Eva Luna
No soy capaz de expresar con palabras lo que me cuesta enfrentarme a esta página desolada.
No es la primera vez que escribo en una de estas hojas, pero me resulta igual de duro que la primera vez, o incluso más. No es fácil mostrar, aunque sea mediante palabras y en hojas de papel que no leerá nunca nadie, lo indigno de mi carácter, la dureza de sentir que la vida se te ha escapado, que no eres más que una farsante en una vida que no te corresponde.
Pero da igual. Por mucho que escriba mi historia siempre estará incompleta. Porque yo estoy incompleta.
Yo no soy Eva Luna, yo soy la mitad de Eva Luna. La mitad de lo que era.
La mitad de mi prima Clara, mi ancla, sigue sin aparecer. Y mi tía no ha vuelto a visitarnos.
Antes de que mi madre nos abandonara, antes de los abusos sexuales de mi padre, las cosas estaban mejor, por supuesto, aunque estaban muy lejos de lo que llamaríamos una situación familiar idílica.
No. Tengo que irme muy atrás para recordar lo que es la felicidad. Es como escarbar en la tierra, hacer un agujero profundo y meterte en él. Una vez dentro, vuelves a escarbar, así una y otra vez, hasta que miras hacia arriba y solo ves un pequeño punto de luz sobre tu cabeza. Y ni siquiera entonces has llegado a tu destino.
Debía tener seis o siete años cuando empecé a hacerme reflexiones de ese tipo, lo cual es una señal de anormalidad aterradora. Las niñas deben preocuparse de otras cosas, de qué regalos les van a hacer por Navidad, de cómo te sienta tal vestido, de sus muñecas, de cosas así, no de encontrar la felicidad en lo más profundo de sus recuerdos.
Recuerdo, sobre todo, que no había manera humana de satisfacer a mi padre. Me encargaba tareas impropias para niñas de mi edad como cuidar del jardín, organizar sus revistas de medicina, poner y quitar la mesa y asegurarme de que estuviera puesta como a él le gustaba, el tenedor a la derecha, el cuchillo a la izquierda (recuerdo recibir golpes porque no estaban perfectamente alineados o por dejar una revista fuera de lugar); y si traía cualquier queja de la escuela, por insignificante que fuera, sabía que esa noche me iba a pegar con la correa.
¿Qué hacía mi madre a todo esto? Nada.
No quiero ser injusta con ella. Mi madre nunca tomó la iniciativa a la hora de encargarme tareas absurdas y mucho menos a la hora de darme castigos físicos o insultarme. Alguna vez la escuché decir que mi padre «era muy severo», aunque «todo lo hacía por mi bien».
Acabo de mencionar los insultos.
Desde que tengo recuerdos, mi padre me decía cosas que me daría vergüenza repetir. Había veces que usaba palabras que no entendía, pero es que no era necesario entenderlas. Mi padre me podía decir «eres la niña más guapa del mundo» que resultaba igual de ofensivo. No eran las palabras, era el tono de voz cargado de desprecio. Más que hablarme, mi padre me escupía las palabras y nunca fallaba en hacerme sentir tan humillada y despreciable como él quería que me sintiera. En eso su eficiencia era total.
Más allá del dolor que me causaban sus insultos y sus golpes, estaba lo que más me hacía sufrir. Un monstruo implacable que me acompañaba las veinticuatro horas del día.
El miedo.
Piénsalo bien. Un golpe te duele durante unos minutos, un insulto que se repite empieza a perder su capacidad nociva. Pero el miedo no te abandona nunca.
Recuerdo muy bien la ansiedad al llegar a casa sin haber hecho absolutamente nada malo, recuerdo hacer sus absurdas tareas una tras otra hasta el más mínimo detalle, siguiendo sus instrucciones escrupulosamente y, a pesar de eso, saber que había hecho algo mal, aunque no supiera lo que era. Saber que mi maldito padre encontraría ese error y me golpearía con la correa y con sus insultos en justo castigo. Recuerdo haber pensado incluso que mi padre tenía razón, que yo era una niña tonta que no podía estar a la altura.
