Carla
Hicieron el trayecto desde Almería a Madrid en solo tres horas y media. Montones de radares de control de velocidad habían ido saltando a su paso, pero eso no importaba. Lo único que ocupaba la mente de Carla era la idea de encontrar a Alicia.
Durante todo el trayecto apenas había intercambiado unas palabras con Max. El hombre condujo en silencio, concentrado en la carretera, pisando el acelerador y llevando el motor al límite. De no haber estado tan angustiada, Carla hubiese tenido que admirar su forma de conducir. Carla nunca hubiese imaginado que su pequeño Toyota pudiese volar de aquel modo.
Cuando llegaron a Madrid, Carla guio a Max hasta la zona conocida como las Cuatro Torres, los cuatro flamantes rascacielos que se erguían al norte de la ciudad. Las oficinas de MyLife ocupaban una de las plantas de la llamada Torre de Cristal.
Dejaron el coche en un parking subterráneo y caminaron apresuradamente hasta la entrada del edificio. El rascacielos no solo impresionaba por su altura. Las dimensiones del vestíbulo parecían diseñadas para gigantes. El techo se encontraba a más de diez metros de altura y estaba sustentado por una estructura diáfana de cristal y metal. Parecía que el arquitecto había diseñado aquellos espacios con el único objetivo de que las personas que entraran allí se sintiesen como hormigas. Carla y Max se aproximaron al mostrador de recepción, un objeto insignificante y lejano en medio de un gigantesco vestíbulo vacío.
—Tenemos una cita con Carlos Castellanos —dijo Carla a la recepcionista, una chica elegante, muy maquillada.
—Por favor, su DNI —pidió la recepcionista.
Carla le entregó su carnet de identidad y Max dejó el suyo sobre el mostrador. La recepcionista anotó sus nombres y les entregó sendas chapas con pinzas que decían «visita».
—Llévenlas visibles en las solapas, por favor. El despacho del señor Castellanos se encuentra en la planta cuarenta y dos. Los ascensores están por allí. —Señaló con un dedo acabado en una larga uña postiza.
Carla respiró cuando el guardia de seguridad les abrió el torno de acceso. Se metieron en un ascensor. Cuando el ascensor se puso en marcha, Carla sintió un hormigueo en el estómago provocado por la aceleración. En el espejo se vio a sí misma con el rostro demacrado, lívido. No paraba de morderse los labios y tenía todos los músculos en tensión. A su lado, Max mantenía una expresión inescrutable.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, salieron a un recibidor enmoquetado. Cruzaron una puerta de cristal en la que figuraba el logotipo (rojo, verde y amarillo) de MyLife. Se encontraron con otro mostrador de recepción.
—Tenemos una cita con Carlos Castellanos —dijo Carla a la recepcionista.
—Les está esperando. Por favor, vengan por aquí.
La chica les guio por un largo pasillo enmoquetado. Abrió una puerta y pasaron al interior de un amplio despacho.
El directivo se encontraba sentado tras su escritorio. Se puso en pie cuando entraron. Vestía un impecable traje negro, camisa blanca y corbata azul. No ocultó un gesto de sorpresa cuando vio a Max.
—¿Es tu abogado? —preguntó a Carla.
La pared exterior del despacho era de cristal, a través del cual se divisaba una panorámica completa de Madrid desde las alturas. Parecía que sobrevolaban la ciudad en un avión. Carla no se detuvo a admirar las vistas.
—Echa el cerrojo de la puerta —ordenó a Max.
—¿Cómo que echa el cerrojo? —exclamó el directivo—. ¿De qué va esto?
Max cerró la puerta y giró el pestillo. Carla se enfrentó al ejecutivo.
—Mira, necesito que utilices el software de tu empresa para localizar un teléfono. Pertenece a alguien que estuvo anoche en Almería y que se conectó con este otro. —Carla sacó el iPhone de Alicia y lo dejó sobre el escritorio—. Tengo que saber dónde está ahora.
—¿Estás loca? ¿Qué broma es esta? Si no os vais ahora mismo voy a llamar a seguridad.
—No es ninguna broma. —Carla le miró fijamente apretando los dientes—. La vida de una persona depende de que encontremos ese teléfono.
—No voy a hacer nada y os vais a largar de aquí ahora mismo.
Castellanos descolgó el teléfono de su escritorio. Carla miró a Max, quien dio un paso en su dirección.
—Eh, tú, no te acerques a mí —dijo el ejecutivo—. Te advierto que soy cinturón negro de kárate. Tú a mí no me intimidas. —Extendió un brazo con el puño cerrado, sacando pecho.
—Suelta el teléfono y haz lo que te está pidiendo —dijo Max con voz pausada.
