Eva Luna
Eva quería desaparecer, huir, pero sus piernas la llevaban en dirección a su casa, caminando por el arcén de la carretera, pasando por debajo de los pilares de la autovía, el mismo camino que recorría cada mañana al amanecer y cada noche, bien entrada la madrugada, cuando cerraba el bar.
Pero en aquella ocasión había algo diferente.
No era solo que su mano apretase con fuerza una pistola, el arma de Saúl el policía, que había acabado junto a ella.
No era que no sintiera el frío viento que le azotaba el rostro, o que no fuera consciente de la fina lluvia que empapaba sus ropas, o que apenas viese nada a su alrededor como si algo limitase su visión.
Tenía la impresión de que no caminaba sola.
Tenía la impresión de que alguien la observaba con una mirada expectante, casi diría que de admiración, con un brillo especial en los ojos.
Cuando Eva llegó a su casa, una mujer corrió hacia ella. Se había bajado de un coche aparcado junto a la entrada. Era la mujer que había llegado al bar minutos antes, acompañando al hombre más hermoso que Eva había visto jamás. La mujer tenía el rostro desencajado y le gritaba algo, pero Eva no entendía sus palabras. Era como si el mundo hubiese perdido intensidad, solo podía escuchar el latido de su propio corazón.
La mujer quiso sujetarla de un brazo. Eva se deshizo de ella con un empujón y entró en la casa. Allí estaban aquellos veinticinco escalones. Allí estaba la puerta de madera. Abierta.
Mientras descendía cada uno de aquellos veinticinco escalones escuchó alaridos de dolor y gritos de súplica. Esta vez los gritos no provenían de una mujer. Era su padre quien aullaba de dolor.
En el sótano, su padre estaba de rodillas, sangrando y lloriqueando como un niño.
Eva pensó que aquello debía de ser un sueño, un producto de su imaginación.
Su padre tenía la nariz rota y la boca cubierta de sangre de un modo que resultaba obsceno.
El hombre que había doblegado a su padre se erguía ante ellos en toda su imponente altura. Era el hombre más hermoso que los ojos de Eva habían contemplado jamás. Podría descansar la mirada en su rostro durante una eternidad. Tenía el pelo negro, la mandíbula fuerte, el mentón perfilado. Eva casi podía sentir la suavidad de sus mejillas a través del espacio que los separaba. Debía de medir casi dos metros de alto, irradiaba poder y masculinidad. Sus brazos eran fuertes, los hombros cuadrados y el torso se adivinaba musculoso. Aunque vestía un sencillo uniforme más propio de alguien que desempeña un trabajo poco cualificado, su porte era elegante, distinguido, aristocrático.
Fue entonces cuando la vio su padre.
—¡Mátalo! —gritó su padre—. ¡Dispárale!
Eva levantó los brazos sujetando la pistola con ambas manos.
Desde que era niña había visto muchas veces a Saúl el policía alardear de aquella pistola con su padre. Sabía cómo se utilizaba. Metes una bala en el cargador. Quitas el seguro. Amartillas. La sostienes con fuerza con los brazos extendidos, tensos, como si empujases un muro.
Eva retuvo el aliento cuando el hombre más hermoso que había visto jamás y ella cruzaron una mirada. En sus ojos azules no existía el menor atisbo de miedo, a pesar de que estaba desarmado y era ella, la mitad de Eva Luna, quien sostenía una pistola entre sus manos. La mirada de aquel hombre era inocente y pura, recordaba a la de un niño audaz y valiente, intrépido y curioso. La clase de niño que no dudaría en adentrarse en un pozo en tinieblas para descubrir un misterio o para ayudar a un amigo en apuros.
Eva se preguntó cómo un hombre podía tener aquella mirada inocente, profunda y reconfortante, y la respuesta llegó a sus oídos como un susurro: no tiene recuerdos, su mente está en blanco. Ningún recuerdo atormentaba su conciencia, era un ser libre y puro, desligado de las ataduras del pasado.
Eva se preguntó cómo aquel hombre habría logrado liberarse de la carga de la memoria. Quizás ella también podría borrar la parte sucia que había en su interior, destruir todos los recuerdos inenarrables que la atormentaban, limpiar la podredumbre de la sucia mitad de Eva Luna. A lo mejor solo era cuestión de dirigir la pistola hacia su cabeza. Apretar el gatillo y todo habría acabado.
Pero no podía olvidarse de su padre. Mantuvo la pistola en alto, los brazos tensos.