Yo estaba tan desquiciada que hablaba a las flores del jardín.
Ya sé que no es lo más lógico, que parece una locura, pero las flores se convirtieron en mis mejores amigas, en mis únicas amigas.
Recuerdo incluso llegar a llorar cuando mis dalias no sobrevivían a alguna helada nocturna.
El jardín era mi refugio. Mi padre me hacía regarlo todos los días, excesivamente, aunque esa era la mejor de las tareas que me impuso nunca. Yo ocultaba el placer que aquello me hacía sentir, viendo crecer las amapolas casi por sí mismas, viendo como de mi mano, o gracias a ella, podía surgir algo hermoso. Eso era algo que mi padre no fue capaz de robarme porque desconocía su importancia.
Las flores son mi único vínculo con la Eva Luna a la que no le falta la mitad.
Recuerdo la única vez que dejé sin regar el jardín. Ese día, como tantos otros en invierno, había llovido. Todavía no sé cómo mi padre supo que no había llevado a cabo su mandato. Tal vez simplemente se lo imaginó. Mientras me golpeaba con el cinturón dijo algo sobre la disciplina, sobre las costumbres, sobre las cosas que se deben hacer y no era necesario entender.
No he vuelto a olvidarme de regar el jardín, lo he llegado a regar estando bajo la lluvia misma.
Me hace gracia la gente que se pregunta por qué las niñas que sufren abusos (sexuales o simplemente físicos) no denuncian a sus padres, lo he leído en muchos foros de internet. Hay algo que la gente que ha podido disfrutar de una vida normal con sus padres no acierta a comprender. Yo no sabía que aquellos insultos no eran normales. ¡Pensaba que era lo que pasaba en todos los hogares del mundo! Cuando los insultos se convirtieron en golpes, en correazos, pensé otra vez lo mismo, lo pensé incluso cuando mi padre empezó a abusar de mí.
Mamá nos acababa de abandonar.
Fue una tarde de domingo. Mi padre me dijo que me sentara junto a él, en el comedor, y me preguntó si mi madre se había ocupado de comprobar «mi desarrollo». Le contesté que no, aunque no sabía a qué se refería, y se puso como una fiera una vez más.
Mi madre ¿por qué me dejó con él? ¿La insultaba a ella también?, ¿a ella también la hacía sentir despreciable, pequeña? ¿Adónde se fue?
Aquella tarde de domingo, cuando mi padre me tenía sentada sobre su regazo, me quitó la camisa y empezó a palparme el pecho desnudo, pensé que realmente estaba comprobando si me estaba desarrollando con normalidad, pensé lo mismo cuando empezó a tocar mis genitales.
Cuando me llevó a su dormitorio y consumó la violación, sin embargo…
… ahí ya sí que pensé que se trataba de un castigo porque el dolor era insoportable.
Recuerdo cada detalle de su habitación aquella tarde. Recuerdo que tenía el cenicero en la mesita de noche. Recuerdo un hilillo de humo que serpenteaba. Recuerdo que las fotos de mi madre habían desaparecido. Recuerdo que la colcha de la cama era de color azul. Recuerdo que la puerta del armario estaba entreabierta. Recuerdo sus zapatos marrones en el suelo con los cordones atados.
Recuerdo el espejo del tocador que reflejaba la puerta del pasillo, cerrada a cal y canto.
Me avergüenza pensar que durante semanas ni siquiera supe qué era aquello que mi padre me estaba introduciendo, no sabía ni siquiera que se trataba de una parte de su cuerpo, ni entendía sus gemidos, que pensaba eran de dolor, lo cual lo hacía todo aún más incomprensible.
Me avergüenza tanto haber llegado a pensar que mi padre sufría con aquello, pensar que, después de todo, lo hacía por mi bien.
«Cada vez te dolerá menos».
«Esto te va a ayudar».
«Me duele más a mí que a ti».
Pero doy demasiados detalles, lo siento.
