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Carla

—Dime una cosa, ¿nunca te entraban remordimientos por lo que hiciste? Me refiero al aborto —preguntó Aarón.

—Claro que tuve remordimientos —respondió Carla, pálida, con voz entrecortada—. No podía dejar de pensar cómo habría sido tener a mi hijo. Cuando me lo sacaron, la sensación de vacío fue horrible. Yo quería llenar ese vacío, quería pensar que aún seguía ahí, en mi vientre. Luego, un día, comencé a pensar cómo hubiera sido mi vida con mi hijo. Imaginé que estaba a mi lado, que crecía junto a mí. Al principio solo eran pensamientos pasajeros. Una especie de fantasía para consolarme por la pérdida, para llenar el vacío insoportable que sentía. ¿Qué estaría haciendo ahora si Aarón estuviese aquí, conmigo? Todo el tiempo me hacía la misma pregunta. Poco a poco la idea de «lo que Aarón haría» comenzó a hacerse más habitual, esa idea me acompañaba a todas partes. Era una especie de consuelo. Hasta que «lo que Aarón haría» dio paso a «lo que Aarón hacía»…

—Bueno, supongo que la pregunta es obvia.

—¿Qué pregunta?

—¿Tengo amigos?, ¿otros niños imaginarios como yo?, ¿otros niños abortados por madres que decidieron negarles la existencia?

Carla se quedó muda.

—Esto tiene que acabar —dijo Carla—. No puedo seguir viviendo en una fantasía. Tienes que desaparecer de mi vida.

—No me puedo creer que me digas esto ahora. Que precisamente ahora me digas que no existo, que me digas que soy un producto de tu imaginación, que solo existo porque tú me mantienes con vida. Sabes que eso no es verdad. Sabes que sí estoy vivo, que soy real.

—No… no entiendo por qué dices eso. Tú no eres real. —La agitación la hizo temblar.

—Y me lo dices con esa tranquilidad, ¿qué tipo de persona eres, mamá? Sabes perfectamente que sí existo. Mírame. Estoy vivo.

—No, no lo estás.

—Sí lo estoy. Existo. Soy real. Reconócelo, mamá. ¿Cuándo vas a admitir de una vez la verdad?

* * *

Carla se despertó poco antes del amanecer. Lo primero que hizo fue correr hasta el cuarto de baño y vomitar. Con las manos apoyadas en el lavabo se quedó mirando su propia imagen en el espejo. Tenía unas ojeras tremendas. Se echó agua en la cara queriendo librarse de las brumas del sueño que aún se enredaba entre sus pensamientos como jirones de niebla pegajosa. Desde que estaba en el hospital el sueño de Aarón se repetía cada noche de un modo idéntico. Era de lo más raro. Durante el día apenas pensaba en él. Era como si al haberlo desterrado de su vida, de sus pensamientos, hubiese cobrado vida en sus sueños, donde se empeñaba en seguir siendo real.

Sintió una arcada y volvió a vomitar. No entendía por qué no paraba de vomitar si apenas comía nada. Tenía el estómago cerrado. Seguro que había cogido la bacteria infecciosa de la que le había hablado la enfermera.

Salió del baño y se encaminó a la sala de enfermería, donde pidió que le hiciesen el análisis de sangre. Una enfermera pinchó una aguja en su brazo. La sangre oscura llenó el pequeño cilindro de plástico. Carla observó la sangre, indiferente, como si no fuese suya.

—Tendremos los resultados a lo largo del día —dijo la enfermera—. Si se encuentra mal se hable con el médico de guardia para que le recete unos antibióticos.

Carla bajó a la cafetería, se sirvió un café y se instaló en una de las mesas cerca de la ventana. El cielo era un borrón oscuro y llovía como si no fuese posible un mundo sin lluvia. Costaba creer que alguna vez hubiesen existido los días soleados. Costaba creer que alguna vez hubiesen existido las risas y el buen humor.