Eva observó a la chica que había secuestrado su padre. La joven la miraba a ella con ojos desorbitados por el miedo. Afortunadamente, el muy cerdo de su padre aún no había tenido tiempo de tocarla. La idea le produjo una alegría infinita. Algo puro se había preservado. Y, aunque la joven estaba envuelta en sufrimiento, cuando saliese de aquel sótano frío y húmedo podría recuperar su vida, mientras que la mitad de Eva Luna se quedaría allí encerrada para siempre. Eva pensaba en la luz del sol y se moría de la envidia. Quizás debería dirigir la pistola contra su cabeza y acabar con todo de una vez.
Su padre, de rodillas en el suelo, le estaba gritando algo, sus cejas arrugaban su frente ensangrentada como si fuese un trapo mojado. Eva podía ver cómo se movían sus labios, el movimiento de su garganta, pero ningún sonido llegaba hasta sus oídos. En su cabeza solo resonaba un zumbido sordo, como si estuviera sumergida bajo el agua.
No necesitaba escuchar a su padre para saber lo que quería de ella. Quería su ayuda. Quería que disparase al hombre que le había golpeado. Su padre la estaría amenazando, diciéndole todo el daño que le iba a hacer si no le obedecía.
Eva quería ser valiente, aunque lo cierto era que estaba muy asustada. La pistola temblaba entre sus manos como si tuviese vida propia. Todos aquellos años temiendo, temiendo, hasta que el miedo se había hecho su amigo íntimo, un amigo traidor y tramposo. Hasta ahora no se había dado cuenta de que el miedo era en realidad el mejor amigo de su padre.
La mujer que había intentado detenerla arriba también había bajado hasta el sótano. Le estaba gritando algo. La mujer enseñaba los dientes inferiores en una mueca de horror. Tenía el rostro desencajado y de su garganta salían palabras que nunca llegaban a los oídos de Eva. Aunque chillaba con todas sus fuerzas, Eva no podía escuchar el sonido de su voz. Seguía sin poder escuchar nada. Era como si se encontrase inmersa en un tanque de líquido transparente que amortiguase cualquier sonido.
La bombilla que colgaba del techo les inundaba con su luz incandescente. El destello de ese sol en miniatura cegó a Eva por unos instantes. Las sombras que proyectaban cada uno de ellos se alargaron y entrelazaron como si tuviesen vida propia.
Eva cerró los ojos con fuerza y escuchó el sonido de su propia respiración acompasada por los latidos del corazón. Tuvo la súbita impresión de que el tiempo se detenía. La embargó un terror irracional. Se sintió diminuta en la oscuridad que se abría tras sus párpados, como si las tinieblas quisieran tragársela.
Abrió los ojos de golpe y fue como emerger a la superficie después de una larga zambullida en el mar. Parpadeó repetidamente. Algo había cambiado, como si el deslizar de su consciencia se hubiese colado por un pliegue oculto de la realidad para atisbar a un mundo diferente.
Un mundo en el que Max, el hombre más hermoso que había visto jamás, tenía una expresión de absoluto terror en la mirada.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Eva. Nunca había visto semejante expresión de sufrimiento. El rostro del hombre estaba descompuesto por el dolor. Todos los músculos de su cuerpo se habían contraído con un espasmo. Eva quiso adivinar qué es lo que le provocaba tal dolor. Lo supo cuando le miró a los ojos.
Max tenía la mirada fija, pero lo que observaba no estaba en aquel lugar y en aquel momento, sino en algún punto de su pasado. Eva comprendió que había recuperado sus recuerdos perdidos y que esos recuerdos le habían traído la visión de un horror inimaginable.
Eva sacudió la cabeza, intentó coger aliento, como si se zambullese en el fondo del mar, apartar aquella imagen. Su conciencia se adentró más y más en una rendija de la realidad que asomaba a un mundo diferente.
Un mundo en el que la mujer que instantes antes le gritaba histérica y asustada tenía ahora un bebé en brazos y lo acunaba con placidez.
Eva supo que el bebé era su hijo. El pequeño tenía las mejillas regordetas y el pelo muy rubio. Era un niño fuerte y sano y su boquita emitía gorjeos de felicidad. La mujer cantaba una nana con una voz suave y melódica mientras contemplaba a su hijo con una expresión de infinita felicidad. La felicidad la hacía parecer muy hermosa. Viéndola, Eva comprendió que era una mujer plena, satisfecha, realizada. Sus largos dedos acariciaban las mejillas del bebé mientras lo acunaba contra su pecho y susurraba una melodía: «cuando la luna te sirva de manto, mi niño, no te olvides de las estrellas». Aunque todo seguía sumido en el más absoluto silencio, Eva podía escuchar aquella voz con claridad, y esa voz la empujó más y más abajo, alejándola de su mundo para adentrarse en una realidad diferente.
