaba muy cansada. La tensión de las últimas horas había cedido paso al agotamiento. Se encontraba en un despacho en la sede de la Comisaría General de la Policía Judicial. Eran las dos de la mañana. Entonces, cuando por fin creyó que habían acabado y la iban a dejar irse, dos policías de uniforme la condujeron a lo que era una sala de interrogatorios en toda regla. Paredes blancas y desnudas. Una mesa de aluminio en cuya superficie se reflejaba la luz de los focos en el techo. Cuatro sillas, dos a cada lado, y un gran espejo a su izquierda, como en las películas. Carla imaginó que detrás de aquel espejo habría gente mirando.
En la sala había dos hombres esperándola. Ambos eran altos y fornidos, aunque de aspecto muy diferente entre ellos. Uno era moreno, de ojos negros y un rostro de facciones angulares, atractivo aunque algo hosco. Vestía un elegante traje gris y corbata del mismo color. Se presentó a sí mismo como teniente de la Brigada contra el Crimen Organizado Juan Pablo Guerrero.
—Él es mi colega Dan Sanders —dijo Guerrero señalando al otro hombre—. Pertenece al servicio de seguridad exterior británico. Siéntese por favor.
Carla se acomodó en la silla frente a ellos. El otro era muy rubio, tenía los ojos de un azul claro y la piel pálida; la cara redonda, de mejillas enrojecidas, aunque Carla vio algo en su mirada que ahuyentaba cualquier apariencia amable. A diferencia de su compañero, no llevaba traje. Vestía una chaqueta negra de piel, camisa azul y unos pantalones vaqueros. No ocultaba la cartuchera con la pistola bajo el sobaco. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. A Carla no le gustó nada la forma en que la miraba.
—El señor Sanders —dijo el del traje elegante— colabora con nosotros en una investigación. Los dos estamos aquí porque usted ha mencionado en su declaración a Irena Aksyonov y queremos hacerle algunas preguntas al respecto.
El policía hablaba con voz pausada y firme, grave y armónica, como si fuera un locutor de radio. A Carla le gustó aquella voz. Era la clase de voz que infundía calma en el caos.
—El motivo de que la mención de Irena Aksyonov en su declaración haya atraído nuestra atención se debe a que la familia Aksyonov está siendo investigada por el SOCA, el Servicio Británico contra el Crimen Organizado, en colaboración con la Policía Nacional española.
Mientras hablaba gesticulaba con las manos; parecía un político. El otro hombre seguía con las manos metidas en los bolsillos mirándola fijamente.
—No le ocultaré que el padre de Irena, Serguei Aksyonov, está presuntamente involucrado en negocios turbios —prosiguió el teniente Guerrero, negando con la cabeza y mostrándole a Carla la palma de la mano izquierda—. Negocios que tienen que ver con el crimen organizado de origen ruso. Ese es el motivo de que mi colega y yo estemos aquí —señaló a su compañero, a sí mismo y al aire, como si señalara diferentes puntos en un mapa imaginario que tenía delante. Miró a Carla a los ojos—: queremos escuchar de nuevo su historia, señorita Barceló. Desde el principio.
La alentó con una sonrisa. Entrelazó los dedos de las manos, inclinándose hacia delante con los codos sobre la mesa.
Carla exhaló una bocanada de aire. Volver a contarlo todo, otra vez. Se armó de paciencia. Se mordió los labios, respiró hondo y comenzó a relatar una vez más todo lo que había ocurrido, desde la trampa a su hermano hasta cómo habían acabado en aquella casa donde habían encontrado a Alicia. Carla les habló del funcionario de la Oficina de Protección del Menor, Héctor Rojas, y de cómo este le había pedido ayuda para encontrar a un peligroso acosador de internet. Tuvo que detenerse para explicar que ella era informática y que había programado un software específico, un robot de búsqueda («como el de Google») para identificar adolescentes en las redes sociales que cumpliesen con el perfil de las víctimas del acosador.
El policía del traje elegante, el teniente Guerrero, la interrumpió en varias ocasiones para hacerle preguntas aclaratorias. El policía inglés no habló, se limitó a mirarla fijamente con aquellos ojos azules y fríos y cara de pocos amigos.