La cafetería estaba desierta a aquellas horas de la mañana, apenas media docena de personas tomando café con rostro somnoliento. El suelo recién fregado todavía estaba húmedo y olía a lejía y a desinfectante. Carla abrió su ordenador. Se conectó al chat con la identidad falsa de Virginia13. Buscó en el listado de usuarios a Eva_Luna y le envió una invitación para iniciar una conversación. Aguardó unos minutos en silencio, observando la lluvia a través de la ventana. Era extraño: la lluvia no producía ningún sonido. Experimentó un frío sentido de pérdida, como que el mundo exterior se había convertido en algo terriblemente simple, sin color, sin vida y sin ningún interés para ella.

El altavoz del ordenador emitió un agudo tintineo que se propagó en el aire como una diminuta burbuja de sonido: el aviso de un nuevo mensaje. Carla vio que Eva_Luna por fin había contestado:

Eva_Luna: ¿eres tonta? te advertí que no hablases con Chico_amor

Carla se apresuró a teclear:

Virginia13: espera, no te desconectes, tengo que hablar contigo, por favor

Eva_Luna: no voy a hablar contigo, ya te he advertido, no es quien dice

Virginia13: lo sé, lo sé, pero tengo que averiguar quién es, ¿puedes ayudarme, por favor?

Eva_Luna: ¿averiguar quién es? te matará, nos matará a las dos si descubre que estoy hablando contigo, nos hará cosas peores que matarnos

Virginia13: entonces le conoces, ¿verdad?, tenemos que hablar, dame un teléfono, por favor

Eva_Luna: ¿un teléfono? ¿estás loca o es que eres tonta de remate? ¿no has entendido nada? no vuelvas a hablar con él, si sigues te va a hacer mucho daño

Eva_Luna se desconectó

—¡Joder! —exclamó Carla. La había vuelto a perder.

Apretó los puños con impotencia. Si solo pudiese hablar con aquella mujer unos minutos… Fuese quien fuese, parecía saber quién era el psicópata que estaba buscando. También parecía asustada. No estaba dispuesta a colaborar.

Carla había seguido todas las páginas web que visitaba Eva_Luna, que eran casi siempre sobre jardinería y cultivo de flores, tratando en vano de conseguir una pista sobre su identidad. El problema era que aquella mujer nunca rellenaba un formulario, nunca realizaba una compra en internet, nunca dejaba información sobre sí misma en las redes sociales. Era como perseguir a un fantasma. Lo único que sabía de ella, gracias a la dirección IP de su conexión a internet, era que vivía en un pueblo llamado Medina del Campo, en la provincia de Valladolid. Desgraciadamente, la conexión que utilizaba pertenecía a una red wifi pública, así que no podía averiguar quién, de entre todos los habitantes de aquella población, era en realidad Eva_Luna.

Carla entró en Google y buscó Medina del Campo en el mapa. Activó la imagen de satélite. Era una pequeña población en mitad de un mosaico irregular de parcelas de cultivo. Lo único que Carla había logrado deducir del historial de navegación de Eva_Luna era que le gustaba la jardinería. En cuanto se puso a mirar el mapa se dio cuenta de lo absurdo de lo que estaba haciendo y de lo desesperada que estaba. En aquel pueblo había montones de casas con jardín. La casa de Eva_Luna podría ser cualquiera, si es que en realidad tenía algún jardín.

Echó un vistazo al chat. En la lista de usuarios conectados aparecía ahora Chico_amor. Carla respiró hondo. Activó el usuario Virginia13.

«Hazlo bien, no dejes que se escape».

El mensaje de Chico_amor a Virginia13 no se hizo esperar:

Chico_amor: hola mi querida amiga, como estás?

Fingiendo dudas, Carla dejó que transcurriesen unos segundos de pausa antes de responder:

Virginia13: hola, pues estoy jodida

Chico_amor: y eso por qué, mi querido ángel

Virginia13: ¿te acuerdas lo que te dije de mi padre?