—¿De dónde has sacado a este matón?
Max dio un paso al frente. Le asestó un puñetazo en la nariz. La sangre estalló como un globo de agua.
—¡Hijo de puta! ¡Me has roto la nariz! —gritó llevándose las manos a la cara.
Max le agarró por el brazo. Se lo retorció a la espalda.
—¡Cabrón! ¡Suéltame!
Forcejeó sin éxito. Max lo inmovilizó con fuerza. Crujieron las articulaciones.
—Mira, esto no es ningún juego —dijo Carla buscándole la mirada—. Conéctate a la base de datos y dame la posición de ese teléfono.
—¡Eres una puta zorra! ¡No te voy a dar ningún teléfono!
—Oblígale a hacerlo —dijo Carla con un nudo en la garganta—. Haz lo que haga falta.
Max le asestó un puñetazo entre las costillas. El ejecutivo se desplomó con el rostro congestionado, haciendo un esfuerzo para meter aire en sus pulmones. Tenía la camisa blanca empapada de sangre. Max le agarró por la muñeca y le obligó a poner la mano sobre el escritorio. Dejó caer el codo sobre la mano con todo el peso de su cuerpo. Se escuchó un crujido de huesos. El directivo soltó un alarido de dolor.
—Díselo otra vez —dijo Max a Carla—. Pídele que encuentre ese teléfono.
—Localiza el teléfono —dijo Carla.
Max acercó sus labios a la oreja del ejecutivo:
—Cada vez que te lo vuelva a pedir y no hagas lo que ella te dice —susurró—, te romperé un hueso de la mano. ¿Lo entiendes?
—Esto lo vais a pagar muy caro —gimió el hombre. Tenía el rostro crispado de dolor. Miró a Carla con odio—. ¡Lo haré!
Max le soltó. El directivo de MyLife se sentó frente a su ordenador y agarró el ratón con una mano mientras se dolía de la otra. Tenía un aspecto terrible, la nariz sangrando y el rostro contraído por el dolor. Carla intentó no pensar en lo que estaba haciendo. Se situó a sus espaldas para observar la pantalla del ordenador y le dictó el número de teléfono de Alicia. El hombre tecleó. En la pantalla apareció un mapa de España. Una pequeña esfera amarilla se iluminó sobre Madrid.
—Esa es la posición actual de ese teléfono —dijo Castellanos entre dientes—. Es este edificio.
—Retrocede hasta anoche a las doce —pidió Carla.
El ejecutivo manipuló un control. La pequeña esfera se desplazó sobre el mapa y se detuvo sobre la ciudad de Almería.
—Esa es la casa de Alicia —explicó Carla a Max—. El programa de seguimiento nos está mostrando la posición de su teléfono anoche. El secuestrador estuvo allí, cerca, espiando nuestra conversación con otro teléfono conectado a este. —Cogió el iPhone de Alicia—. Quiero verlo.
El ejecutivo tecleó en su ordenador y una segunda esfera blanca apareció en el mapa.
—¡Ahí está! —exclamó Carla—. Tiene que ser él… ¿Dónde está ahora?
Carla contuvo el aliento. Castellanos manipuló el control temporal. La segunda esfera blanca desapareció.
—Apagado —dijo el ejecutivo—. Ese teléfono se apagó anoche y desde entonces no ha vuelto a conectarse a ninguna red de datos.
Carla sintió que algo frío se derramaba por su espalda. ¡No podía ser!
—¿Estás seguro? —exhaló sin voz.
—Totalmente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Max.
—No… no ha vuelto a encender el teléfono. Dios mío. No… no podemos saber dónde está ahora.
Carla se dejó caer en una silla. Se cubrió la cara con las manos. Tenía que haberlo imaginado. Si aquel individuo era tan precavido, no iba a tener encendido el teléfono con el que había espiado a Alicia para que pudiesen encontrarlo.
Pero había estado allí mismo, tan cerca. Tenía que haber una forma de saber quién era.
Carla se puso en pie de un salto.
—¿Ha estado encendido antes? —preguntó—. Compruébalo.
Castellanos la miraba como si se hubiese vuelto loca. Manipuló los controles del software de seguimiento. El mapa se desplazó hacia el oeste. La esfera luminosa se activó de nuevo.
—Ese teléfono solo se ha encendido en una ocasión antes —dijo—. Aquí.
—¡Marbella! —exclamó Carla—. Secuestró a Irena Aksyonov… le envió un mensaje a su padre… utilizó el mismo teléfono. —Las ideas se agolpaban en su mente. Tenía la impresión de que estaba muy cerca y a la vez muy lejos, era como mirar una imagen por el rabillo del ojo imposible de alcanzar.