Carla relató todo lo sucedido evitando mencionar su visita a Carlos Castellanos, el ejecutivo de MyLife. La policía no le había hecho ninguna pregunta sobre aquello, así que imaginó que Castellanos aún no había denunciado nada. No iba a ser ella quien sacase el tema.
Cuando finalizó el relato, Carla miró a los policías, expectante. Estaba muy cansada, le dolía la espalda y tenía una aguja clavada en la base del cráneo.
—He estudiado atentamente el informe que han redactado mis compañeros —dijo el teniente Guerrero—. Ha realizado usted un excelente resumen. Le agradezco su esfuerzo. —Sus labios esbozaron una sonrisa aprobatoria—. Una unidad de la Guardia Civil está investigando ahora si el hombre que secuestró a Alicia Roca, Francisco Luna, está involucrado en otros casos de abuso o secuestro de menores. Al parecer, su hija, la mujer que le disparó, asegura que su padre había abusado anteriormente de otras menores.
—¿Y qué le pasará a ella? —preguntó Carla. Pensó en la pobre chica y en el infierno que tenía que haber sido su vida teniendo por padre a un monstruo degenerado que abusaba de ella.
—No me corresponde a mí decirlo —respondió el teniente Guerrero negando suavemente con la cabeza—. Hasta donde sé, el abogado de oficio ha alegado defensa propia. Tal vez el fiscal no presente cargos cuando escuche su historia.
—Ojalá la dejen libre. Su padre era un monstruo —dijo Carla apretando los dientes y arrugando la nariz.
—Monstruo o no, nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. ¿No cree? —El policía le lanzó una mirada inquisitiva.
—Fue un acto de defensa propia —respondió Carla vehemente.
Se dio cuenta de que no sentía ningún remordimiento por la muerte de aquel hombre. Se estremeció al pensar que ella misma hubiese estado dispuesta a matarlo con sus propias manos si hubiese sido necesario. Antes le hubiese dado la razón al policía: ella también era de la opinión de que nadie tenía derecho a tomarse la justicia por su mano. El mundo se convertiría en un lugar horrible. Lo que pensaba ahora era que aquel hombre estaba mejor muerto, que su muerte era lo más justo y lo mejor para todos. Ya no volvería a causar más dolor a nadie, mejor muerto él que sus futuras víctimas. Pensó en Héctor Rojas. Pensó en su hermano, en Irena Aksyonov, en todos los niños que habían muerto y en los padres que se habían quitado la vida sintiéndose responsables de la muerte de sus hijos. Pensó en la hija de aquel monstruo y en el infierno que habría sido su vida. ¿Cómo podía una sola persona dejar tanto dolor tras de sí? ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué obtenía con aquello? Un solo hombre había arruinado tantas vidas… Era irónico lo difícil que resultaba mejorar las vidas de los demás y lo fácil que era destruirlas.
—¿Por qué no dejó usted el asunto en manos de la policía desde el principio? —preguntó el teniente Guerrero negando con la cabeza y apretando los labios.
—Ya le he dicho que la policía no creía la teoría de Héctor Rojas —respondió Carla con brusquedad—. No le escucharon. Si le hubiesen hecho caso desde el principio, a lo mejor ahora estaría vivo. —El resentimiento le vino a la boca como si fuera bilis.
A Carla no se le escapó que el policía inglés, que hasta entonces había permanecido impasible, esbozó una sonrisa desdeñosa justo antes de intervenir por primera vez en la conversación:
—A mis colegas de la policía española no les gusta que nadie les dé ideas que no hayan sido capaces de pensar por sí mismos —dijo con un marcado acento inglés. Su voz era fría y áspera, en contraste con la suavidad de locutor de radio del teniente Guerrero.
—Lamento lo ocurrido con el señor Rojas —dijo Guerrero tras intercambiar una fugaz mirada con su colega—. Hemos recuperado una conversación telefónica de su móvil, una conversación que tuvo lugar pocas horas antes de su muerte. Alguien, creemos que el mismo Francisco Luna, había secuestrado a su hija y le chantajeó para obligarle a captar a dos jóvenes y venderlas después a la mafia.
