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Alicia

Alicia aguardaba sentada en un banco de la sala de urgencias del Centro Hospitalario Torrecárdenas. Frente a ella se abría un largo pasillo desolado por el que de vez en cuando salía algún enfermero vestido con bata verde o entraba una camilla con algún anciano moribundo.

Mira que odiaba los hospitales. Aquel era, sin duda, uno de los lugares preferidos de la muerte, que estaba presente en las sonrisas y en los llantos sordos, presente en la máquina de refrescos, en las malditas sillas acolchadas, en las falsas palabras de ánimo.

A su izquierda estaba sentada su madre y, junto a ella, Mario el Armario, que la había traído al hospital cuando Alicia la avisó del ataque tan grave que había sufrido David. Allí, los tres llevaban más de una hora esperando noticias sobre el estado de David, los tres, como si fuesen una familia.

«Menuda familia».

Alicia tamborileaba con sus dedos el plástico de la silla. Su madre, que apretaba la mano de Mario, no era capaz de contener el temblor de las piernas.

Alicia nunca había visto así a su hermanito. Había sido el ataque más grave que había tenido nunca. Se había descontrolado por completo. Se había retorcido de una forma que parecía que se iba a romper la espalda, como si luchara contra algo con todas sus fuerzas, con la cara tan roja que daba miedo.

Los médicos le darían algo y en nada estaría de vuelta en casa, durmiendo abrazado a su oso de peluche.

Precisamente un médico apareció en ese momento tras la puerta basculante. Alicia se puso en pie como un resorte.

—¿Es usted el padre? —preguntó el doctor mirando a Mario el Armario.

Alicia soltó un bufido. El médico ni la había mirado.

—Es mi hijo —dijo su madre—. Estoy separada. Él es un amigo de la familia.

—Comprendo. En ese caso tengo que hablar con usted en privado —dijo el doctor.

Su madre siguió al doctor y ambos desaparecieron tras la puerta. Alicia soltó una maldición silenciosa. Era muy injusto que el médico la dejase a ella al margen, a ella, que era la única persona del mundo que se había preocupado por David. Ni siquiera podía escuchar lo que el maldito médico tenía que decir sobre su hermano.

Volvió a sentarse en el banco dejando un hueco entre ella y Mario el Armario, que no había abierto la boca, gracias a Dios, y estaba enfrascado consultando algo en su teléfono móvil. Alicia sacó su recién estrenado iPhone, lo sostuvo entre las manos unos instantes y después lo guardó de nuevo en el bolsillo. No tenía ganas de mirar nada en internet, ni siquiera de escuchar música. Nunca había estado tan triste.

Su madre no tardó en regresar, apenas cinco minutos después, seguida por el médico. Alicia solo tuvo que mirarla a la cara para saber que algo iba mal.

—Maldita niña, ¿qué le has estado dando a tu hermano? —espetó su madre.

Estaba como loca de rabia. Estaba muy enfadada con ella. ¿Por qué?

—El pequeño David sufre una intoxicación muy grave —explicó el doctor con ritmo pausado e intencionadamente solemne, midiendo sus palabras antes de pronunciarlas—. Hemos encontrado en su sangre dosis significativas de estimulantes del sistema nervioso central, principalmente anfetaminas, que alguien ha debido estar dándole desde hace días.

El tono de su voz había subido exageradamente en la palabra «alguien», que se quedó flotando como un fantasma. El doctor concentraba su mirada en un punto impreciso, lejano, como quien busca un barco de vela en el horizonte. Volvió a hablar.

—También hay otras sustancias que estamos analizando —clavó su mirada en Alicia—. Tu madre dice que tú has estado dándole ciertas pastillas. ¿Qué eran, anfetaminas?

Alicia no entendía nada. ¿Anfetaminas? ¿De qué demonios estaban hablando? Lo único que le había dado a su hermano eran las vitaminas para el cerebro.

—Solo eran vitaminas —dijo con un hilo de voz.

—¿Vitaminas? ¿Y de dónde las has sacado? —preguntó el médico. La miraba como si fuese una criminal.

—Las compré en una tienda de internet —acertó a decir—. Solo eran vitaminas para ayudar a su cerebro. Son de una terapia de rehabilitación.

—Estúpida —dijo su madre—. Casi matas a tu hermano.

—Intentando ayudarle, ya veo. Necesitaré ver esas pastillas —dijo el doctor con un claro tono de reprobación. La miraba con el ceño fruncido y los dientes apretados bajo sus labios—. Cuanto mejor conozcamos los componentes de lo que le has metido a tu hermano en el cuerpo, mejor podremos luchar para contrarrestarlos.

Alicia sintió que algo punzante le atravesaba el corazón.

—Pero si yo… ¿se va a poner bien, verdad? —preguntó con voz rota—. ¿Puedo ir a verlo?

—No, niña, solo faltaría eso. Hasta que salga de la fase crítica solo puede entrar tu madre. Además…

El desgraciado del doctor la miraba como si fuese la peor criminal del mundo, solo le faltaba darle un puñetazo.

—Bueno, esto no es estrictamente mi problema —dijo el médico—, pero, en fin, te recomiendo que te prepares para explicar cómo se hizo tu hermano ese hematoma en el hombro.

Alicia miró a su madre y el reproche de sus ojos la atravesó como un alfiler al rojo vivo.

—Bien, señora, venga a mi despacho para completar los datos del historial —dijo el doctor.

—Niña tonta, no vuelvas a acercarte a tu hermano —la conminó su madre antes de volver a desaparecer tras la puerta.

Aquello no podía estar pasando. Alicia quería morirse. Desaparecer para siempre. Llevaba semanas matándose por ayudar a su hermano cuando nadie más lo hacía y ahora resultaba que la acusaban de maltratarlo.

Mario el Armario la miraba recostado en el asiento con una sonrisa burlona en los labios.

—Así que la rebelde Alicia toma drogas —dijo—. No me sorprende de ti, pero tu hermano es muy pequeño para empezar a drogarse, ¿no te parece?

—Y tú eres demasiado viejo para juntarte con jovencitos, ¿no te parece? —espetó Alicia sin poder contenerse. Le hervía la sangre.

Mario el Armario la miró con sus ojos grises e inexpresivos.

—¿De qué hablas?

—Trabajo de cajera en el Carrefour. ¿No te lo ha dicho mi madre? Pues mira, resulta que mi caja está al final del pasillo de licores. Así que mejor que te alejes de mi madre si no quieres que le cuente a la policía quién era tu amiguito, el del cargamento de vodka.

Lo dijo sin pensar. No odiaba ni nada a aquel tío… Lo que daría por borrarle aquella sonrisa burlona de los labios.

En parte lo consiguió porque Mario el Armario se puso muy serio. Se inclinó hacia delante y antes de que Alicia se hubiese dado cuenta la tenía agarrada por el brazo con fuerza.

El tío tenía la mirada de un gilipollas prepotente, pero ahora sus ojos daban miedo.

—¿Quieres saber dónde está tu amiguita Erica? —La atrajo hacia sí. Alicia pudo sentir su aliento en el rostro—. Mira por dónde, a lo mejor resulta que te la vuelves a encontrar. ¿Te crees que tu madre te iba a echar de menos si desapareces? Yo creo que no, yo creo que tu madre iba a respirar aliviada si no vuelve a verte nunca.

Alicia se soltó de un tirón. Tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para no ponerse a gritar. Se alejó corriendo. Empezó a llorar y esta vez no encontraba ninguna razón para detenerse.