Chico_amor: claro que me acuerdo

Virginia13: pues… mi padre… ha vuelto a hacérmelo

Chico_amor: qué te ha hecho exactamente

Virginia13: no te lo tendría que contar

Chico_amor: puedes confiar en mí, mi dulce niña, alguien tan especial como tú no se merece que nadie le haga sufrir

Virginia13: es que no sé si me vas a entender

Chico_amor: te sientes sola y crees que nadie se preocupa por tus sentimientos, pero te equivocas porque a mí sí me interesa lo que tú piensas y sientes, creo que eres una chica muy especial

Virginia13: gracias, tú también eres especial, nunca había hablado con alguien tan profundo

Chico_amor: y ahora dime lo que te ha pasado

Virginia13: es que me da mucha vergüenza

Chico_amor: no sufras, te sentirás mejor cuando lo cuentes, tienes todo mi apoyo

Virginia13: mi padre… me ha estado tocando en mis… partes íntimas, dice que quiere saber si me estoy desarrollando correctamente

Chico_amor: tu padre NO debería hacer eso

Virginia13: es que no me gusta que me toque de esa forma, me siento muy sucia

Chico_amor: ¿sabes una cosa? yo pasé por lo mismo que tú, sé lo que se siente

Virginia13: ¿de verdad?

Chico_amor: así es, mi padre me hizo algo terrible, algún día, cuando nos conozcamos mejor, te lo contaré

Virginia13: y yo que pensaba que nadie me iba a creer, no sabía con quién hablar

Chico_amor: puedes contármelo todo, háblame de ello

Virginia13: qué más quieres saber

Chico_amor: quiero saber cómo te sientes

Un escalofrío recorrió la espalda de Carla. La idea de que aquel individuo pudiese ser el asesino de Irena Aksyonov le provocaba una náusea del alma que amenazaba con dejarla sin sentido. Se obligó a seguir con la farsa.

Virginia13: pues estoy confusa, creo que mi padre no quiere hacerme daño, creo que me toca porque me quiere, eso es lo que él me dice

Chico_amor: te equivocas totalmente, tu padre te odia si te hace esas cosas

Virginia13: me dice que es un acto de amor, yo no entiendo, ¿por qué me va a odiar mi padre?

Chico_amor: seguro que hay una razón para que te odie, dime una cosa, ¿qué pasa con tu madre?

Virginia13: mi madre murió cuando yo era pequeña, ya casi ni me acuerdo de ella

Chico_amor: ¿y cómo se comportó tu padre cuando tu madre murió?

Virginia13: por qué me preguntas eso

Chico_amor: porque quiero que busques en tu interior y saques esos recuerdos, ¿qué pasó?

(pausa)

Para darle más dramatismo a sus palabras Carla dejó que transcurrieran unos segundos. No quería que sus respuestas sonasen como un guion recitado de memoria. Tenía que parecer que aquellos sentimientos estaban saliendo a la luz de un modo natural. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Miró a través de la ventana. El mundo entero seguía envuelto en aquella lluvia silenciosa. Volvió a teclear:

Virginia13: me parece que mi padre ya me tocaba cuando yo era pequeña, empezó cuando murió mi madre

Hizo una nueva pausa. Una señora mayor se sentó a su lado. La señora miró al ordenador y luego la miró a ella de arriba abajo. Carla giró la pantalla. La señora la miró con reprobación.

Chico_amor: ¿hola? ¿estás bien?

Virginia13: estaba llorando

Chico_amor: llorar es bueno, lo que te ha pasado es que tu mente bloqueó esos recuerdos de cuando eras pequeña, te olvidaste de lo que tu padre te hizo cuando eras una niña

Virginia13: ¿cómo lo sabes?

Chico_amor: porque a mí me pasó lo mismo

Virginia13: de verdad?