—¿Captar? —preguntó Carla sin entender.
—«Captar» —repitió el agente asintiendo con la cabeza—. Así es como se llama al secuestro de chicas en la jerga de los traficantes de mujeres. Lo llaman así porque las redes mafiosas de tráfico humano identifican a jóvenes con problemas en su hogar, chicas faltas de autoestima o víctimas de abusos y malos tratos. Les ofrecen un cebo para atraerlas. Las halagan y las engatusan con trabajos que resultan irresistibles. Modelo, actriz, azafata. Las jóvenes abandonan su hogar y caen en sus redes. A eso lo llaman «captar». Después las hacen adictas a las drogas para controlarlas y tenerlas enganchadas a la prostitución.
—Héctor Rojas era un experto en ese tema —musitó Carla con el estómago encogido.
—Así es. Ese individuo secuestró a su hija y le obligó a captar a dos jóvenes y ponerlas en manos de la mafia. El señor Rojas conocía muy bien el destino que aguardaba a las pobres chicas que eligió.
Carla pensó en lo que habría sufrido el pobre hombre. Un sudor frío le cubrió el cuerpo. No había tenido opción. Había tenido que hacer lo que le pedían para salvar a su hija. ¿Qué padre no hubiese actuado igual? Después no había podido soportar el sentimiento de culpa por entregar a dos chicas a un terrible destino.
—Estamos aquí para hablar de lo que usted cree saber de Irena Aksyonov —intervino el policía inglés con sequedad.
A Carla no le gustaba el tono exigente de aquel hombre; contrastaba con la amabilidad del español. Se puso en guardia.
—Díganos una cosa. ¿Por qué Héctor Rojas relacionó la desaparición de Irena Aksyonov con el acosador de internet que investigaba? —preguntó el teniente Guerrero.
—La frase —respondió Carla con cansancio— «Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí» —repetir aquellas palabras en voz alta le provocó un estremecimiento—. Héctor creía que esa frase era una especie de marca, una señal, un mensaje de ese psicópata. Héctor encontró la misma frase tatuada en el cuerpo de chicos que también fueron víctimas de ese monstruo. Por eso relacionó los sucesos. Ya les he explicado antes todo esto…
—Solo estamos intentando comprender lo que ha pasado —prosiguió Guerrero—. Nos gustaría que ahora nos explicase cómo averiguó lo que sucedió con Irena Aksyonov.
—Supongo que también lo habrán leído en mi declaración —contestó Carla—. Se lo dije todo a sus compañeros.
—No obstante, hay algunos puntos oscuros —dijo el policía—. Nos gustaría volver a escucharlo de sus propios labios.
Carla emitió un sonoro suspiro.
—Fue Max, el compañero de trabajo de Alicia, quien me dio la clave.
—¿Qué quiere decir exactamente? —preguntó el teniente Guerrero.
A Carla no se le escapó la mirada que intercambiaron los dos agentes.
—Mencionó que Irena Aksyonov quería hacer daño a su padre. No sé cómo lo supo, pero la idea de que Irena quisiera ver sufrir a su padre me hizo cambiar la perspectiva —explicó Carla—. Se me ocurrió que a lo mejor la propia Irena Aksyonov había sido cómplice del secuestrador, que no había sido raptada como todos daban por hecho. Y eso me hizo comprender lo que había pasado. Hay que partir de la base de que el secuestro fue un montaje. Las amenazas, los mensajes en el móvil que recibió su padre, el rastro de sangre que encontraron… Tuvo que ser la misma Irena quien se sacó la sangre con una jeringuilla y dejó unas gotas en su habitación y en el jardín. Todo era un truco urdido por ella y por ese individuo. Una especie de broma macabra para su padre. Una broma que acabó saliéndole muy cara a la pobre chica. —Carla cerró los ojos unos segundos—. Puede ser que al principio Irena solo quisiera llamar la atención de su padre y ese individuo la sedujo. Se las apañó para manipularla y meterle la idea de fingir un secuestro. —Los policías escuchaban atentamente, como dos alumnos aplicados. Guerrero tenía las palmas de las manos abiertas sobre la mesa, el inglés ocultaba las manos debajo—. Así que comprendí que, en realidad —prosiguió Carla—, nadie entró en la mansión de los Aksyonov para sacar a Irena a la fuerza. Nadie forzó las cerraduras electrónicas de la casa. Irena las abrió con sus propias huellas dactilares. Se marchó sin ser vista, cruzando el jardín trasero siguiendo una trayectoria estudiada de antemano. Su cómplice debió de descubrir el ángulo muerto en las cámaras de vigilancia y ese fue el punto débil de la seguridad en el que apoyó su plan. Le indicó a Irena por dónde tenía que salir para no ser registrada por las cámaras. Irena atravesó la piscina a nado y, una vez en el otro extremo, alcanzó el muro sin ser vista. Allí pudo haberlo saltado con una simple escala de cuerda. Después cruzó el terraplén que había entre la mansión y la carretera, donde alguien la esperaba.
