Alicia
Alicia durmió toda la noche de un tirón. Estaba tan acostumbrada a despertarse continuamente que cuando vio la luz del día entrando por la ventana pensó que un camión con unas luces superbrillantes giraba frente a su casa iluminando directamente su ventana. Se asomó y allí estaba el sol y, por supuesto, la montaña de neumáticos.
Bienvenida a la nueva realidad de Alicia.
Una realidad en la que David comienza a mejorar.
Una realidad en la que Alicia y su madre comienzan a acercarse.
Una realidad en la que su compañera de clase Erica…
Se dio una ducha y se vistió. Se largó para la escuela sin probar bocado.
Fue un día tortuoso que pasó a cámara lenta. Ya nadie hablaba de Erica, si bien todos pensaban en ella.
La profesora de informática llegó veinte minutos tarde a clase y luego dio una lección sobre cómo usar el correo electrónico.
La de ciencias no llegó a articular palabra, se limitó a dejar el trabajo del día en una mesa. La mitad de los estudiantes ni se molestaron en coger sus copias. De los que las cogieron, solo cinco acabaron siquiera escribiendo su nombre y entregándolas.
La comida de la cafetería era una porquería. Alicia apenas mordisqueó una galleta, que no llegó ni a terminar.
El de mates soltó su rollo y les puso diez integrales a resolver que nadie entendía.
Por alguna razón, el señor T. no fue a clase. El sustituto que pusieron en su lugar había aprendido el inglés que sabía en un curso del INEM para parados.
—Children, en realidad soy licenciado en Humanidades y tuve francés en la escuela, pero tengo un título de Inglés para Hosteleros. Así que habéis tenido mucha suerte, os va a venir muy bien lo que os voy a enseñar para vuestro futuro profesional porque con suerte aquí todos vais a acabar de camareros.
Su único amigo, Nelson, se pasó la hora dibujando. Cuando Alicia intentó entablar conversación con él, Nelson replicó que no le molestara, que estaba ocupado.
Sonó por fin la última campana del día y Alicia comenzó la marcha hacia el supermercado, la maldita caminata interminable, con sus cuarenta minutos de invernaderos, polvo y viento. Y después la interminable avenida del Mediterráneo, donde cada transeúnte con el que se cruzaba tenía una vida más plena y satisfactoria que Alicia Roca.
Fue entonces, nada más entrar al súper, cuando se topó con la foto del secuestrador de Erica en la portada de un periódico. Se quedó de piedra. Se le abrió la boca por sí misma y se quedó con las cejas levantadas, respirando lenta y profundamente. Era como si el universo hubiera desaparecido alrededor de la cara del secuestrador y la estuviera mirando íntima, fijamente. Tras unos segundos de estupor, Alicia fue capaz de salir de esa especie de trance y el universo comenzó a dibujarse alrededor de la fotografía. Había datos debajo de la foto, palabras, un nombre.
Se trataba básicamente de lo que le había dicho el señor T.: Rudolf Demidov, que así se llamaba el joven que la policía relacionaba con el secuestro, un chico extranjero, ruso para más señas, se había suicidado en la cárcel en circunstancias sospechosas. La policía sospechaba que en realidad había sido asesinado. Desgraciadamente, no había dejado ninguna prueba, ninguna pista sobre el paradero final de Erica. Todo lo que sabían de lo ocurrido a Erica se basaba en su única declaración, y ahora estaba muerto. Solo quedaban los testimonios de unos cuantos estudiantes que decían haberlo visto por el instituto el día de la desaparición de Erica. No se sabía ni dónde se había estado hospedando. Ni rastro de su coche. Inmigrante ilegal, sin papeles, se le relacionaba con la mafia rusa que opera en el sur de España.
Nadie recordaba haberlo visto jamás con nadie, aunque Alicia sí. Rudolf Demidov tenía una curiosa cicatriz que le nacía en la sien y le dividía la ceja por la mitad.
Rudolf Demidov era el tío que había visto en el supermercado comprando todas aquellas botellas de vodka, el tío que le había propuesto un absurdo trabajo de modelo, pero sobre todo era el tío que se había metido en el coche de Mario el Armario, el novio de su madre.
Aquello estaba tan claro como el hecho de que no le diría ni una palabra a nadie, mucho menos a su madre.
Su madre era una maldita hija de puta, aunque tenía que admitir que la quería mucho. Su hermano también la quería.
Alicia y su madre solo se tenían la una a la otra. Y ellas dos eran todo lo que David tenía en la vida.
Intentó recordar lo que su madre le había dicho de Mario el Armario. Poca cosa: que había nacido en Ucrania y que tenía negocios en Almería. Menuda clase de negocios debían de ser los suyos.
Pasó la tarde angustiada en el supermercado. ¿Qué debía hacer? ¿Contarle a su madre que había visto a su novio con el secuestrador de Erica? Lo mejor sería acudir a la policía. Pero ¿y si no le hacían caso? Al fin y al cabo podría alegar que aquel no era su coche, que él no conocía a Rudolf Demidov, que nunca había estado esperándole en la puerta de ningún supermercado. Si acudía a la policía podría poner en peligro a su madre y a ella.
Lo mejor sería no hacer nada. Dejar que pasase el tiempo y ver qué ocurría. Puede que el maldito Mario se cansase de su madre y un día desapareciese de sus vidas sin más.
Seguía soñando. Si algo tenía claro, era que los problemas no se esfumaban solos.