Chico_amor: también abusaron de mí cuando era un niño, ya está, ya te lo he contado, ese era mi secreto

Virginia13: entonces tu sí que me entiendes

Chico_amor: como si habitase tu alma, mi querida Virginia

Virginia13: dices cosas tan bonitas

Chico_amor: tienes que dejar salir tu dolor o te consumirá

Virginia13: siempre me había sentido tan triste, tan diferente, ahora me estoy dando cuenta de que siempre había algo que no me dejaba ser feliz como los demás niños

Chico_amor: pero hasta ahora no eras consciente de lo que era

Virginia13: me siento tan aliviada de poder compartir contigo

Chico_amor: compartir es bueno, ahora empiezas a darte cuenta de que tu padre es el único culpable de tu infelicidad, que él es el único culpable de ese horror que llevas en tu interior

Virginia13: y yo que pensaba que mi padre me quería, mamá murió, él es lo único que tengo

Chico_amor: él te odia, te culpa de la muerte de tu madre, te ha utilizado como su sustituta

Virginia13: es verdad, me quiero morir

Carla se mordió el labio inferior con fuerza. Estaba a punto de dar el paso más delicado. La señora sentada a su lado no dejaba de lanzarle miradas suspicaces.

Virginia13: yo no puedo soportarlo más, si vuelve a tocarme me… me mataré

Chico_amor: no digas eso, tú eres una chica fuerte

Virginia13: cómo sabes que soy fuerte

Chico_amor: yo conozco a las personas, Virginia, y escucho el mar que arrastra tu sentir

Virginia13: dices cosas muy bonitas, me siento bien hablando contigo

Chico_amor: tú me inspiras

Virginia13: entonces qué hago

Chico_amor: huye

Virginia13: ??

Chico_amor: vete de casa

Virginia13: pero dónde voy a ir? no tengo ni dinero

Chico_amor: yo te ayudo, yo te puedo prestar dinero

Virginia13: tu harías eso por mí?

Chico_amor: claro que sí mi querido ángel, mira, también te puedes quedar en mi casa un tiempo, lo que sea para alejarte del monstruo de tu padre

Virginia13: no puedo creer la suerte que he tenido al conocerte

Chico_amor: yo soy el afortunado

Virginia13: me escaparé hoy mismo

Chico_amor: eres tan valiente

Virginia13: puedo quedarme esta noche en tu casa? ya no quiero estar ni un segundo mas

Chico_amor: claro, nos encontramos hoy mismo

Virginia13: donde?

Chico_amor: a las 4 en la plaza de Callao, en la salida del metro

Virginia13: sí allí estaré, Dios mío, me has salvado la vida!!!

Chico_amor: es lo menos que puedo hacer, ojalá alguien hubiese hecho lo mismo por mí

Virginia13: voy a recoger mis cosas

Chico_amor: que tu padre no sospeche

Virginia13: ahora está en el trabajo, cuando vuelva ya no estaré

Chico_amor: aguardo impaciente por verte, mi princesa

Virginia13: yo también, mi príncipe salvador

¡Te tengo, hijo de puta! exclamó Carla. Había gritado en voz alta con los brazos en alto. Varios clientes de la cafetería se giraron para mirarla. La señora que había a su lado se levantó y se sentó varias mesas más allá. Alguien pidió silencio con un quejido entrecortado.

Carla sacó su teléfono del bolso y marcó el número de Héctor Rojas.

—Me he citado con él. O mejor dicho, espera encontrarse a una chica de trece años llamada Virginia. Tenemos una oportunidad para cogerlo.

—¿Está segura de que no sospecha nada? —respondió Héctor.

—Nada. Cree que soy una chica que sufre abusos de su padre y que quiere fugarse de casa. Hemos quedado en Callao a las cuatro, en la salida del metro.

—Activaré el protocolo de emergencia por acoso a un menor. Voy a tener problemas para convencer a la policía. Se necesita la denuncia de un familiar.

—Mierda, la policía tiene que ir a por él.

—No se preocupe. Falsificaré la documentación que sea necesaria.

—Llámeme en cuanto sepa algo, por favor.

—Descuide.

Carla se puso en pie con energía. Miró a su alrededor como despertando de una pesadilla. Tenía la visión borrosa: las superficies blancas de la cafetería, los ángulos de las paredes, los tubos fluorescentes formando hileras brillantes en el techo. Cerró el ordenador y lo guardó en su maletín.