Carla hizo una pausa para coger aliento. A lo mejor estaba hablando demasiado deprisa. Estaba muy cansada y quería acabar cuanto antes.
—El único modo de alejarse de allí por carretera —prosiguió— es por la autovía que discurre paralela a la costa, a un centenar de metros de la mansión de los Aksyonov. El problema es que en ese tramo hay varias cámaras de control de tráfico. Si un coche se para, la cámara lo registra. Eso hubiese sido muy sospechoso. Para evitar ser grabado, el coche que recogió a Irena tendría que haberla esperado en algún lugar a varios kilómetros de allí. Irena hubiese tenido que caminar esa distancia por el arcén de la autovía. Una chica caminando sola hubiese llamado la atención de los conductores. Demasiado arriesgado. Así que tenía que recogerla en el punto más próximo a la mansión. El problema era cómo detenerse allí sin ser captado por la cámara. Lo que hizo el secuestrador fue provocar un atasco en ese tramo de la autovía. El atasco no fue casualidad, era necesario para el plan. ¿Lo entienden? En cuanto comprendí eso supe que la persona que había provocado el accidente tenía que ser cómplice del que recogió a Irena. Esa persona aparecía en el sumario judicial. Sus datos nos llevaron hasta Alicia.
—Una deducción realmente… impresionante —dijo el agente británico Dan Sanders.
A Carla no se le escapó cierto tono burlón en su voz. La suficiencia de aquel hombre la irritaba.
—Veamos. Ese hombre, Max… ¿N. N.? —dijo Sanders frunciendo los labios como si aquello le hiciese mucha gracia—, el compañero de trabajo de la chica, ¿qué puede decirnos sobre él?
—Poca cosa, solo sé que eran amigos.
—¿Por qué recurrió usted a él? —preguntó el teniente Guerrero.
—Porque estaba desesperada. Porque la maldita policía no me hacía caso —dijo Carla con rabia—. Porque tenía que encontrar a Alicia como fuese. Porque ese hombre era su amigo y era la única persona dispuesta a ayudarme.
—¿No le había visto nunca antes de que se lo presentase la chica?
—Les he dicho que no. Oigan, ya les he contado todo lo que sé —dijo Carla, impaciente—. Ahora quiero marcharme. Estoy muy cansada. Si necesitan mi ayuda, podemos seguir hablando en cualquier otro momento.
Dan Sanders se inclinó hacia delante. Puso las manos sobre la mesa. Tenía unas manos grandes, con dedos largos y finos.
—Así que estás muy cansada. —Sus labios se curvaron en una sonrisa canina—. Creo que no has entendido el propósito de esta conversación —dijo—. No queremos tu ayuda. Estamos valorando si deberíamos procesarte por intromisión en un asunto de seguridad nacional.
—¿Qué? ¿Está loco? —chilló Carla. La cólera le encogió el estómago. Notó un calor fuerte en el cogote y una presión casi insoportable en la cabeza. Sus ojos buscaron los del teniente Guerrero, que desvió la mirada.
