Max
Hora y media después de salir de Madrid, Max detuvo el coche de Carla en la explanada de aparcamiento de un bar de carretera de la autovía de La Coruña a su paso por Medina del Campo.
—¿Es aquí? —preguntó.
—Es el domicilio del hombre que provocó el accidente —respondió Carla con un susurro apenas audible—. La parte de arriba del bar es una vivienda —dijo señalando al edificio de dos plantas.
Max se bajó del coche.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Carla.
—Voy a averiguar dónde está Alicia —respondió—. No salgas del coche.
Max se dirigió hacia la entrada del bar sin advertir que Carla le seguía los pasos.
El local era grande y apestaba a fritura y a cerveza. Todas las mesas estaban vacías menos una, en la que se sentaban tres hombres. Max notó como las miradas de los tres se clavaban en él.
Alerta. Tensión.
«No tienen miedo».
Había otros dos hombres jugando al billar en una mesa al fondo. Ambos interrumpieron el juego para mirarle. Tras la barra había una chica de mirada asustadiza. Sus gestos desprendían tantas señales de terror que el miedo parecía brotar de ella como sustancia. Max se preguntó qué era lo que la asustaba tanto.
Fue directo hasta la mesa ocupada por los tres hombres. Uno de ellos vestía el uniforme de la Policía Municipal. Otro, un mono azul grasiento, de mecánico. El tercero llevaba un traje de motorista de cuero negro.
Supo al instante que ocultaban algo. Sus gestos de nerviosismo les delataban.
Pensó que alguno de aquellos hombres podría haberle hecho daño a Alicia y sintió que se derramaba un cubo de agua sobre su cabeza, primero helada y después hirviendo, y que el líquido frío y ardiente le traspasaba de arriba abajo, como si su cuerpo estuviese hecho de algún material permeable. Los latidos de su corazón se acomodaron a un ritmo diferente, pausado y enérgico, sincronizados con sus propios pensamientos, que discurrían suavemente en una lógica fría e implacable.
—Quiero saber dónde está Alicia —preguntó sin rodeos.
Los tres hombres intercambiaron una mirada. Max los estudió con detenimiento. El que llevaba el traje de motorista era flaco y huesudo, tenía una cabeza calva y una desagradable nariz ganchuda de buitre carroñero; era el que estaba más nervioso de los tres, sus pupilas se movían arriba y abajo, inspeccionando a Max sin detenerse en un punto concreto. El que vestía el uniforme de la Policía Municipal llevaba una pistola en el cinto, mascaba chicle y estudiaba a Max con aire de suficiencia. Estaba relajado, seguro de sí mismo, de su autoridad y de la pistola que llevaba. El del mono azul de mecánico era un hombre muy gordo, tenía la nariz rota de boxeador y una fea cicatriz en el mentón. Las venas de las sienes le latían con fuerza. Las comisuras de los labios curvadas hacia abajo, las pupilas dilatadas: todo indicaba que era el más agresivo, listo para atacar en cualquier momento.
—¿Quién cojones eres tú? —preguntó el del uniforme de policía.
—Eso a ti no te importa —respondió Max con sequedad—. Solo quiero saber dónde está Alicia.
La expresión de los tres hombres cambió sutilmente.
Expectación, violencia, anticipación, sangre…
Fue como si de repente Max tuviese ante sí un espejo que mostraba lo que ocurría a sus espaldas. Se agachó un instante antes de que el taco de billar barriese el espacio que había ocupado su cabeza.
Se giró con una finta. Asestó un gancho de izquierda. Acertó en plena mandíbula. El atacante se desplomó con un quejido ahogado. Max le arrebató el palo de billar de las manos. Se volvió hacia la mesa. El policía se había puesto en pie. Tenía la mano en el cinto sacando la pistola. Max le golpeó en la cara con el palo, que se quebró en dos. El policía cayó al suelo, inconsciente. Max le quitó la pistola y la arrojó lejos. Los otros dos no se movieron.
—¿Dónde está Alicia? —preguntó una vez más, mirándolos sin mostrar emoción alguna.
El gordo negó con la cabeza.
—Que te den por el culo, no sé de qué hablas.
Miente.
—Tranquilo, hombre. No pasa nada —dijo el que iba vestido de motorista, levantando las manos y mostrándole las palmas—. No sé a quién buscas, seguro que te has equivocado.
Max vio que miraba de soslayo al hombre gordo. Su expresión reflejaba un solo sentimiento, simple y singular, aislado, puro: miedo.
—Tu problema —dijo Max— es que le tienes más miedo a este hombre que a mí. —Señaló al gordo—. Pero eso pronto va a cambiar.
Lo agarró por las solapas y lo obligó a ponerse en pie.
—¡Eh, gilipollas!
Max lo hizo callar con un derechazo en la cara. Después descargó todo su peso en tres ganchos de izquierda en las costillas. Se escuchó un crujir de huesos. El hombre gordo gritó de dolor y empezó a desplomarse. Max lo sostuvo con la mano izquierda y lanzó tres rápidos golpes con la derecha. Después lo empujó contra la pared, le dio la vuelta y descargó una sucesión de golpes con ambas manos sobre sus riñones. Lo sujetó contra la pared por la nuca.
—Es una pregunta muy sencilla —dijo—. Solo tienes que decirme dónde está Alicia.