Salió de la cafetería. Recorrió el largo pasillo que conducía a la entrada principal del hospital. Cruzó la puerta de cristal y salió al exterior. La lluvia había arreciado y el viento soplaba con fuerza. Se quedó bajo la marquesina de la entrada para protegerse del aguacero. Los coches formaban largas hileras humeantes frente a los semáforos. Las luces de las ambulancias refulgían en la lluvia como nebulosas anaranjadas. El portón trasero de una de ellas se abrió y dos enfermeros bajaron una camilla. Carla no pudo ver quién la ocupaba, el cuerpo estaba cubierto completamente por una manta. Un cadáver. De un coche estacionado junto a la ambulancia se bajaron un hombre y una mujer de unos cincuenta años. La mujer lloraba desconsolada, abrazada por su marido. Goterones de lluvia se entremezclaban con las lágrimas de sus ojos. El matrimonio de mediana edad entró apresuradamente, acompañando a la camilla con el cadáver.

Carla se esforzó por meter aire en sus pulmones. Le costaba respirar. No tenía ni idea de qué hacer a continuación, ni siquiera supo qué hacía allí, de pie, sacudida por el viento húmedo y frío.

Regresó al interior del hospital. Se encaminó de nuevo hacia la cafetería, el único refugio que conocía. Al final del pasillo, al lado de los ascensores, estaba el matrimonio que acababa de llegar al hospital. La pareja estaba acompañada por dos enfermeras. El llanto de la mujer resonaba con fuerza en el pasillo y su aspecto deshecho contrastaba con el de su marido, que mostraba un gesto gélido y distante. La mujer se quejaba amargamente de la muerte de su hijo, un chico llamado Marcos, según pudo deducir Carla de sus lamentos. El hombre no decía nada. Tenía un brazo sobre los hombros de su esposa y se limitaba a mantener la mirada perdida en el vacío.

No era la primera muestra de dolor que Carla se encontraba en el hospital. Los rostros apesadumbrados, las lágrimas y el llanto eran habituales en pasillos y salas de espera. Lo que le llamó la atención fue la frialdad en la expresión del hombre, la severidad de su rostro, en contraste con la absoluta desesperación de su esposa. Carla sintió que se le erizaba el vello del cuerpo al mirar aquel rostro tan distante, ausente, como una máscara.

Mientras caminaba hacia la cafetería reflexionó sobre lo incapaz que sería ella de trabajar en un hospital, donde la enfermedad y la muerte son una constante hasta el punto de que deja de impresionarte. Pensó también en la clase de amabilidad que propiciaba el personal que trabajaba allí, ya fueran enfermeras, doctores, dependientas o secretarias… Las amistades tenían fecha de caducidad. Por eso había un límite claro de privacidad que nunca se rebasaba. Las enfermeras no tenían problema en hablarte de sus hijos, de la escuela a la que iban, de que se habían divorciado o de que se iban a casar, siempre bajo una pátina protectora. No decían nombres, por ejemplo, ni daban teléfonos o direcciones. Ni te proponían quedar para tomar un café. Nada que pudiese crear un lazo más allá de las paredes del hospital.

Todas esas relaciones estaban condenadas a terminar con la salida del paciente o, en los peores casos, con su muerte.

Carla dejó en una mesa de la cafetería el maletín con el ordenador portátil y fue hasta la barra, donde se sirvió un café bien cargado. Tres sobrecitos de azúcar y apenas dos cucharadas de leche que dejaron el café de un color marrón oscuro, casi negro. Aquello tenía tan poca leche que no alcanzaba la categoría de café cortado, que era como le gustaba a Carla. Cuando lo pagó se llevó una pequeña decepción con la dependienta.

No se trataba de Maribel, aquella chica tan guapa que había sido tan amable con ella. En su lugar había una señora de cuarenta y tantos con el pelo canoso y rizado, igualmente amable, pero sin la magia de Maribel.

El café estaba muy caliente y se lo bebió a sorbos pequeños, agarrando la taza con las palmas de las manos para calentarlas mientras regresaba a su mesa.