Una realidad en la que Alicia ya no estaba asustada. Su cuerpo había cambiado. Ahora era delgada, esbelta y femenina como una gata. Junto a ella había un niño pequeño, su hermano, de unos cuatro años. El niño reía, corría y saltaba alrededor de Alicia, y eso parecía hacerla muy feliz. Ver a aquel niño correr y saltar parecía significar mucho para ella. Miraba a su hermanito con los ojos muy abiertos de admiración, como si fuese algo extraordinario que un niño de esa edad se dedicase a corretear lleno de energía.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Eva. Seguía en el mismo sótano de su casa, la misma bombilla en el techo, el mismo hedor a humedad. Solo que aquellas personas habían cambiado. Eva no sabía de dónde había salido el bebé que acunaba la mujer, ni el niño pequeño con el que jugaba Alicia. No sabía por qué el hombre más hermoso que había visto jamás tenía ahora semejante expresión de horror en el rostro.
Y de pronto comprendió que lo que tenía ante sus ojos no era sino la otra mitad de aquellas personas, sus mitades completas. Eva se dio cuenta de que no solo era Eva Luna la que estaba incompleta, también lo estaban aquellas tres personas que habían irrumpido en su mundo para cambiarlo por completo.
Parpadeó y aquella realidad diferente se evaporó como un sueño. Los sonidos regresaron a sus oídos y los gritos golpearon su cuerpo como algo físico. La sangre volvía a correr por sus venas y a batir en sus oídos.
El tiempo había echado a andar de nuevo.
El hombre más hermoso que jamás había visto tenía otra vez la mirada inocente de un niño. Su mente volvía a estar en blanco, los recuerdos habían desaparecido y también los horrores que los poblaban. Y aunque ahora Eva podía ver la confusión en su mirada, su belleza seguía intacta: un barco sin ancla, un barco enorme forjado con acero en mitad de la peor tormenta de la historia.
Carla volvía a estar muy asustada y gritaba histérica. El bebé había desaparecido y Eva podía ver el dolor que había en sus ojos, un dolor antiguo y profundo, como un pequeño tumor, duro como un diamante negro prendido a su corazón, del que no había podido desprenderse por más que lo había intentado con todas sus fuerzas.
La chica, Alicia, volvía a ser gorda y frágil. Eva identificó en su mirada la tristeza por la enfermedad de su hermano pequeño, una enfermedad que jamás le permitirá caminar, ni jugar, ni moverse como cualquier otro niño de su edad.
Todas aquellas personas divididas por la mitad. Como ella.
Porque ella no era Eva Luna, sino la mitad de Eva Luna. La mitad de lo que era.
La otra mitad de Eva Luna murió a los once años, el día que su padre empezó a abusar de ella, pocos días después de que su madre la abandonara.
Todo se reducía a algo muy básico, su vida se reducía a un punto de inflexión, a un cuchillo afilado y perverso que cortó su tiempo en dos partes. Eso hizo su padre cuando sujetó sus manos con fuerza, abrió sus piernas como una bestia y la penetró como si fuera un maldito trozo de carne.
En un mundo paralelo existía otra Eva Luna a la que no le faltaba la mitad.
A veces creía verla en el espejo.
Pero era la mitad de Eva Luna la que sostenía una pistola y apuntaba a su padre.
—¡Mátalo! —gritó su padre—. ¡Hazlo o te daré una lección que jamás olvidarás!
Eva estaba temblando. Todos aquellos años temiendo, temiendo, hasta que el miedo se había hecho su amigo íntimo, un amigo traidor y tramposo. Hasta ahora no se había dado cuenta de que el miedo era en realidad el mejor amigo de su padre.
—Deja la pistola —dijo Max—. No voy a hacerte daño.
El hombre dio un paso hacia ella con los brazos extendidos, mostrándole las palmas de las manos.
Fue entonces cuando su padre se revolvió como un animal acorralado. En sus manos apareció un cuchillo de caza. Con una agilidad inesperada se abalanzó contra Max, que le había dado la espalda.
Entonces Eva apretó el gatillo, aunque no escuchó la atronadora estampida ni tampoco vio cómo la bala atravesaba la garganta de su padre y este caía al suelo en un estertor de muerte.
Lo único que supo en aquel momento es que la Eva Luna heroica, guapa y segura de sí misma, la Eva Luna de sus sueños se disolvía como la niebla. Lo único que supo es que su otra mitad había dejado de vagar por el mundo viviendo su vida paralela. Antes de que se desvaneciese, aún alcanzó a ver como la Eva valiente le guiñaba un ojo con complicidad. Durante unos instantes pudo ver cómo aquellos bonitos ojos la miraban con un brillo de admiración, su gran sonrisa repleta de felicidad.
Pero la existencia de aquella Eva Luna en una realidad paralela había llegado a su fin.
Ahora Eva podía sentirla en su interior.