Hasta ese día mi padre me había ido arrancando pedazos. Pedazos de Eva Luna que se desprendían de mi cuerpo a cada insulto, a cada golpe, a cada desprecio. Pero aquel día en el que mi padre me violó por primera vez se llevó de un golpe la mitad de Eva Luna.
Y no sé dónde la metió.
Ese es el día que dejé de ser Eva Luna.
* * *
No puedo expresar con palabras lo que me cuesta enfrentarme a esta página desolada.
Una vez más estoy escribiendo en estas páginas, yo, la persona a la que llama Eva Luna, aunque solo soy su mitad. Su peor mitad.
Guardo estas páginas amarillentas celosamente en la buhardilla de mi casa, detrás de unas cajas de cartón. Y empieza a preocuparme que las esquinas de algunas de ellas parecen estar comidas por las termitas.
Si alguien ha leído lo que he escrito en estas páginas con anterioridad, ya sabe algunas cosas de mí.
Si esto es lo primero que lees, te diré que solo soy media persona, una chica sin madre de apenas veinte años que lleva más de diez de ellos sufriendo abusos por parte de su padre. Una persona que no sirve ya ni para que la violen, una chica que no tiene salida alguna. Una chica que solo tiene a las flores por amigas.
No importa si has leído mucho o has leído poco sobre mi persona, mi historia siempre va a estar incompleta. Porque yo estoy incompleta.
Mi vida se reduce a un punto de inflexión, a un cuchillo afilado y perverso que cortó mi vida en dos partes. Eso hizo mi padre cuando me dijo que me desvistiera, cuando me dijo que él era «un padre responsable», que quería «asegurarse de que su hija se estaba desarrollando con normalidad».
Mi reacción inicial ante aquella aberración fue de absoluta confusión, a merced de la estridencia de infinitas preguntas acerca de lo ocurrido, acerca de mi padre, acerca de mis sentimientos al respecto. Parecía que toda mi vida, desolada ya de certezas, se componía de interrogantes.
Mi madre estaba completamente ilocalizable, pero ese es otro tema, algo de lo que no quiero escribir todavía.
Digamos, de momento, que no he vuelto a contactar con mi madre desde que nos abandonó, digamos que hay una razón de peso para ello.
Digamos que mi madre está muerta y enterrada.
Recuerdo que al día siguiente de la violación me encontraba extrañamente calmada (así de despreciable soy). Estaba sentada en la clase viendo a mis compañeras, imaginando lo que les estaría pasando a ellas. ¿Ya les habían castigado sus padres como el mío me había castigado a mí?, ¿las iban a castigar pronto?, ¿había manera de saber cuándo se había producido «eso» en cada una de ellas?, ¿era yo ya diferente de alguna manera?
Otra de mis dudas (no la que más me angustiaba) era si aquello volvería a ocurrir. De ser así, cuándo sería la próxima vez, y de seguir una y otra vez, con qué frecuencia.
Salí de dudas en apenas tres días.
Esta segunda vez me dolió aun más que la primera porque vino acompañada de bofetadas. No se me olvidará jamás lo que me dijo mi padre. «Mira lo que me obligas a hacer, desgraciada».
«Lo que me obligas a hacer».
La primera conclusión que saqué de aquella sentencia es que lo que me hacía mi padre no era algo común y corriente, no era algo que le ocurriera a la mayoría de las chicas, no era tampoco algo que él hubiera buscado, sino que, de alguna manera, todo aquello era culpa mía. Mi padre se sentía obligado a castigarme.
¿Era aquello un castigo, entonces?
«Lo que me obligas a hacer»
Los padres deberían conocer el enorme poder que tienen sobre sus hijos. Un comentario aparentemente insignificante puede cambiarles su visión del mundo, su visión de sí mismos, puede convertir lo negro en blanco y lo blanco en negro.