—¿Irena Aksyonov? —gruñó Castellanos—. ¿La chica desaparecida? ¿Qué tenéis que ver con eso?
—Quien la secuestró también ha secuestrado a otra adolescente. La estamos buscando —respondió Carla.
—¿De qué nos sirve saber que estuvo allí? —preguntó Max—. Seguimos sin saber dónde está ahora.
Carla intentaba pensar. Era como intentar agarrar humo.
—Pensaba que a Irena Aksyonov la había matado su padre —dijo Castellanos.
—Su padre es inocente —dijo Max—. Ese hombre adoraba a su hija. Aunque su hija le odiase.
Carla miró a Max, sorprendida por la seguridad de la afirmación.
—¿Cómo sabes tú que su hija le odiaba? —preguntó.
—Les vi en la televisión —respondió Max—. Creo que eran imágenes de unas semanas antes de que desapareciese. Ese hombre, Serguei Aksyonov, era evidente que adoraba a su hija. Es impensable que pudiese hacerle daño.
Max clavó en ella sus ojos azules.
—Pero has dicho que su hija le odiaba… —Carla sintió una sacudida eléctrica. Algo se enfocó en su mente. El corazón le latía a mil por hora—. ¿Cómo lo sabes?
—Es difícil de explicar. Me baso en una interpretación del lenguaje corporal. Lo vi en su expresión, en sus gestos. Era ella la que quería hacerle daño a su padre y no a la inversa, en contra de lo que decían las noticias.
—Hacerle daño a su padre… ¿Estás seguro de eso?
—Completamente. ¿Es eso importante?
Carla soltó un bufido histérico. De pronto las nubes desaparecieron de su entendimiento y pudo ver con claridad. Se dio una palmada en la frente. Fue como si una serie de imágenes inconexas que hubiesen estado flotando en su mente todo aquel tiempo de pronto encajasen unas con otras formando una imagen mayor, nítida y con sentido.
Era capaz de entender cómo se las había apañado aquel individuo para hacer desaparecer a Irena Aksyonov.
Pero lo más importante era que saber lo que había ocurrido podría llevarles hasta Alicia.
Carla sacó su teléfono móvil y se puso a buscar la copia del sumario judicial del caso que le había enviado Héctor Rojas. Debía de tener el documento en el correo. En el sumario estaba la clave, delante de sus narices, y todos la habían pasado por alto.
Carla había comprendido por fin lo que había sucedido.
Todos daban por sentado algo que, en realidad, era falso. A nadie se le ocurrió cuestionar la esencia misma de la investigación. A nadie se le había ocurrido plantearse lo que para Carla ahora era evidente gracias a la observación de Max.
Nadie había sacado a Irena Aksyonov en contra de su voluntad.
Las amenazas de secuestro, el rastro de sangre en su habitación y en el jardín. Todo había sido un truco urdido por la propia Irena y por el falso secuestrador. Irena Aksyonov odiaba a su padre y había planeado gastarle una broma macabra. Una broma que había acabado saliéndole muy cara a la pobre chica.
Entre ambos, Irena y el doctor Vargas, o como diablos se llamase en realidad, habían planeado fingir un secuestro. Tal vez Irena solo quería llamar la atención, o tal vez deseaba realmente fugarse de su casa y, de paso, poner en un grave aprieto a su padre. Probablemente, fingir un secuestro habría sido idea del doctor Vargas. Habría inducido a Irena a la idea de dar un escarmiento a su padre, a demostrarle que todas las medidas de seguridad no servirían para evitar que desapareciese. Porque nadie había entrado en la mansión de los Aksyonov para sacarla a la fuerza. Irena había salido por su propia voluntad. Nadie había forzado las cerraduras electrónicas de la casa. Irena las había abierto con sus propias huellas dactilares. Nadie había herido a Irena. Ella misma debía haberse sacado una muestra de sangre con una jeringuilla para dejar un rastro en su habitación y en el jardín. La sangre era el toque maestro. Hacía pensar a la policía que había tenido lugar un hecho violento y dirigía la acusación directamente hacia su padre.