—Que te den por el culo —gruñó el gordo.
Max le agarró por el cuello con una mano y con la otra del cinturón, dio dos pasos atrás y lo lanzó con fuerza contra la pared. La cabeza golpeó con un impacto sordo. Su cuello se dobló hacia atrás. Max repitió el proceso varias veces, agarrándolo y lanzándolo contra la pared una y otra vez hasta que por fin dejó que cayese al suelo.
Max se masajeó los nudillos mientras dejaba que el motorista mirase a su amigo inconsciente, tirado boca abajo, con las piernas agitándose espasmódicamente. La pared estaba manchada de sangre.
—Bien —dijo Max mirándolo fijamente—, ahora me tienes más miedo a mí que a él.
El motorista temblaba y parecía a punto de echarse a llorar.
—Se… se la llevó a una casa de campo, como a un kilómetro de aquí —acertó a decir—. Cruza la autovía y sigue por la comarcal seiscientos dos. A la izquierda, un caserón rodeado de pinos, no tiene pérdida…
Cuando Max se giró se encontró con la mirada de Carla, que contemplaba la escena horrorizada.
—Ya sabemos dónde está —dijo Max con voz gélida.
Max vivió lo que ocurrió a continuación como si el tiempo transcurriese a saltos, como si la realidad consistiese en una sucesión de fotografías instantáneas, inconexas. Carla y Max entrando en el coche. Carla conduciendo por un camino de tierra.
Una casa de campo rodeada de árboles.
La sangre batía sus oídos.
La casa tenía dos plantas, la fachada de ladrillo rojo. Rejas negras. Una valla de alambre y una verja metálica.
Max se bajó del coche. Tanteó la verja de entrada. El candado no estaba echado. Cruzó un pequeño jardín hasta la puerta de la casa. Estaba cerrada. Se abalanzó contra ella y la derribó con el hombro.
Al otro lado había un diminuto recibidor. Un pasillo en sombras distribuía las distintas estancias de la casa.
Permaneció atento, escuchando en la oscuridad. Olía a humedad, a tierra y a madera. Captó un débil sonido a su izquierda, tras una de las puertas del recibidor. Empujó la hoja de madera. Al otro lado, escalones de cemento que se perdían en la oscuridad. El murmullo apagado de una voz masculina emergió del hueco.
Max bajó las escaleras hasta encontrarse con otra puerta. El corazón aumentó el ritmo de latidos en su pecho. Empujó la puerta con la mano. El eco de un chirrido metálico se propagó como un mal presagio.
Se encontró en un sótano iluminado por una bombilla desnuda en el techo. Alicia estaba atada a una silla. No había signos de violencia en ella. Gracias a Dios. Max respiró con alivio, aún no le habían puesto la mano encima.
Alicia tenía la boca amordazada con cinta adhesiva. Los ojos le brillaron cuando vio a Max.
Junto a ella había un hombre con el torso desnudo. Tenía una gran barriga que contrastaba con el resto del cuerpo, delgado y fibroso. Max no pudo verle la cara porque llevaba una máscara de cuero cerrada con una cremallera que solo le dejaba ver los ojos.
—¿Quién cojones eres tú? —bramó el hombre de la máscara cuando le vio—. ¿Cómo has entrado aquí?
Tenía algo en la mano. Una especie de fusta flexible de cuero. Intentó golpearle. Max lo esquivó con una finta y le asestó un golpe en el estómago. Luego le dio un fuerte derechazo en la mandíbula. El hombre cayó de rodillas. Max le golpeó en la cara con los puños, sobre la máscara, con golpes secos y calibrados, como un herrero que moldea metal con un martillo. Los golpes producían un sonido parecido al de un metrónomo, derecha, izquierda, derecha, izquierda, rítmicos como la respiración fuerte de un atleta.
Entonces se detuvo. Max siguió escuchando los golpes como un eco, como cuando se termina una canción y la sigues escuchando en tu cabeza.
Le arrancó la máscara de un tirón. Era un hombre de mediana edad con el pelo completamente blanco. Tenía la cara cubierta de sangre, la nariz destrozada era un borrón sangriento. Escupió dientes y sangre.
—¡Por favor!, ¡por favor!, ¡me rindo! —lloriqueó el hombre desde el suelo en posición fetal—. ¡No me pegues más!
—Eres un cobarde —dijo Max, escupiendo las palabras.
Max se acercó a Alicia y le quitó la cinta adhesiva que le tapaba la boca.
—¿Estás bien?
Alicia asintió con movimientos histéricos. Se retorcía en sus ataduras. Max tiró de las cuerdas hasta que la liberó por completo. La joven se abrazó a él con fuerza.
—¡Dios mío! ¡Max! —sollozó en su pecho.
Alicia temblaba. Max la abrazó con fuerza. No parecía herida, aunque estaba muy asustada.
—¡Mátalo!
El grito provenía del hombre que había secuestrado a Alicia. En su rostro sangrante, las cejas se habían fundido en una y de sus ojos emanaba un odio que podría haber sido destilado en el centro del infierno. Asomaban los dientes, con la mandíbula atenazada como un perro que no soltará a su presa aunque le cueste la vida.
—¡Mátalo! —gritó—. ¡Dispárale!
Max comprendió demasiado tarde a quién le estaba gritando aquel hombre. Había alguien a sus espaldas, y ese alguien sostenía una pistola.