Justo a su lado, en la mesa contigua, se había sentado el señor del gesto gélido que acababa de ver abrazando a su desconsolada mujer, el padre del tal Marcos, el padre del muchacho que acababa de morir. Su esposa no estaba por ninguna parte. Carla pensó en sentarse en otro lado, pero ya había dejado el maletín con su ordenador en aquella mesa, al lado del señor. Pensó entonces en llevarse el ordenador a otra mesa, aunque le pareció que podría interpretarse como un gesto ofensivo. No había más remedio que sentarse junto a él.

El hombre tenía la mirada impertérrita, perdida en el vacío. Su cara seguía sin reflejar ningún sentimiento. Carla no sabía cómo reaccionar, así que se limitó a depositar su café sobre la mesa y a sentarse.

Sacó el ordenador del maletín y lo desplegó frente a sí. Su teléfono móvil comenzó a zumbar. Miró la pantalla y vio que se trataba de Héctor Rojas. Se apresuró a contestar.

—Todo está preparado —dijo la voz del funcionario—. La policía ha montado un dispositivo de captura en la plaza de Callao. Espero que se presente. ¿Puedes confirmarlo con él?

—Lo intentaré —respondió Carla—. No cuelgues.

Carla sacó del bolso unos auriculares con un micrófono de manos libres para el teléfono y se los acopló en la oreja. Dejó el móvil sobre la mesa. En su ordenador se conectó al chat y escribió un mensaje a Chico_amor:

Virginia13: hola mi príncipe salvador, ya estoy en el metro de camino, queda poco para que nos encontremos

La respuesta no se hizo esperar:

Chico_amor: hola niña de mis sueños, te espero impaciente

Virginia13: dime una cosa, cómo sabré quién eres

Chico_amor: no te preocupes, yo te encontraré a ti

(pausa)

Virginia13: vale, pues nos vemos dentro de media hora

Chico_amor: hasta ahora, reina de mi corazón

Virginia13 se desconectó

—No sospecha nada —dijo Carla a Héctor Rojas, que aguardaba al teléfono.

—Perfecto. Te llamaré en cuanto lo hayamos cogido.

Carla se dio cuenta de que las manos le temblaban. No tenía que haberse tomado un café tan cargado. Pero tenía que estar despierta y alerta. El cansancio de tantos días sin dormir le pesaba como plomo en la cabeza.

En ese momento escuchó un gemido ronco. El sonido provenía del hombre sentado a su lado, el padre del chico muerto. Las facciones de su rostro habían cambiado de un modo dramático. Todos los músculos de la cara se le habían crispado, cada uno en una dirección. Se le habían formado arrugas profundas en la frente, en las mejillas, alrededor de la boca. Los ojos parecían haberse hundido y bajo ellos habían nacido unos profundos surcos negros. La nariz y la boca se habían deformado con violencia y el mentón se retorcía. Las lágrimas brotaban de sus ojos y se deslizaban por el abrupto paisaje de sus mejillas.

Carla le miró atónita. Nunca había visto a nadie llorar así. El contraste con su imagen impávida de instantes antes la dejó sin aliento. Tuvo la sensación de que aquel hombre había traspasado una especie de línea invisible. Como si hubiese querido con todas sus fuerzas contener el dolor, pero al final algo se hubiera roto en su interior de un modo irreversible.

Sin saber qué hacer, Carla se inclinó sobre él y le puso una mano en el hombro.

—¿Está usted bien? —preguntó.

—Mi hijo acaba de morir —fue la respuesta demoledora del hombre.

—Lo siento mucho —dijo Carla—. Sé por lo que está pasando.

—No, hija, no lo sabe usted —su voz era sorprendentemente templada a pesar del gesto desencajado—. Y no sabe cuánto me alegro de que sea así. A lo mejor tiene usted internado en este hospital a alguien que quiere mucho, tal vez su padre, su madre…

—Mi hermano.

—… su hermano. Lo siento mucho. Créame, no es lo mismo, y con eso no quiero despreciar el amor que sin duda siente usted por su hermano. Pero un hijo… ¿usted no tiene hijos, verdad?

—No… —respondió con voz temblorosa.

El hombre contrajo el rostro con fuerza, como si sintiese un dolor muy agudo. El contraste entre su cara y su voz firme resultaba sobrecogedor.