Cuando llegó a casa evitó a su madre. Si la miraba a la cara, no se veía capaz de callarse lo que sabía. Se encerró en su habitación con David hasta que escuchó que su madre por fin se marchaba a trabajar.
Cuando bajó, encontró sobre el taquillón de la entrada un paquete que había llegado en el correo a su nombre. Cuando lo abrió y vio lo que contenía se quedó muda. Una carta lo explicaba todo. Había ganado un iPhone en un sorteo del concurso de talentos. Jo, ya ni se acordaba de aquello, hacía semanas que había rellenado el formulario y enviado las canciones. Por participar entrabas en el concurso de aquel iPhone. De las canciones no le decían nada, pero ahí estaba el iPhone, estaba flamante, blanco. Solo tenía que activarlo y funcionaría con su número de móvil; el contrato se actualizaba con su compañía. ¡Por todos los santos, hasta le habían regalado un bono con el servicio extra de internet durante un año!
Alicia pensaba que esos sorteos eran bulos, aunque por lo visto no todos lo eran.
Increíble. Venía con unas cuantas aplicaciones musicales preinstaladas. Por traer, traía incluso un cable adaptador para meterle el cable de la guitarra, micrófono… No era exactamente un Mac, pero Alicia sabía que a aquello se le podía sacar mucho jugo. Había gente que grababa música con un iPhone. Por fin podría grabar sus canciones con muchísima más calidad de lo que lo había hecho hasta entonces con su maltrecho ordenador portátil.
Esto sí que es tener suerte, de una puta vez, pensó.
* * *
—¡Vamos, David!, ¡lo vas a conseguir!, ¡adelante!
Alicia jaleaba a su hermano como si estuviera viendo un partido de fútbol, hacía palmas y saltaba.
—¡Muy bien! ¡Muy bien!
David estaba tumbado en el suelo bocabajo, pero algo había cambiado desde los primeros días de ejercicios. Ahora tenía el tronco elevado, los codos apoyados en el suelo y la cabeza erguida. Aquellos eran avances increíbles. Gracias al control cada vez mayor sobre sus brazos y al desarrollo muscular ante la infinidad de ejercicios, era capaz de avanzar hacia delante, caminando con sus codos. Ya había superado la mitad de la distancia diagonal de su dormitorio y acababa de superar la marca del día anterior.
—¡Muy bien, David!, ¡te estás superando!, ¡acabas de batir tu récord!
Cuando había avanzado un par de brazadas más, Alicia pensó que era suficiente.
—Muy bien, hermanito —dijo mientras se acercaba para abrazarlo y llevarlo a la cama—. Ya puedes descansar.
David dio un grito de rabia. Alicia pensó que le dolía algo y, alarmada, quiso tomarlo en brazos. David volvió a gritar lo que parecía una palabra. «Daja».
—¿Daja? —El corazón de Alicia se inundó de emoción—. ¿Qué quieres decir?
—¡Daja! —volvió a gritar David haciendo un movimiento violento con el cuerpo, en clara señal de rechazo al abrazo de su hermana.
Alicia se apartó. David seguía adelante. Esta vez iba a llegar al rincón opuesto de su dormitorio.
Alicia se tapó la boca de la emoción. Supo que su hermano comprendía todo lo que estaban haciendo, y no solo eso: David era un valiente. Como ella.
Cuando David completó el recorrido se dejó caer en el suelo, agotado, y se puso a reír. Alicia se tumbó a su lado y le besó en la carita, en los ojos, en la boca. No cabía en sí de la felicidad. Lo estaban haciendo. Lo iban a conseguir. David iba a caminar. ¡Y a este paso dentro de nada hasta se pondría a hablar!
Dejó a David en la cama y bajó a la cocina para prepararle las vitaminas. Llenó un vaso de agua donde diluir el contenido de las píldoras. Su madre no estaba y en la casa reinaba el silencio. Solo se escuchaban los familiares crujidos del tejado por el viento.
Alicia volvió al dormitorio tarareando una canción. Le dio a beber a David el agua con el contenido de las píldoras vitamínicas. Después de beber, su hermano se quedó tumbado mirando a Alicia con dulzura.
—Cuando seas mayor, vas a volver locas a todas las chicas con esa mirada, hermanito —dijo Alicia revolviéndole el pelo con la mano. David agitó los brazos en señal de asentimiento.
Alicia sacó su recién estrenado iPhone. Pegó la cara a la de su hermano y sostuvo el teléfono frente a ellos con el brazo estirado para hacerse una foto juntos.
—La vamos a subir a Facebook —dijo.
David soltó un grito.
—¿Qué te pasa?
David se estremeció con un espasmo. Era como si unas manos invisibles lo hubieran zarandeado con violencia. Tenía los ojos muy abiertos y la mandíbula desencajada. Alicia lo abrazó para calmarlo.
—Tranquilo, mi chico guapo, ¿qué te pasa? Estoy aquí… no grites… por favor… no grites…
David se retorcía entre sus brazos. Alicia sintió como la espalda del pequeño se arqueaba con un espasmo incontrolado. Tenía la cara roja, como que no podía respirar, los ojos inyectados en sangre.
—¡David!, ¿qué te pasa?
David gritó como si algo lo estuviese desgarrando por dentro. Se contorsionó con tal fuerza que Alicia no pudo sujetarlo con los brazos y ambos cayeron al suelo. David se retorcía, suplicaba con la mirada.
—¡Dios mío! —gritó Alicia buscando con desesperación el teléfono de la ambulancia.