Es curiosa la manera en la que cuando algo nuevo te sucede, no dejas de encontrarte el tema por todos lados. A partir de aquel día no dejaba de captar pequeñas frases al vuelo, comentarios en la televisión, un artículo en el periódico de mi padre, pequeñas referencias a abusos sexuales (yo ni siquiera sabía cómo llamar a aquello y la palabra «sexual» me resultaba extrañísima). Y la conclusión obvia era que, o todo el mundo mentía y aquello era una especie de secreto a sabiendas que compartía media humanidad, o aquello era algo no aceptado, aquello estaba mal, aquello no se debía hacer.
«Lo que me obligas a hacer».
Yo era, pues, la responsable del crimen, la responsable de aquello.
Imagínate vivir con un peso semejante cada día, respondiendo a cada pregunta con otra pregunta, reviviendo las violaciones en tu mente una y otra vez.
Imagínate despertarte cada día con el mismo pensamiento con el que te dormiste.
Intenta imaginarte la increíble soledad que se siente.
La falta de esperanza.
Mis notas en la escuela se fueron a pique y no fui capaz de acercarme jamás a un chico (ya sabía qué era lo que los chicos querían hacer con las chicas). Me distancié de mis escasas amigas y ya nunca me preocupé por mi aspecto físico.
Tal vez fuera por el odio que sentía hacia mí misma, tal vez fuera porque quería con mi aspecto descuidado darle asco a mi padre, dejar de obligarlo a hacer aquello que hacía conmigo al menos una vez por semana.
Si tienes la fortuna de no conocerme personalmente, si ni siquiera has visto fotos mías ni nadie te ha hablado de mí (cree todo lo que te digan), imagínate a una chica larguirucha, de un metro setenta, de pelo castaño rizado y enmarañado, con el cuerpo blanco como la leche y que apenas pesa cincuenta kilos.
Siento que voy a desaparecer en cualquier momento.
Huelga decir que abandoné los estudios y me quedé cuidando de la casa, del jardín, alimentando al cerdo de mi padre y sirviendo comidas en el asqueroso bar de carretera en el que mi padre me puso a trabajar.
¿Quieres conocer al demonio en persona? Te presento a Francisco Luna, de profesión médico de familia y que además es propietario de un bar lleno de tarados, de cincuenta años, viudo, con una casa preciosa a las afueras de un pueblo llamado Medina del Campo, padre de una hija de veinte años que llama la atención por su aspecto de pordiosera.
Durante estos años de infierno mi padre me ha usado como si fuera papel higiénico, me ha golpeado, me ha ultrajado, insultado (a veces en el bar, delante de los clientes), me ha denigrado y me ha hecho sentir que me iba deshaciendo en mil pedazos. Pero eso no es lo peor.
Lo peor es que ha destrozado las flores del jardín en tres ocasiones para hacerme pagar por alguna de las que él llama mis «faltas». Ese ha sido su mayor error, es por eso y no por lo anterior por lo que he descubierto la verdad acerca de mi padre.
Yo solo he contestado a cada uno de esos crímenes con lágrimas y sumisión.
Pero algo ha cambiado, algo muy profundo. He sido una tonta que ha necesitado diez años para entender una obviedad.
Dios mío, y es que ahora lo entiendo. Espero que las lágrimas me dejen seguir escribiendo.
¿Cómo he podido ser tan tonta que he necesitado que mi padre abusara de mi prima Clara para entenderlo?
¿Por qué no ha vuelto mi tía a mi casa desde aquel día? Tal vez Clara se lo ha contado todo. Pero, de ser así, ¿por qué no ha denunciado a mi padre? ¿Por qué no llama la policía a mi puerta y se lo lleva esposado? ¿Sufrió mi tía abusos por parte de mi padre, su hermano, cuando era joven?
¿Qué puedo hacer yo ahora? Es demasiado tarde. Nadie me va a creer a estas alturas. Nadie creerá que alguien pueda ser así de idiota.
A pesar de mi ancla, a pesar de que, por fin, he comprendido la obviedad que lo cambia todo.
La obviedad es que mi padre es el monstruo. No yo.
Él.
Yo solo soy la mitad de Eva Luna.