La realidad era que Irena había abandonado la mansión voluntariamente sin ser vista. Fue su cómplice quien soltó al simio al otro lado de la tapia para causar desconcierto entre el personal de seguridad. Con todos en alerta la idea de que alguien pudiese entrar o salir se tornaba aún más inverosímil, cuando en realidad ese estado de confusión facilitaba la huida de Irena. Cabía suponer que el doctor Vargas habría encontrado el ángulo muerto en las cámaras del jardín y que le indicó a Irena por dónde cruzar el terreno que circundaba la casa para no ser registrada. Era incluso posible que, semanas antes, el doctor Vargas hubiera enviado a alguien a modificar levemente la posición de las cámaras para que estas dejaran aquel ángulo muerto en el mismo centro de la piscina. Irena habría atravesado entonces la piscina a nado, justo por el centro para no ser vista. Después podría haber saltado el muro con una simple escala de cuerda, que recogió y llevó consigo, cruzando el terraplén que había entre la mansión y la autopista. El doctor Vargas la recogió entonces con un coche en el arcén.
—¡La clave está en las cámaras de vigilancia de tráfico! —exclamó Carla mientras buscaba el correo de Héctor Rojas con el sumario judicial—. ¡Eso es! —rio histérica—. ¡Tenía que evitar los radares!
Carla recordaba haber leído en alguna parte del sumario que el tramo de carretera que discurría próximo a la mansión de los Aksyonov estaba plagado de cámaras de control de tráfico. Si alguien se hubiese detenido en la autovía con un vehículo para recoger a Irena, entonces las cámaras lo habrían registrado. La policía hubiese sabido que un coche se había detenido allí unos instantes y eso habría resultado muy sospechoso.
Pero cuando Irena desapareció, «casualmente» había un atasco provocado por un accidente. Todos los coches estaban detenidos. El accidente causó un embotellamiento en ese tramo de autovía. La policía había tomado el atasco como una dificultad añadida para los secuestradores a la hora de huir, cuando en realidad el atasco les facilitó la huida.
Así que mientras el doctor Vargas se desplazaba lentamente en su coche en una larga cola de cientos de coches por culpa del atasco, mientras Serguei Aksyonov y los guardias de seguridad se ocupaban de que ningún intruso entrase en la propiedad, Irena salía de casa, vertía unas gotas de sangre en el jardín, cruzaba la piscina para no ser vista y se dirigía al punto de encuentro en la autovía. Irena solo tuvo que subirse a uno de los coches detenido por el atasco, el coche de su cómplice, el doctor Vargas.
La clave estaba en que el accidente no había sido fortuito, sino provocado. El doctor Vargas necesitaba aquel atasco para recoger a Irena sin que detenerse en mitad de la autopista resultase sospechoso. De lo que se deducía que la persona que había provocado el accidente era cómplice del doctor Vargas.
Y si llegaban hasta el cómplice, llegarían hasta él.
El nombre de la persona que había provocado el accidente figuraba en el sumario judicial. Carla lo encontró por fin.
La policía se había limitado a registrar los datos del accidente sin relacionarlo con el secuestro. En el sumario se explicaba que un coche había embestido a otro en una incorporación de carril. El conductor del vehículo que había causado el accidente se llamaba Álvaro Castro. En el informe del atestado incorporado al sumario también aparecía su dirección: Calle Duque de Ahumada, s/n. Medina del Campo. Valladolid.
Carla dio un grito. ¡Todo encajaba! El individuo que la había engañado haciéndose pasar por Eva Luna había utilizado una conexión de internet desde aquella población. Para que Carla confiase en la falsa Eva Luna no había enmascarado su conexión, aunque había utilizado una red wifi pública para seguir siendo anónimo.
¡Tenía que ser él! Estaban muy cerca. El hombre que había provocado el accidente, el cómplice del doctor Vargas les llevaría hasta el secuestrador de Alicia. Max se encargaría de que hablase.
—¡Lo tengo! —chilló Carla. Miró a Max a los ojos—. Tiene un cómplice. Y sé dónde encontrarlo. Nos dirá cómo llegar hasta él. Tú le obligarás a hablar.
Carlos Castellanos, el ejecutivo de MyLife, la miraba con una mueca de odio. Tenía la mano terriblemente hinchada. Max debía de haberle roto algún hueso.
—Lo siento —dijo Carla conciliadora—. Sé que esto es difícil de entender. Hay una vida en peligro. Espero que algún día me dejes explicártelo.
—Eres una hija de puta y voy a acabar contigo —respondió el ejecutivo enseñando los dientes como un perro rabioso.
Carla sintió que la rabia le subía a la garganta como bilis. Por un momento había sentido lástima de aquel hombre. Recordó que le había puesto una demanda injusta que podía arruinarle la vida, y que no contento con eso había utilizado la información de su teléfono móvil para humillarla delante del juez y de su editora y del abogado.
—El único hijo de puta que hay en esta habitación eres tú —respondió.
Le sostuvo la mirada unos segundos antes de darle la espalda.
—Vamos, Max —dijo—. Tenemos que encontrar a Alicia. Te lo explicaré todo por el camino.