—Ningún padre debería sobrevivir a sus hijos. Tendría que existir una ley natural, universal, como la entropía, como la ley de la gravedad, una ley que nadie, bajo ninguna circunstancia, pudiese jamás transgredir. Igual que las leyes de la naturaleza imponen cierto orden en el mundo, una ley universal debería obligar siempre a que el hijo asistiese primero a la muerte del padre y solo así quedase liberado o se le diese autorización para buscar la muerte propia. Porque así ocurre, efectivamente, que cuando muere el padre, el hijo experimenta una sensación de alivio y también de tristeza, sobre todo de liberación, como si el tiempo y las posibilidades se abriesen de pronto ante él sin que nadie pudiese enjuiciar sus actos u opinar o sentirse dolido o traicionado, libre por fin de cualquier atadura. Cuando ocurre a la inversa y es el hijo quien muere antes que el padre, no se produce tal liberación, el padre no se siente liberado de las obligaciones contraídas hacia el hijo, sino más bien lo contrario, tiene la certeza de que su destino ha quedado sellado para siempre, que la felicidad y sus diversas encarnaciones posibles en el tiempo futuro han sido segadas de raíz, anuladas; el aliento cortado en el pecho por un golpe seco, un golpe cuyos efectos no se mitigan con el paso de los minutos ni de las horas ni de los días, el aire detenido, el tiempo que se congela como un paisaje helado.

Carla sabía de lo que hablaba aquel hombre. Estuvo a punto de dejarse llevar por la emoción, a punto de invocar la presencia de Aarón, aunque sabía que eso sería un error. No podía seguir engañándose, tenía que afrontar la realidad.

Su propio hijo, Aarón, no existía. Nunca había existido.

Su hermano Isaac estaba al borde de la muerte.

Estaba a punto de perder lo que más quería en el mundo.

—No es justo —dijo en un susurro mientras contenía las lágrimas.

—No hay nada justo o injusto —dijo el padre del chico muerto abriendo mucho los ojos, como si contemplara algo que le espantase. Su voz ronca y grave se propagó en el aire como sustancia—. Las cosas son como son y hay que aceptarlas sin más cuando son inevitables. En esta vida no hay nada que sea justo o injusto. La naturaleza no entiende de justicia, somos nosotros, es nuestra presunción, la presunción de que nunca nos merecemos el dolor y el sufrimiento, que es una injusticia cuando nos golpea, cuando la desgracia cae sobre nosotros. Las cosas son como son y hay que aceptarlas sin más cuando son inevitables.

El hombre se puso en pie y se alejó. Carla se cruzó de brazos, abrazándose a sí misma. Se quedó allí sentada, inmóvil, pensando en las palabras de aquel hombre roto por el dolor: «Las cosas son como son y hay que aceptarlas sin más cuando son inevitables». La idea le produjo cierto alivio.

* * *

Una hora más tarde, Carla todavía se encontraba sentada en aquella mesa. Por fin se produjo la llamada que esperaba.

—Soy Héctor —dijo la voz en el teléfono—. No se ha presentado. ¿Puedes contactar con él para ver qué ha pasado?

Carla sintió un fuego que le corría por las venas.

—No cuelgues.

Encendió su ordenador. Le llevó un par de minutos configurar la conexión para simular que estaba conectada desde un teléfono móvil. Cambió manualmente las coordenadas de localización del falso móvil por las de la plaza de Callao, en Madrid. Una medida de precaución por si el acosador tenía algún modo de rastrear su conexión.

Cuando lo tuvo todo preparado, le envió un mensaje a Chico_amor:

Virginia13: dónde estás mi príncipe? te estoy esperando

La respuesta llegó inmediatamente. A Carla se le erizó el vello de la nuca.

Chico_amor: crees que soy idiota? No voy a caer en tu trampa. La plaza está repleta de policías

Virginia13: No entiendo de qué hablas… ¿Estás aquí? ¿Cómo vas vestido?

Chico_amor: Escucha bien, puta: nadie juega conmigo. Voy a averiguar quién eres y entonces iré a buscarte y sabrás lo que es el dolor

Chico_amor se desconectó