—Todo lo relacionado con el caso de Irena Aksyonov ha sido clasificado como alto secreto —explicó Guerrero sin mirarla a la cara. Tenía una expresión rígida—. Concierne a un asunto en el que tienen mucho interés nuestros colegas del Reino Unido. No se preocupe, mi informe va a ser negativo en ese sentido. —La miró a los ojos—. No voy a recomendar que sea detenida o aislada. Pero no toleraremos una nueva intromisión.
—¿Intromisión? ¿De qué rayos están hablando? ¡Váyanse a la mierda!
Carla se puso en pie, tenía la boca abierta y el ceño fruncido, podía sentir la presión dentro de sus puños, el dolor de sus propias uñas clavándose en las palmas de las manos.
—Está bien. Puede irse. La acompañaré a la salida —dijo el teniente Guerrero.
El policía británico permaneció sentado, con la cabeza agachada, una sonrisa a medias y los ojos clavados en sus caderas.
—No se moleste, conozco el camino —dijo Carla. La ira le oprimía el cuello y le abrasaba la raíz de los cabellos.
Agarró el pomo de la puerta. Por un segundo había temido que la puerta estuviese cerrada. La sangre se le acumulaba en las sienes. El pomo giró y salió al pasillo de la comisaría, que cruzó a toda velocidad. Varios policías de uniforme volvieron la cabeza a su paso. Carla tenía ganas de gritar. La energía nerviosa se había acumulado como un gas a punto de estallar.
Cuando por fin puso un pie en la calle, la bofetada de viento frío en el rostro fue un alivio. Las calles estaban desiertas a aquellas horas de la madrugada. Se puso a caminar buscando un taxi. Temblaba de frío. La nieve se arremolinaba en el cielo como una nebulosa en movimiento. No solo estaba siendo uno de los inviernos más duros que se recordaba, también había sido uno de los días más duros de su vida.
Después de unos veinte minutos de deambular por calles que no conocía se dio cuenta de que tendría que pararse en algún sitio y llamar al taxi para que la recogiese. En Madrid, de noche, todos los taxis se concentraban en el centro, en la zona de bares. En aquel barrio difícilmente iba a tropezarse con ninguno.
Buscó una placa con el nombre de la calle para averiguar dónde estaba, lo que le costó caminar otros diez minutos. Las malditas placas nunca estaban donde hacían falta. Llamó al número de Teletaxi. Después se refugió en un portal a esperar, abrazándose a sí misma con fuerza. Los dientes le castañeteaban por el frío. Su mente hervía en un remolino de pensamientos y sentimientos. Alivio por haber encontrado a Alicia, por que el maldito psicópata hubiese desaparecido de su vida para siempre. Tristeza por el estado de su hermano, por su propio futuro incierto.
Diez minutos más tarde apareció el taxi. El cálido interior del vehículo la recibió como el abrazo de una madre. Se dejó caer exhausta y pidió al taxista que la llevase al hospital Ramón y Cajal.
—¿Se encuentra bien, señorita?
Carla se dio cuenta de que tenía el rostro descompuesto por el llanto.
—Sí…, no se preocupe, estoy bien —respondió con un cansancio infinito.
Algo se aflojó en su interior. Había estado aplazando la decisión. Ni siquiera había pensado en ello. Lo había apartado de su mente: la decisión sobre si debía o no desconectar a su hermano de las máquinas que lo mantenían con vida. Se dio cuenta de que en los últimos días había estado engañándose a sí misma, mirando para otro lado, dejándose arrastrar por los acontecimientos, pretendiendo que no tenía que tomar aquella decisión. Su mente había bloqueado el problema como si no existiese. Ahora ya no tenía excusa. Los médicos esperaban una respuesta.
Carla hubiera deseado que el tiempo se congelase en el interior de aquel taxi, que nunca llegase a su destino. Pero el taxi avanzaba inexorable por las calles de Madrid, aunque cada vez que se detenía en un semáforo suponía un pequeño alivio para Carla, una especie de tregua. Entonces, inevitablemente, el taxi volvía a ponerse en marcha y el tiempo echaba a andar de nuevo enfrentándola a su destino.
Tenía que tomar una decisión y el corazón se le estaba rompiendo en mil pedazos.